Nos acercamos a Belén. Un momento solemne, pero a la vez cargado de dificultades. Contemplando a la Sagrada Familia, imagino que la noche iba cayendo en silencio. María rezaría en su corazón, preparándose para un momento tan grande; san José rezaría a la manera en la que lo vimos orar en los Evangelios: sin muchas palabras, sin hacer ruido.
Como el Evangelio no nos dejó palabras de san José, no sabemos cómo habrá sido su oración en ese momento. No sé lo que él le diría a Jesús… pero, si yo fuera él, se me ocurren cuatro breves oraciones con las que creo que José estaría plenamente de acuerdo.
Porque, mirando el pesebre, puedo repetir estas frases a Jesús… y sé que José me entiende. Con él, podemos hacer una oración sencilla e íntima, descubriendo cómo Dios nos responde.
Quisiera darte más, Jesús
«¿No es este el hijo del carpintero?», se preguntaría la gente décadas después, cuando vieran a Jesús predicar. Las personas recordaban a José y lo recordaban por su profesión. Debía de ser muy bueno en ella.
Tal vez por eso, imagino que a José le hubiera gustado poder hacerle, al menos, una cunita decente a Jesús. ¡Bueno! Ante esa imposibilidad, le hubiera gustado poder darle, al menos, un rinconcito decente en el cual nacer.
Dios nacía… y José solo podía golpear puertas y caminar, mirando de izquierda a derecha, procurando encontrar algún sitio decente para su Esposa. Luego, procurando encontrar cualquier sitio.
Dios nacía… y José no tenía nada para darle. Su corazón se estrujaba, sufriendo porque no podía darle algo mejor. Mejor dicho: no podía darle nada.
«¿Qué tengo, qué quieres, Señor?», podemos preguntarnos frente al pesebre, con la convicción de que muy probablemente esas palabras también cruzaron la oración serena de José.
¿A qué altura de la noche descubriría José que su compañía era todo lo que la Virgen necesitaba y el Niño pedía? También nosotros, si pudiéramos dar a Dios algo pequeño, infimo y, a la vez, lo mejor que podríamos tener… confirmaríamos que nuestra propia vida es «todo», aunque parezca «poco».
Tengo miedo
¿Acaso algo escaparía de las manos de Dios, cuando es su plan…? ¿Acaso algo escaparía de sus manos, algo saldría mal, cuando es su hora…? Claro que no. Y lo sabemos ahora, mirando en retrospectiva y comprendiendo cómo suenan los pasos de Dios cuando entra en escena, en esos tiempos en los que todo parece perdido pero en realidad son preludio de los milagros y las maravillas.
En Navidad, nace un Niño en medio de la pobreza, en medio de amenazas, en medio del frío y en medio de la nada… ¿se estremecerá el Cielo al ver cómo tratan a Dios? Tal vez, pero, aunque se estremezca, no se tambalea.
José habría aprendido esto: a aceptar y admitir su miedo, humano, natural, pero comprendiendo que todo está cronometrado y dispuesto para el bien.
«Tengo miedo», podría pensar José. Podemos pensar nosotros. Pero él estaba junto a Dios. Y nosotros también.
¿Puedo estar alegre, cuando siento tristeza?
¿Alguna vez has experimentado la ansiedad que te arranca lágrimas? ¿El miedo que sobrecoge y, como no hay aparentes soluciones aparentes, quiere hacernos llorar? O, tal vez, al menos una desazón callada, cuando las cosas no se alinean con nuestras expectativas
Hay una tristeza que aparece cuando las cosas no salen como esperábamos y no nos deja disfrutar de cómo es la realidad, aunque esta se presente buena o muy buena.
Tal vez al comienzo José experimentó esa angustia, esa mezcla de tristeza con ansiedad, mientras todas sus opciones iba tachando y mientras avanzaba y se daba cuenta de que no llegaban a ningún lado, solo a puertas cerradas. De seguro esta tristeza luego se articuló en una pregunta que sonaría como: «Señor, Tú vienes… y nadie te quiere».
Pero de seguro habrá procurado comerse esas lágrimas, sin permitir que brillen, para no entristecer a María. Y, al pensar en Ella… creo que José aprendió cómo se puede ser feliz, incluso cuando el corazón está un poco empañado por el dolor.
Nosotros aprendemos, con él, lo mismo: en el frío, la soledad, el abandono… se tenían el uno al otro. José tenía a María, tenía a Jesús. En nuestras contradicciones, podemos aprender lo que José descubrió: mirar al Niño, poner la mirada en la Voluntad de Dios, nos ayuda a alinear nuestras intenciones con las suyas.
En medio del dolor, se puede encontrar la felicidad, cuando procuramos que en medio de los contratiempos y contrariedades encontremos a Dios y su querer.
Me has dado más de lo que esperaba
En una pequeña gruta, san José toma en brazos al Niño. Le canta las canciones que aprendió de pequeño, aunque de repente se inventa las letras, porque ha pasado tanto tiempo y ya no recuerda cómo riman… pero Jesús sonríe, Dios sonríe y se duerme en los brazos de un hombre sencillo.
Procurando no despertarlo, José se atreve a besar los ojos de Dios, que se cierran tranquilos, abandonados al cuidado de un hombre bueno.
José descubre esa noche – y nosotros igual – que puede besar a Dios, mirarle a los ojos… y Él le devuelve el beso, le devuelve la mirada, le devuelve el abrazo.
Dios nos devuelve el abrazo, cuando le extendemos los brazos vacíos… llena ese hueco que el desprendimiento marca y llena nuestros espacios dándose Él mismo.
¡Es más, mucho más de lo que podemos esperar! Y, sin embargo, es el anticipo de la eternidad, el pregusto del Cielo, la firma divina que jura un «para siempre», haciendo que todo lo demás sea verdaderamente «una mala noche en una mala posada»… o una maravillosa noche en una gruta tosca, porque no había otra posada.
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