Celebramos hoy la fiesta de uno de los apóstoles, se llama Bartolomé o también, Natanael que fue uno de los apóstoles.
Tenía un muy buen amigo que se llamaba Felipe, del que nos habla hoy el Evangelio. Dice:
“Felipe encontró a Natanael y le dijo: ‘Hemos hallado a aquel de quien se habla en la Ley de Moisés y los Profetas: es Jesús, el hijo de José de Nazaret’.
Natanael le preguntó: ‘¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?’ Y Felipe le dijo: ‘Ven y verás’”.
Lo llevó donde estaba Jesús y cuando Jesús lo ve le dice:
“‘Este es un verdadero israelita, un hombre sin doblez’. ‘¿De dónde me conoces?’ le preguntó Natanael. Jesús le respondió: ‘Yo te vi antes de que Felipe te llamara cuando estabas debajo de la higuera’”.
Y ahí responde una cosa sorprendente Bartolomé, que se ve que era un hombre de buen corazón:
“Maestro, Tú eres el Hijo de Dios, el Rey de Israel”
(Jn 1, 44-49).
¡Impresionante!
UN HOMBRE DURO
Este pasaje, que lo hemos comentado muchas veces, pensaba que podría ser interesante ver desde el punto de vista de los amigos y de Jesús. Cómo Felipe trata a Natanael, a san Bartolomé.
Le intenta llevar a Jesús y se ve que Natanael es un poco cabeza dura o es una persona que está acostumbrada a decir directamente lo que piensa. Le dice:
“¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?”
Como echándole para abajo y cuando Jesús le ve, sabe que es un hombre también duro, que puede decir cosas que son ofensivas, pero a la vez que tiene un buen corazón y que le conoce realmente a fondo. Por eso le dice:
“He aquí un verdadero israelita en donde no hay doblez ni engaño”;
O sea, que dice las cosas directamente.
LO MISMO DE SIEMPRE
Yo estaba pensando que, a veces, en nuestra vida puede suceder que conocemos a gente que tiene defectos y esos defectos nos cuesta tratarles o nos cuesta pasarlos por alto, cuando en realidad deberíamos aprovechar las partes buenas que tienen, porque todo defecto, normalmente, tiene una cosa positiva.
Jesús sabe darle la vuelta a Natanael y le compra el corazón. Felipe sabe darle la vuelta a Natanael y le lleva a donde está Jesús.
A veces, Señor, perdón porque nos enfrascamos tanto en nuestras problemáticas que nos olvidamos de que siempre tienen unas cosas positivas, los defectos de los demás; las cosas a veces que nos hacen pasar mal.
En las famosas “Cartas del diablo a su sobrino”, C.S. Lewis, el viejo tío Escrutopo, así se llama el diablo que le da consejos a su joven sobrino Orugario, sobre cómo tentar a los hombres con eficacia.
Uno de ellos es hacerlos caer en la tentación, que denomina ahí:
“lo mismo de siempre”.
ESCRUTOPO
Efectivamente, si en el hogar hubiere alguien que siempre hiciese ruido al tomar la sopa o que siempre se olvida las llaves fuera de lugar o que siempre se olvida de apagar la luz antes de salir de una habitación o que siempre utiliza mal el tubo de la pasta dental…
Aunque no se traten de faltas mayores, digamos acreedoras a la pena de muerte o a un divorcio, pero Escrutopo recomendaba a Orugario (el diablo grande al diablo chico) aproximarse al oído de la víctima y susurrarle con tono desesperanzador e impaciente: “Lo mismo de siempre”.
Sólo estas palabras: “Lo mismo de siempre”. Esa tentación que según Escrutopo y los demonios veteranos es de eficacia garantizada para desencadenar en una casa (él decía) la tercera guerra mundial.
Esto que está en el tercer capítulo de las “Cartas del diablo a su sobrino”, creo que nos explica muy bien cómo el diablo consigue, a veces, sembrar esa desconfianza en nuestros corazones.
“Lo mismo de siempre” … esas palabras deberíamos extirparlas de nuestro vocabulario. Eso no es lo que le dice Felipe a Natanael: “Lo mismo de siempre; tan cargoso como siempre”.
O no es lo que le dice Jesús a Natanael tampoco. Le dice cosas que le dan la vuelta, que lo convencen. Porque esa es la manera de tratar; esa es la manera cristiana de hacer que una persona rectifique.
AMAR A LOS DEMÁS
Porque si nos vamos por el otro lado: “Las humillaciones de siempre”, constituyen un ámbito concreto de nuestra existencia en el que debemos aprender a ser humildes.
Porque no pocas veces los defectos de los demás, defectos que son a veces temperamentales, a veces son hasta ajenos, exabruptos, desaires, indiferencia… no constituyen un problema si se trata de la primera humillación o vez que lo sufrimos.
Pero es distinto cuando es la número veinte mil y además sin esperanza alguna de reforma.
Lo que es válido, no sólo con el prójimo inmediato (esposa, hijos, marido, hermanos, compañeros de oficina…), sino que también respecto al barrio repleto de gente que siempre es incivilizada.
O a una ciudad en la que los ciudadanos siempre rinden culto a la mugre o al propio país en el que siempre brilla la corrupción o donde falta la seriedad o donde hay tanta violencia.
Si es un tópico decir que se debe querer a los demás con sus defectos, a este tópico le tenemos que hacer una aclaración: amar los defectos del otro implica conocerlos profundamente.
O sea, experimentarlos en carne propia, sufriendo a veces durante años en plenitud hasta el hastío de sentirlos como una gotera molesta o un teléfono al que llaman y nadie atiende o un vecindario que, mientras se duerme, una alarma se activa sin que nadie la apague.
PACIENCIA
Cuando los defectos de los demás te comiencen a generar hartazgo, estás harto completamente, te sugiero que en vez de gritar: ¡basta, me voy de casa, ya no puedo soportar más! Vivas más bien la paciencia con amor y fidelidad.
Porque si estamos cansados de las humillaciones que nos inflige nuestro prójimo, no llegó la hora de abandonar la lucha, sino de ser fieles con un amor más paciente y reflexivo.
Ahí está todo, es responder como responde Jesús y como responde Felipe a ese Natanael; un Natanael que parece que pincha, parece que las cosas son desagradables con él y, sin embargo, le saben dar la vuelta.
“Jesús, gracias por enseñarnos a tener esa paciencia con los demás, a aprender a ver las cosas positivas de los que están a nuestro alrededor.
Que no nos distraigamos Señor, en cambio, en centrarnos en las cosas negativas. Ayúdanos a tener esa fortaleza de la mente”.
UN VASO DE AGUA
Porque cuando uno está cargando una cosa chiquitita, pero la carga mucho tiempo, como ese ejemplo de cuánto pesa un vaso de agua.
Un vaso de agua no pesa mucho, pero si lo tienes una hora, dos horas, cuatro horas… y no apoyas el vaso y si sigue extendiéndose el tiempo, ocho horas, doce horas…. ese vaso pesa infinito.
Lo mismo cuando le estamos dando vueltas en la cabeza a los problemas una y otra vez, hacemos que esos problemas se vuelvan cada vez más pesados, casi infinitos.
Cuando aceptamos del demonio esa tentación de decir: “Es que siempre es así”; “Es que nunca ayudas” … Cuando llevamos a la maximización de ese sufrimiento, hacemos que la cabeza le otorgue cada vez un peso peor y no salimos adelante.
Qué diferencia el trato con Cristo que nos lleva a pasar por alto las cosas que no compensan. A ser más caritativos; a aceptar esas cosas que sabemos no podemos cambiar pero que sabemos también que puede tener alguna ventaja.
“He aquí un verdadero israelita”.
He aquí una persona que se ha quedado conmigo todos estos años; he aquí una persona que, aunque yo también tengo mal carácter, también me ha soportado; he aquí una persona que ha estado junto a mí.
Vamos a pedirle a nuestra Madre que nos ayude a cambiar esos momentos tristes por momentos de ofrecimiento a Dios, para que ofrezcamos esas cosas que nos cuestan, no les demos tanta vuelta para que no se vuelvan tan pesadas y, sobre todo, sean una nueva oportunidad de acercarnos más a Jesús siguiendo sus enseñanzas.
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