Estamos comenzando este rato de oración en el que queremos hablar de tú a tú con Jesús, como un amigo. Porque eso es el Señor, es alguien que nos quiere, que nos comprende, que está muy cerca de nosotros.
En el evangelio de hoy vemos una muestra de esa cercanía. Dos de sus apóstoles, dos de sus amigos más cercanos, Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo (a quien también Jesús les dice que son los hijos del trueno, por su carácter, por su personalidad), se acercan a Jesús y le piden algo que es inaudito.
De hecho, todos los demás después se enojan con ellos, porque cómo es posible que alguien se atreve a pedir tanto. Pero claro, ellos son amigos de Jesús. Se atreven a hablar con Él, hablar con Jesús de un modo muy cercano, muy próximo, porque son amigos.
Y los amigos no andan pensando en qué es lo que van a decirle a su amigo, qué es lo que está en su cabeza, que es lo que puede pasar… Llegan y dicen las cosas, porque tienen esa confianza como tú y yo queremos tener esa confianza con el Señor.
Y así, se acercan estos dos discípulos, Santiago y Juan, y le dicen a Jesús, primero parten con una expresión muy directa:
“-Queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.”
(Mc 10, 35)
Y como cualquier persona, el Señor les pregunta:
“- ¿Qué quieren?”
(cfr. Mc 10, 36),
antes de decirle si se lo puedo conceder o no. Y ellos le dicen:
A veces pedimos certezas para vivir en paz. Pero el Señor nos promete algo más grande, la felicidad, en un camino difícil, pero el mejor que podemos vivir.
(Mc 10, 37).
Porque quieren estar cerca de su amigo Jesús, quieren hablar con Él cercanamente y por eso quieren estar cerca de Él. Quieren que el Señor esté junto a ellos. “Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda…”
EL SEÑOR NOS DA SEGURIDAD
Pero no sólo eso, y aquí yo creo que al menos yo me siento identificado con esta petición de Santiago y de Juan. Ellos quieren seguridades, ¿no? Señor, queremos saber qué es lo que va a pasar, cómo vamos a terminar; queremos asegurarnos amarrar de que vamos a estar al lado tuyo en el Reino… Quiero ir por el mundo sabiendo qué es lo que me va a pasar.
Hace un tiempo vi, quizá tú también has visto esta película, el “Gran pez”. Es una película que a mí me gusta mucho. En esa película, el protagonista cuando es chico, cuando es adolescente se entera de cómo va a morir, mirando por el ojo de una mujer que dicen que es una bruja.
Entonces, él mira por el ojo de la bruja y ve cómo va a ser su muerte. No aparece al principio de la película, pero el ve y tiene la seguridad de cómo va a morir; y por eso, va por el mundo con mucha seguridad, porque sabe cómo va a morir.
No hay ningún peligro que lo asuste, porque sabe que esos peligros no le van a hacer ningún daño, no lo van a matar; él sabe cómo va a morir. Está seguro.
Tú y yo también queremos estar seguros, como éste. Queremos que los peligros no nos den miedo, porque sabemos que no nos van a hacer daño. Pero eso nadie nos lo va a dar, nadie nos va a decir cómo vamos a morir, cómo va a terminar nuestra vida.
El Señor no nos da ese tipo de seguridades, nos da otro tipo de seguridades, nunca nos deja una incertidumbre total. El Señor nos ha prometido su compañía:
“Yo voy a estar con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos.” (Mt 28, 20),
nos dice en el evangelio.
EL SEÑOR ESTA CON NOSOTROS
“Yo voy a estar siempre con ustedes, no teman. Yo voy a estar ahí, yo te voy a acompañar…” También nos ha prometido la compañía del Espíritu Santo:
“(…) y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que este con vosotros siempre…” (cfr. Jn 14, 16),
otro consolador que será el que interceda por ustedes, el que los acompañe.
Lo promete y está es la seguridad que tenemos: que llegaremos al cielo si queremos. Ahí está la clave, si queremos, si tú y yo queremos, podremos llegar al cielo, porque tenemos todos los medios a nuestra disposición.
Tenemos la compañía del Señor que se ha quedado presente realmente en la Eucaristía. Nos ha dejado también ese sacramento maravilloso de la confesión, en el que podemos recuperar la gracia cada vez que la perdemos y que podemos hacer aumentar nuestra gracia también, cuando no la hemos perdido del todo, pero que nos ayuda a fortalecernos para seguir en la lucha.
Nos ha dejado también al Espíritu Santo, esa gracia divina a la cual podemos acudir siempre que queramos, en la oración, en cada una de esas cosas que podemos ir haciendo durante el día.
Tenemos la seguridad de que podemos llegar al cielo si queremos y aprovechamos bien todos esos medios que el Señor nos ha dejado.
Eso le pregunta a Santiago y a Juan:
“- ¿Están dispuestos a beber el cáliz que yo beberé?” Están dispuestos a no tener certezas, a ir por el mundo asumiendo los peligros como vienen, sabiendo que van a triunfar, pero sin saber cómo.”
(cfr. Mc 10, 38).
Ahí está la promesa del Señor, sabiendo que van a triunfar, aunque con ciertas incertidumbres.
ACEPTAR LA VOLUNTAD DEL SEÑOR
No sabes cómo va a terminar tu día. El ojo de la bruja del gran pez donde podemos ver cómo va a terminar nuestra vida, no lo tenemos. Aunque no sabemos, pero sí sabemos que todo lo que resulte será lo mejor para nosotros, porque es lo que Dios quiere, lo que Dios permite.
Esto es lo que nos promete el Señor, la mayor certeza que podemos tener. Que Él nos acompaña, pero que hará las cosas como Él ve que es mejor. Al final, es siempre lo mejor para nosotros, aunque no coincida con nuestros planes.
¡Anímate a dejar las cosas en las manos del Señor! Anímate a aceptar esas incertidumbres, no le exijas que haga las cosas como tú quieres, porque eso es soberbia, pura soberbia. Eso es meterse en uno mismo y decir: -Yo sé lo que más me conviene. Yo sé todo, yo conozco todo y el Señor no sabe nada.
Querer que todo salga como uno quiere es pensar que nosotros sabemos más que Dios y eso no es así. Dios sabe más, aunque nos duela, aunque nos cueste, porque, a veces, cuesta muchos aceptar esto. Incluso a Jesús le costó.
“Señor, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”
(Lc 22, 41).
Jesús quería una cosa. El, con su voluntad humana quería que pasara ese cáliz, pero pudo decir: “Señor, que no se haga mi voluntad, sino la tuya…”.
Esas son palabras que cuesta decirlas, pero que vale la pena: “Señor, que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Quiero dejar esas incertidumbres en tus manos, quiero dejar todo lo que pueda pasar en tus manos, no quiero que se haga mi voluntad, sino la tuya. Quiero dejar todas mis cosas en tus manos, Señor.”
CÓMO NOS VE EL SEÑOR
Ahora, en este rato de oración con Jesús y en el que estamos hablando con Él, puedes hablar con Él sobre esas cosas que te está pidiendo el Señor o esas cosas que tú le estás pidiendo al Señor con un poco de soberbia.
Qué pase esta prueba, qué pase esta enfermedad, que me vaya bien en esto… que resulten las cosas como yo quiero, que mi criterio prevalezca. Al final, pensar en esas cosas en la que yo creo que tengo la solución y que no quiero dejar que las cosas se hagan de otra manera. Que no quiero aceptar la voluntad de Dios.
Todos tenemos algo ahí metido, todos tenemos algo en el fondo de nuestro corazón, que en el cual uno dice: Yo sé más que Dios. Entonces, le puedes decir al Señor:
“Señor, ayúdame a aceptar que no se haga mi voluntad, sino la Tuya. Que Tú tienes mejores planes para mí, que yo sé que Tú vas a lograr sacar cosas buenas hasta de lo malo, hasta de lo que parece más malo.
Señor, ayúdame a aceptar que Tu no nos concedes estas cosas que nosotros creemos que son buenas, porque tienes planes mucho mejores para nosotros.”
Vamos a beber el cáliz que el Señor va a beber. Ayúdame, Señor, a aceptar eso que le dijiste a Santiago y a Juan. Es verdad, a veces, es un cáliz difícil, pero un cáliz que vale la pena.
Un cáliz que nos va a llevar a la felicidad verdadera, no la que planificamos, sino la verdadera felicidad. La felicidad plena, la que nos realiza totalmente. El Señor sabe más.
El Señor nos ve, no con una mirada actual, sino nos ve en el futuro, nos ve proyectados, nos ve santos.
Hay una psicóloga italiana que decía que la mirada de una madre es la mirada de la posibilidad; la mirada que ve, no en el presente, sino en el futuro. Y esa es la misma mirada de Dios, la mirada que no nos ve como somos ahora, sino que ve, en cada uno de nosotros, santos en potencia.
Le pedimos a la Virgen que nos ayude como ella, a aceptar siempre, siempre y en todo, la voluntad de Dios.
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