“Al comenzar este rato de oración, nos detenemos un momento en la oración introductoria en la que te adoramos; le decimos eso a Dios: Señor, te adoro, te pido perdón, te pido ayuda”.
Eso es lo que hacen los santos: buscar dar gloria a Dios, pedirle perdón, pedirle ayuda.
Hoy celebramos a un santo muy famoso, un santo que ha influido muchísimo en la historia de la teología; la historia de la filosofía, en la literatura… en la Iglesia se cita muchísimo.
SAN AGUSTÍN
Se trata de san Agustín, un hombre que recibió mucho de Dios y que dio mucha gloria a Dios; que amó a Dios y que también nos enseñó un camino para llegar a Él.
Los santos son esas personas que han sabido hacerse amigos de Dios y que nos lo comunican.
En el Evangelio del día de hoy, leemos la parábola de los talentos.
“Es como un hombre que, al marcharse de su tierra, llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos; a otro, dos y a otro, uno solo. A cada uno según su capacidad y se marchó”
(Mt 25, 14-15).
Podemos pensar que san Agustín es de aquellos que recibieron cinco talentos. Tenía una gran familia; su mamá, santa Mónica, que
“le dio el amor a Cristo junto con la leche materna”
(San Agustín. Las confesiones III, 4, 8).
MUCHOS TALENTOS
Tenía una gran inteligencia, un gran amor, una pasión por la verdad. Tenía virtudes, por supuesto y una de las virtudes más importantes que queremos hoy aprenderle a san Agustín para acercarnos más a Dios, es la humildad para saber rectificar; para no ponerse en el centro.
Ese es el peligro que tienen las personas con muchos talentos: que pueden ensoberbecerse fácilmente y ponerse, a ellos, como fines querer recibir alabanzas; querer recibir reconocimiento.
San Agustín, que era tan inteligente, supo ser humilde también y decimos esto porque es un hombre que se convirtió (es muy famosa la conversión de san Agustín).
CRISTO, SÍ; IGLESIA, NO
Él, de pequeño, había leído la Biblia, había oído de la Iglesia, pero como que no le convencía mucho. Había leído la Sagrada Escritura y como que le parecía un poco filosófica y él, que amaba mucho la filosofía, la verdad, se alejó de la Sagrada Escritura.
Aunque por Cristo siempre mantuvo un respeto, un amor (como decíamos que ese amor lo recibió de su madre desde chiquito). Él como que decía: Cristo sí; Iglesia, no.
Fue por la vida, creció, estudió retórica y, en Milán, comenzó a escuchar las homilías de san Ambrosio (porque san Ambrosio hablaba muy bien).
“Y, al escucharlo”
-dice Benedicto XVI-
“pronto san Agustín se dio cuenta de que la interpelación alegórica de la escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que cuando era más joven en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables”.
SAN AMBROSIO
Se da cuenta de que había interpretado mal y acepta la verdad que le proponía este obispo. Se bautiza, es bautizado por el mismo san Ambrosio en la fiesta de la Pascua y acepta vivir la moral cristiana que también le costaba (a todos nos cuesta).
A él, especialmente, algunos puntos le costaban y lucha y le pide ayuda a Dios con humildad, le pide perdón de sus pecados, se convierte y es bautizado. Esa es la primera conversión de san Agustín.
HOMILÍA BENEDICTO XVI
Benedicto XVI nos ayuda a descubrir que hay otras conversiones en su vida y otra muy importante, es una que se dio después de su bautismo. Aquí tengo un par de párrafos de una homilía del Papa emérito que te voy a leer, porque está muy bien expresados:
“Después de su bautismo, Agustín había decidido volver a África donde había fundado, junto con sus amigos, un pequeño monasterio. Ahora su vida debía dedicarse totalmente a hablar con Dios y a la reflexión y contemplación de la belleza y de la verdad de Su palabra.
Así pasó tres años felices durante los cuales creía haber llegado a la meta de su vida. En ese periodo nació una serie de valiosas obras filosófico-teológicas.
CAMBIO DE PLANES
En el año 391, cuatro años después de su bautismo, fue a la ciudad portuaria de Hipona para encontrarse con un amigo a quien quería conquistar para su monasterio. Pero en la liturgia dominical en la que participó en la catedral, lo reconocieron.
El obispo de la ciudad, un hombre proveniente de Grecia que no hablaba bien el latín y tenía dificultad para predicar, dijo en su homilía que tenía la intención de elegir a un sacerdote para encomendarle también la tarea de predicación.
Inmediatamente, la gente aferró a Agustín y, a la fuerza, lo llevó delante para que fuera consagrado sacerdote al servicio de la ciudad. Inmediatamente después de su consagración forzada, Agustín escribió al Obispo Valerio:
“Me sentí como uno que no sabe manejar el remo y a quien, sin embargo, le asignan el segundo lugar al timón… De ahí surgieron las lágrimas que algunos hermanos me vieron derramar en la ciudad durante mi ordenación” (Epist. 21, 1 s).
SU VIDA CAMBIÓ FUNDAMENTALMENTE
El hermoso sueño de mi vida contemplativa que se había esfumado; la vida de Agustín había cambiado fundamentalmente. Ahora, ya no podía dedicarse solo a la meditación en la soledad, debía vivir con Cristo para todos; debía traducir sus conocimientos y sus pensamientos sublimes en el pensamiento y en el lenguaje de la gente sencilla de su ciudad.
No pudo escribir la gran obra filosófica de toda una vida con la que había soñado; en su lugar, nos dejó algo más valioso: el Evangelio traducido al lenguaje de la vida diaria y de sus sufrimientos.
Así describe lo que, desde entonces, constituía su vida diaria: “Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, confutar a los opositores…, estimular a los negligentes, frenar a los pendencieros, ayudar a los necesitados, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar a los malos y amar a todos” (cf. Serm 340, 3).
“Predicar continuamente, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una carga enorme, un gran peso, un trabajo inmenso” (Serm. 339, 4)”.
(Homilía de Benedicto XVI, domingo 22 de abril de 2007).
DISPUESTO A HACER LA VOLUNTAD DE DIOS
Pero san Agustín lo hacía con mucho amor de Dios y lo hacía libremente. Dice que fue forzado, pero en el fondo, él estaba dispuesto a hacer la voluntad de Dios
Esa fue una gran segunda conversión que sufrió en su vida. La primera: su bautismo; la segunda, su ordenación sacerdotal: estar disponible para lo que Dios le pidiera.
Él quería estar plácidamente contemplando, meditando con sus amigos, pero ¡no! Dios le pide estar para los demás. Todas esas cosas que él sabía, que él entendía, que las tradujera al lenguaje humilde de la gente.
TERCERA CONVERSIÓN
Y, finalmente, una tercera conversión, nos dice Benedicto XVI, es la que se da al final de su vida. En sus retractaciones, a pesar de que tuvo que dedicarse a ser pastor de las almas, escribió muchísimo y, al final, leyó todas sus obras y corrige algunas cosas que habría que corregir.
Ya que cuando estaba por morir, ya muy debilitado, pide que se escriban los salmos penitenciarios con letras grandes en las paredes de donde estaba para irlos leyendo y pedirle perdón a Dios por su vida
También, en esas retractaciones, comenta algo acerca del sermón de la montaña que había comentado en su juventud y dice:
“He comprendido que solo uno es verdaderamente perfecto y que las palabras del sermón de la montaña solo se han realizado en uno solo: en Jesucristo mismo.
Toda la Iglesia, en cambio -todos nosotros, incluidos los apóstoles-, debemos orar cada día: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden…” (Retract. I, 19, 1-3).”
(Homilía de Benedicto XVI, domingo 22 de abril de 2007).
MURIÓ PREPARÁNDOSE PARA MIRAR A DIOS
Y así murió pidiéndole perdón a Dios por sus pecados. Preparándose para mirar a Dios en el Cielo.
Termina la parábola de los talentos:
“Cuando se presentó el que había recibido los cinco talentos, entregó los otros cinco diciendo: “Señor, cinco talentos me entregaste, mira, he ganado otros cinco talentos”. Le respondió su amo: “muy bien siervo bueno y fiel, como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho. Entra en la alegría de tu señor””
(Mt 25, 20-21).
Pues ahí está san Agustín, en la alegría de Dios. Contemplando la Divina esencia, a la Trinidad con la Virgen, con san José y nos mira también desde el Cielo.
Acudimos a este gran santo que interceda por nosotros, para que sepamos también trabajar los talentos, pocos o muchos, que Dios nos ha dado a cada uno.
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