«Entró en Cafarnaún. Había allí un centurión que tenía un siervo enfermo, a punto de morir, a quien estimaba mucho. Habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su siervo.
Ellos, al llegar donde Jesús, le rogaban encarecidamente diciendo: —Merece que hagas esto, porque aprecia a nuestro pueblo y él mismo nos ha construido la sinagoga.
Jesús, pues, se puso en camino con ellos. Y no estaba ya lejos de la casa cuando el centurión le envió unos amigos para decirle:
—Señor, no te tomes esa molestia, porque no soy digno de que entres en mi casa, por eso ni siquiera yo mismo me he considerado digno de ir a tu encuentro. Pero dilo de palabra y mi criado quedará sano. Pues también yo soy un hombre sometido a disciplina y tengo soldados a mis órdenes.
Le digo a uno: «Vete» y va; y a otro: «Ven» y viene; y a mi siervo: «Haz esto» y lo hace.
Al oír esto, Jesús se admiró de él y volviéndose a la multitud que le seguía, dijo: —Les digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande.
Y cuando volvieron a casa, los enviados encontraron sano al siervo»
(Lc 7, 1-10).
Es una escena poderosa y las palabras de Jesús son sorprendentes, tus palabras, Señor:
“Les digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande”.
No había encontrado esta fe tan grande… Si dice que no la ha encontrado es porque la andaba buscando.
LA FE ES CLAVE
Buscabas esta fe Jesús… Buscabas y no encontrabas o la encontrabas escuálida, débil, raquítica… y eso no era lo que buscabas…
“Para Jesús, la fe es la clave, es la piedra de toque. Los milagros no son simples actos de poder sobrehumano, sino de un poder que sale al encuentro con la fe”
(Conocer a Jesucristo, Frank J. Sheed).
Buscaba fe y se la encontraba débil, tenía que robustecerla.
Podemos decirle como aquel otro personaje del Evangelio:
«Creo, Señor, pero ayuda a mi incredulidad»
(Mc 9, 24).
Rebustece mi fe”.
Jesús buscaba esta fe en todos, pero creo que especialmente en los que debían ser “ejemplo” o “referente”: en los fariseos y escribas, en los miembros del Sanedrín. Pero resulta que se encuentra casi lo contrario… ¡Que fiasco!
Lo que se encuentra es una especie de “postureo religioso”. Prácticas vacías… En esos corazones no hay fe porque sobra soberbia.
Como la soberbia del fariseo que ha ido a rezar al templo y se cree mejor que aquel pobre publicano que ni siquiera levanta la mirada.
¿Y SI EL PROBLEMA ES QUE ME FALTA FE A MÍ?
A propósito de esto me acordaba de que uno contaba:
“En la universidad, el profesor de la academia de matemáticas nos hizo el favor de darnos una clase adicional y sin coste para aquellos que tuvieran especiales dificultades cara al examen.
Sorprendentemente, muchos no acudieron. Quizá no querían presentarse ante los demás como quien necesita ayuda.
El profesor estaba defraudado, pero se puso a repasar ejercicios con normalidad. Al terminar, cuando le comentaron la poca gente que había ido, hizo un comentario que no se me ha olvidado:
«En sus vidas, algunas asignaturas las aprobarán y otras las suspenderán, pero hay una asignatura que la suspendemos todos: la de la autocrítica».
Parece que llevamos insertado un raro piloto automático que, en caso de problemas, detecta rápidamente alguien de fuera a quien echarle la culpa: Te va mal en los exámenes, culpa del profesor que no sabe enseñar. Tu padre tiene una enfermedad persistente, culpa de los médicos que no le atienden bien. Problemas en casa, siempre culpa de alguien más (…).
Tu trabajo no se te está dando bien, por supuesto, culpa del jefe. Y todo lo demás, culpa de los políticos”
(Octubre 2022, con Él, José Luis Retegui).
¿Y si el problema es que me falta fe a mí? ¿Y si la cuestión se reduce a que no sé rezar? ¿Si resulta que el problema no son los demás que no entienden o que no se dan cuenta o que no saben o que son unos ingenuos… y simplemente el de la culpa soy yo, que soy demasiado enredado y soberbio…?
JESÚS SIGUE BUSCANDO FE
Jesús sigue buscando fe
-Una fe viva y operativa que nace y crece en la intimidad de la oración. Que lo vea Él y nos volteamos a ver y nos damos cuenta de donde estamos parados y qué es lo que yo necesito y cómo lo puedo recibir de sus manos.
-La fe de la oración que pide:
«le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su siervo».
-La fe humilde que nace de la oración:
—Señor, no te tomes esa molestia, porque no soy digno de que entres en mi casa, por eso ni siquiera yo mismo me he considerado digno de ir a tu encuentro.
El centurión era el encargado de mantener el orden en ese lugar y, por tanto, de reprimir por la fuerza cualquier intento de rebelión o desobediencia a los mandatos del Imperio. O sea, era un hombre fuerte, acostumbrado a mandar, a controlar, a dominar… Y resulta que pide que Jesús haga un milagro para curar a su criado porque lo estimaba mucho.
A un jefe del ejército sus soldados le tratan con la máxima obediencia y respeto, debían cuadrarse ante él y no mostrar ninguna señal de que “somos amigotes” o cualquier exceso de confianza.
Si esa era la relación con los soldados, muchísima más distancia había entre el jefe y un criado, que era visto normalmente como un simple elemento al servicio del amo; un esclavo.
Pero este jefe no es como el resto, tiene un corazón grande y sabe que a los criados se les debe amar.
Seguro que le pedía las cosas por favor, se preocupaba por su familia, no le sobrecargaba de trabajo, ni le pedía cosas que podía hacer él mismo perfectamente.
Tal vez actuando así el centurión perdió a un criado, pero ganó un amigo. Y después de tanto trato y amistad, cuando supo de su enfermedad la sintió como si se tratara de la de un hijo.
Se ve que era una persona de una gran calidad humana, pero lo que Jesús alaba es su fe:
«Les digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande».
Fe en que Jesús podía y quería curar a su criado, sin necesidad de desplazarse a su casa.
A JESÚS LE GUSTAN LAS ORACIONES HUMILDES
A Jesús le gustan las oraciones humildes y confiadas, sin exigencias.
Como cabeza de centuria, este hombre podría haber ordenado un milagro diciendo: “He hecho muchas cosas buenas por los tuyos y tú has hecho muchos milagros, así que ven rápido y cúralo”, o incluso amenazarle con tomar represalias si no se hacía lo que él quería.
Pero al contrario, el hombre con más poder de Cafarnaúm se muestra ante Jesús pobre y necesitado. Jesús es más importante. Delante de Jesús él no es nada: un simple hombre incapaz de curar a su querido criado.
No estaría mal pedir a este santo centurión (porque seguro que ahora estará en el Cielo junto a Jesús y junto a su criado) que nos enseñe a tratar a Jesús humildemente y con la misma delicadeza.
Cuántas veces te decimos, Jesús, que no hay derecho, que con lo que rezo, las cosas me deberían ir mejor que a quienes no ponen un pie en la iglesia. Te exigimos acudir rápido a nuestra casa para darnos lo que queremos aquí y ahora.
Aunque, gracias a Dios, cuando llega el momento de la verdad, en vez de quejarme, me presento ante Ti con confianza y sin una pizca de exigencia.
Porque gracias a la liturgia de la Iglesia, la última frase que escuchas de mis labios antes de recibirte en la comunión, son las mismas palabras preciosas que tanto te agradó escuchar de aquel centurión humilde y bueno:
«Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme»
(Septiembre 2021, con Él, José Luis Retegui García).
Pues así te quiero rezar yo y así le pido a tu Madre que me enseñe a rezar, porque ella tenía también una fe humilde.
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