Hoy leemos en la misa el Evangelio de San Marcos y nos habla de un milagro que hizo el Señor. Ya lo hemos leído o escuchado muchas veces:
“Vivía el Señor ya en Cafarnaún y se supo que estaba en casa. Acudieron a Él tantos, que no quedaba sitio para entrar ni en la puerta. Él les proponía la palabra. Llegaron cuatro personas llevando a un paralítico, y como no podían meterlo por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico.
Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: -Hijo, tus pecados te quedan perdonados. Estaban allí sentados algunos de los doctores de la ley y escribas, y pensaban en sus corazones: -¿Por qué habla éste así? Blasfema. Quién puede perdonar pecados fuera de Dios? El Señor se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo:-¿Por qué piensan eso? ¿Que es más fácil, decirle al paralítico: -Tus pecados quedan perdonados. O decirle: -Levántate, coge tu camilla y echa a andar? Pues para que vean que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados.
Entonces le dijo al paralítico: -Contigo hablo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Se levantó inmediatamente, tomó la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios diciendo: Nunca hemos visto una cosa igual”
(Mc 2, 1-12).
Podemos fácilmente imaginarnos la escena ya. La fama del Señor habría corrido por toda la Palestina. Mucha gente se enteraba para dónde iba, dónde estaba y acudían en masas. Pero solamente unos pocos habían tenido la audacia de hacer lo que hicieron. Seguramente se agolparon ante la puerta de aquella casa (que se supone que era la casa de Pedro), donde el Señor se fue a vivir. Pues tenían necesidad del Señor, necesidad espiritual de oír la buena nueva, o que les hiciera un milagro, sanar enfermedades y dolencias, etc.
Pero solamente éstos tuvieron esa simpática osadía que ilustra el modo práctico de vivir la caridad: romper el techo de la casa, un techo liviano -evidentemente- y mostrar la fe operativa con una gran audacia, la que no se detiene ante ningún obstáculo.
¿AÚN PODREMOS IMPRESIONARTE JESUS?
El Señor se quedaría gratamente impresionado. Y, por supuesto, Jesús se siente inclinado hacia quienes se preocupan sinceramente por los demás. Curó al paralítico con ocasión de esa audacia de sus amigos o parientes, de la que también participaba el propio impedido. Quien no tuvo miedo en esta arriesgada acción, ¡se pudo haber caído del techo sin más!
De aquí son varios los elementos que muestran la Divinidad del Señor:
En primer lugar: perdona los pecados, y escandaliza a aquellos que estaban allí.
«¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?”
Segundo: Conoce por Sí mismo la intimidad del corazón humano:
“El Señor se dio cuenta de lo que pensaban”.
En tercer lugar, pues tiene poder para curar al instante las enfermedades corporales.
Aquellos letrados, escribas y doctores de la ley, saben que sólo Dios puede otorgar el perdón de la culpa. Y por eso consideran blasfema la afirmación del Señor. Y necesitarán una señal que muestre la verdad de aquellas palabras.
Por eso Él se las ofrece. Así como ninguno discutirá la curación del paralítico, porque lo ven con sus propios ojos. Del mismo modo nadie podrá negar razonablemente la liberación de sus culpas.
Cristo, que es Dios y Hombre Verdadero, dos naturalezas en la Persona del Verbo, ejerció ese poder de perdonar los pecados por su infinita misericordia, y quiso ahora extenderlo también a la Iglesia.
Un hecho que resalta la fe en este milagro, como en muchos que hace el Señor, es esa relación entre la fe, la audacia y el perdón de los pecados.
NUESTRA FE ANTE DIOS
La audacia de los que llevan al paralítico muestran la fe que tenían en Cristo, el Señor se conmueve y perdona los pecados. Pone de manifiesto una vez más que a la Gracia Divina hay que dar respuesta de fe para que se consuma esa intervención salvadora. Consideremos lo que vale nuestra fe ante Dios.
¿Cómo en nuestra fe ante Dios?
LA AUDACIA
Es propio de la fe, como decíamos, la audacia, que es una gran virtud. Una virtud que va acompañada de varias disposiciones: la valentía para soportar muchas veces los peligros que entraña la vida, sin caer en la queja o en hacerse víctimas, sin el resentimiento cuando se producen situaciones complicadas que quizá llevan riesgos.
Lleva también consigo aceptación del sufrimiento. Lleva también la disposición a crecerse ante la dificultad. Mantener la esperanza de mejorar precisamente a través de una situación que puede ser adversa.
La audacia también va acompañada de entender la existencia y la vida en toda su imprevisibilidad. No es caos, sino que todo está siempre ordenado por la mano de Dios. Una providencia detrás de todo. Saber que toda dificultad superada además nos sirve para ser mejores, para ser más fuertes.
La duda se lleva también consigo la confianza en Dios. ¡Él me sostiene, es indestructible. ¡Aún cuando atraviese peligro e incluso la muerte!
Y la audacia también es atreverse a escuchar y obedecer a Dios cuando solicita una decisión, que muchas veces puede transformar nuestra existencia por completo, como puede ser la entrega plena a Dios.
NUESTRA VIDA
La vida diaria presenta abundantes retos, más o menos importantes, pero que siempre están llenos de riesgos, de incertidumbre, y que reclaman decisión y valentía. La audacia en esta ocasión trata de resolverlo, no de escapar sin afrontarlos.
Puede haber, ciertamente, y hasta podemos ver razonable que hay cosas que nos superan. Sí. Pero también hay muchas cosas que nos pueden engañar, y que simplemente son fruto de nuestra comodidad, de la mediocridad, de la flojera, de la pereza o la mezquindad.
Decía San Josemaría que:
“Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores. Y en esa fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad”
(San Josemaría Amigos de Dios, p 77).
LA GRACIA
Una persona audaz no es que ignore la realidad, ni mucho menos. Al contrario, es consciente de que el riesgo al que normalmente uno se pone, conlleva un alto grado de incertidumbre ante lo desconocido. Y las personas normalmente pueden sentir algo de miedo. Todos lo hemos experimentado.
Pero la audacia no consiste en no sentir temor, sino en no dejar que el temor nos paralice, o fuerce al mal, o impida la realización del bien. Es audaz y es valiente el que hace frente a la dificultad que le produce temor. Y no por ambición ni por miedo a ser tachado de cobarde, ni mucho menos, sino por amor al bien, es decir, por amor a Dios.
El Señor nos ha señalado con toda su vida y con su actuar, que vivir es un alto riesgo. Pero sólo los audaces, los generosos, permiten -así como aquellos amigos del paralítico-, conseguir grandes favores de nuestro Señor.
Además sabemos que ahí está para los cristianos, entre otras cosas, un gran sumando: que es la Gracia de Dios.
Deja una respuesta