Cuando queremos a una persona deseamos estar con ella el mayor tiempo posible para demostrarle nuestro amor y brindarle ayuda si lo necesita.
Pero muchas veces no es posible estar físicamente con esa persona que tanto queremos. O puede ser que muera y no podamos despedirnos de ella como quisiéramos.
Yo viví esto último con un ser muy querido: mi papá. Él murió de forma repentina el mismo día en que nació mi hijo menor. Logré hablar con él esa mañana para decirle que su segundo nieto había nacido. Él estaba muy feliz pero ese mismo día en la tarde murió. Los doctores le indicaron a mi familia que era mejor esperar unos días para decirme que él había fallecido. Experimenté un dolor muy grande por no haber podido ir a su entierro, pero como tenía a mi hijo recién nacido me volqué a él. También tenía a mi hijo mayor, de solo tres años. Pero el dolor que sentía por la pérdida de mi papá cada vez era más intenso.
Cuando hace unos días me pidieron escribir sobre la muerte pensé enseguida en esta situación que marcó mi vida, dado que además están por cumplirse los 35 años de su partida.
La despedida
En esa época no contaba con ningún soporte espiritual para entender lo que experimentaba. Si lo hubiera tenido no habría pasado tantos años martirizándome por no haberme podido despedir de él. Fue un tiempo que perdí de estar cerca de Dios: no rezaba para pedirle ayuda y tampoco recé por el alma de mi papá.
Todo lo manejé a los golpes hasta que en una oportunidad me sinceré con una de mis cuñadas diciéndole cómo me sentía. Ella me sugirió lo siguiente: «Tere, debes buscar un momento en que te encuentres sola para despedirte de tu papá.» Pensar en la posibilidad de abrirle mi corazón me hizo sentirme más tranquila y confié en que ese momento llegaría.
El momento llegó a los diez años de su fallecimiento, durante unas vacaciones. Mi esposo y mis dos hijos se encontraban buceando frente a una pequeña isla en el océano Atlántico de mi país. Yo me había quedado en la orilla sobre un petate. Solo escuchaba el sonido del mar y el de las chapaletas al entrar y salir del agua. Estaba completamente sola. Cerré los ojos y dije: Papi, siempre estarás en mi corazón. Y fue como si me hubiera liberado de un peso inmenso: me había despedido de él.
Pienso ahora en los conflictos y guerras que se han producido a lo largo de la historia de la humanidad. Familiares y amigos que han perdido a sus seres queridos sin poder despedirse apropiadamente de ellos. Muchos quedarán en un limbo como me pasó a mí y otros serán afortunados de contar con alguien que los guíe a los brazos amorosos de nuestro Padre Dios.
El salto de fe
Hoy comprendo que Dios estuvo todos esos años a mi lado esperando que le pidiera ayuda. Él lo único que desea es que lo dejemos entrar en nuestro corazón para demostrarnos su amor. Porque nos quiere y solo desea estar cerca de nosotros.
No hay duda de que lo que tenemos que hacer ante el dolor por la pérdida de un ser querido es entregarnos a los brazos amorosos de nuestro Padre Dios, confiando en que sanará nuestro corazón. Y lo más importante es saber que la muerte no es el fin.
El papa Francisco lo reafirma con estas palabras donde nos exhorta a pedirle al Señor “…que disuelva esa melancolía negativa que a veces nos penetra, como si todo terminara con la muerte”. “Es un sentimiento alejado de la fe que se añade al miedo humano de tener que morir, y del que nadie puede decir que es completamente inmune”.
El papa además ha afirmado que “estamos llamados a creer en la resurrección no como una especie de espejismo en el horizonte, sino como algo que está presente y nos involucra misteriosamente ya desde ahora”. Y añade que “esta misma fe en la resurrección no ignora ni enmascara el desconcierto que humanamente experimentamos ante la muerte”.
Al dar este salto de fe, mi forma de pensar y ver las cosas ha cambiado. El papa lo explica al decir que “la mirada de la fe trasciende lo visible, ve en cierto modo lo invisible y cada evento se evalúa entonces a la luz de otra dimisión: la de la eternidad”.
La oración: unión en el amor
Cuando he estado enferma hay personas a las que he sentido muy cerca, aunque físicamente no hayan podido visitarme. Ha sido así porque me han dicho que están rezando por mí, lo cual me ha colmado de mucha paz. Es como si con sus oraciones un bálsamo de sanación me cubriera. Ha sido la mayor muestra de amor que me han dado. Y al sentir esto, yo también empecé a rezar por amigos o familiares que estuvieran en una situación vulnerable.
Es así como la cercanía con las personas queridas que han muerto la podemos lograr también con la oración, rezando por sus almas para que lleguen al cielo.
El papa Francisco lo aclara cuando dice que la oración por nuestros hermanos fallecidos nos hace “tener una visión más real de su existencia… comprender lo que significa vivir aspirando no a una patria terrena, sino a una mejor, es decir, la patria”. Y agrega que “la oración en sufragio por los difuntos, elevada en la confianza de que viven con Dios, extiende así sus beneficios también a nosotros, peregrinos aquí en la tierra” y “nos educa para una auténtica visión de la vida; nos revela el sentido de las tribulaciones que debemos atravesar para entrar en el Reino de Dios; nos abre a la verdadera libertad, disponiéndonos a la búsqueda continua de los bienes eternos”.
Hace pocos años empecé a rezar no solo por el alma de mi papá sino por la de familiares y amigos que han muerto. Incluso por familiares que no conocí. Un sacerdote me dijo que, si todos han llegado al cielo, esas oraciones ayudarán a otras almas a llegar allí.
Rezar por ellos reafirma mi confianza en que el cielo es la meta y espero que cuando sea mi turno de partir haya personas que recen por mi alma.
La mejor apuesta
Nadie sabe cuándo va a morir. Lo que sí sabemos los católicos es que la muerte no es el fin de nuestra vida. La certeza de la vida eterna, de saber que lo que quiero es ir al cielo, le da otra dimensión a la vida terrena. De esta forma podemos enfrentar el dolor por la muerte de nuestros seres queridos confiando en que Dios los acogerá en su gloria. El rezar por sus almas reafirma ese deseo sabiendo que llegará mi momento para el que debo estar siempre preparada.
Ante el enigma de la muerte, el creyente debe convertirse continuamente. La fórmula para lograrlo es la confesión constante. De esa manera, si la muerte nos sorprende repentinamente será más probable que las manchas del pecado sean pocas y tengamos asegurado entrar al cielo. Pero si postergamos el momento de liberarnos de todo lo que nos aleja de la pureza de Dios, estamos jugando con fuego, estamos en riesgo de perder el cielo.
Así que la mejor apuesta que podemos hacer es decir: voy a hacer todo lo que esté en mis manos por ganarme el cielo.
Recemos por las almas de todos nuestros seres queridos que han fallecido para que lleguen al cielo. Esto hará que nos sintamos siempre cerca de ellos y a la vez purificará nuestra alma, encomendándonos eternamente al Señor, sabiendo que nuestra meta también es el cielo.
Me gusta su artículo,
La muerte puede venir hoy, mañana o pasado. No tengo miedo, estoy preparada, a cumplir La Voluntad de Dios! La muerte para mí es una esperanza para ver a Dios Uno y Trino cara a Cara.
Es una motivación para vivir de acuerdo a Su Voluntad, buscando la santidad en medio del mundo, como decía San Josemaría Escriba de Balaguer. Y como decía primero Jesucristo.-“ Sed Perfectos como Mi Padre Calestial Es Perfecto.”
Entonces para mí la vida es un regalo de Dios y una oportunidad para darle Gloria y amor a Él y a mis semejantes. ♥️🙏♥️..
Tere muy bonito artículo.
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La muerte puede venir hoy, mañana o pasado. No tengo miedo, estoy preparada, a cumplir La Voluntad de Dios! La muerte para mí es una esperanza para ver a Dios Uno y Trino cara a Cara.
Es una motivación para vivir de acuerdo a Su Voluntad, buscando la santidad en medio del mundo, como decía San Josemaría Escriba de Balaguer. Y como decía primero Jesucristo.-“ Sed Perfectos como Mi Padre Calestial Es Perfecto.”
Entonces para mí la vida es un regalo de Dios y una oportunidad para darle Gloria y amor a Él y a mis semejantes. ♥️🙏♥️..