La confesión sacramental
Seguramente una de las parábolas más conmovedoras y emocionantes de todo el Evangelio es la del hijo pródigo. Una historia actual que se repite en nuestra vida, podríamos decir que a diario.
Nos encontramos frente a frente con la criatura, que quiere independizarse de Dios, que quiere vivir su vida lejos del Padre. Y, por otro lado, la infinita misericordia de Dios que no se cansa de perdonar, de esperar, de ir en busca del alma que se aleja.
En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos invita a acercarnos al sacramento de la Penitencia, como también se le conoce, para que nos preparemos de la mejor forma a adentrarnos en los misterios de nuestra Redención.
El hijo pródigo
Cuando leemos el capítulo 15 de san Lucas, presenta la tragedia de un hijo que abandona el hogar paterno, donde no le falta de nada, donde es feliz, pero que se aleja para correr la triste aventura de la libertad mal empleada.
Qué misterio que el hombre pueda ofender a su creador, que pueda cambiar a Dios por un bien caduco y limitado, pero es así, el pecado y en ese viviendo disolutamente se puede resumir el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original.
La parábola toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado.
Cuando estaba aún lejos
Cualquiera de nosotros podría ser ese hijo pródigo. San Pablo nos recuerda que los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro. Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana.
Pero precisamente esta parábola nos habla sobre todo de que no tenemos que desanimarnos.
El Señor conoce perfectamente el barro del que estamos hechos y siempre tiene abiertos los brazos de su misericordia para perdonarnos, para abrirnos las puertas de su corazón una vez y todas las que hagan falta.
Amor paternal
Cuando todavía estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y enterneciéndosele las entrañas… ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?
¡Cuánto nos quiere Dios! Y, por eso, ha establecido el sacramento maravilloso de la confesión, para que volvamos a Él siempre que lo necesitemos.
Qué maravilla un Dios que perdona. Nunca valoraremos suficientemente la grandeza de este sacramento.
En cada confesión
Cada una de ellas tiene que ser un encuentro personalísimo con el amor de Dios que nos acoge y perdona. Desear recibir la absolución, querer retornar para pedir disculpas. El beato Álvaro del Portillo aseguraba que el día más feliz de su vida era cuando se iba a confesar cada semana.
Partiremos de la humildad del que se sabe barro quebradizo y no se asustará de nada de lo que encuentre en su alma, por feo y miserable que sea.
Y una vez descubierto con un examen diligente, profundo, que vaya a las raíces y que nos permita luego hablar de nuestras disposiciones de fondo, examen que hará que nos vayamos conociendo poco a poco y también nos vayamos manifestando con sencillez, como somos, sin dorar la píldora.
Nuestra lucha
Tratar de que nos vayan conociendo a fondo, ya que muchos cristianos, es donde recibimos el acompañamiento espiritual para que nos puedan ayudar más y mejor: no mera enunciación corriendo de los pecados.
Siempre siendo claros, concisos, completos. Eso que no querríamos que se supiera, lo primero, corriendo, que estamos delante de Jesucristo. No vamos a quedar bien. Que se vea cómo es nuestra lucha.
Dolor de amor
Se conoce como contrición. Para que sea sincera y profunda debe ser fruto de un examen hondo y humilde. Si nuestra contrición es verdadera, se manifestará en la frecuencia y el modo en que nos confesamos. Se convertirá en un medio de especial importancia para nuestra santificación.
Varios autores espirituales no se cansan de insistir en la necesidad de tener un verdadero dolor al acudir a la Confesión, para prevenir la rutina, que como dice san Josemaría, es el sepulcro de la verdadera piedad, que incluso puede llevar a la ineficacia del Sacramento de la Penitencia.
La confesión contrita
La mejor devoción a Jesucristo es una confesión contrita.
Pidámosle a Dios que nos conceda la humildad y la decisión de aprovechar con piedad el divino remedio de la confesión. Para eso, recordemos también el consejo muy sabio:
No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre, aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa a ser un caldo de bichos (Amigos de Dios, 181).