Estamos acompañando a Jesús en el camino de la Cruz: el vía Crucis…
Mientras lo acompañas míralo, yo lo miro… Tal vez, al mirarlo, acuden a tu pensamiento aquellas palabras que el mismo Jesús pronunció:
Quien me ve a mí ha visto al Padre
(Jn 14, 9).
DIOS MOSTRÓ SU ROSTRO AL HOMBRE
(Rostro de Jesús por Raúl Berzosa)
“Y se estremece el corazón al pensar que, cuando Dios mostró su rostro al hombre, el hombre le escupió en la cara. El que no honra al Hijo no honra al Padre. Los salivazos que recibió Jesús venían de más lejos y apuntaban más lejos. (…) Se acerca la Semana Santa [mañana mismo comienza. Pues en esta semana] quisiera ser la Verónica. Y, mi vida, el paño que enjugue los ultrajes vertidos en el rostro de Dios” (Evangelio 2024).
Porque qué mal le sientan a nuestro corazón esos escupitajos en el rostro de Jesús; qué mal le sientan al rostro de Jesús nuestros pecados que, como salivazos, lo ensucian; qué dolor le producen al corazón de Jesús las flemas de la bajeza humana… ¡Cómo desfiguran su rostro esos dolores!
En más de una ocasión me ha comentado alguien, después de llorar mucho por dolor y tristeza: “No quiero que me vean, estoy deforme”… A mí se me encoge el corazón al escuchar eso…
Y se me encoje más al pensar que Tú, Jesús, estás deforme por culpa mía, por mis culpas…
SEXTA ESTACIÓN. UNA PIADOSA MUJER ENJUGA EL ROSTRO DE JESÚS
Dice san Josemaría en esta estación del Vía Crucis:
“El rostro bienamado de Jesús, que había sonreído a los niños y se transfiguró de gloria en el Tabor, está ahora como oculto por el dolor. Pero este dolor es nuestra purificación; ese sudor y esa sangre que empañan y desdibujan sus facciones, nuestra limpieza”.
Y tú y yo le decimos con él: “Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias… Entonces, sólo entonces, por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti” (San Josemaría).
El rostro de Jesús está deforme porque refleja nuestra deformidad. La de nuestras miserias. Al ensuciarse él nos limpia a nosotros. Qué ganas dan de limpiarlo a Él a base de limpiarnos nosotros con la penitencia.
Eso es lo que significa el gesto de la Verónica.
Te relato la escena con palabras de un poeta:
“Salió al paso de Cristo una mujer
como una exhalación con un paño blanco
el cortejo se detuvo y el tiempo quedó suspendido
su gesto tomó a los astros por sorpresa absoluta
en un instante de eternidad ella se arrodilló
permitidme que limpie el rostro de mi Señor
Jesús aplicó el sudario a su rostro en sangre
y musitando gracias se lo devolvió
ese gracias pertenecía aún a la eternidad
tan solo cuando la mujer alzó un cáliz hacia Jesús
el tiempo ante esa señal retornó a su curso
los astros y el cortejo retornaron a su movimiento
los soldados volcaron el cáliz y los fariseos
permitidnos que ensuciemos el rostro de nuestro Señor
ya no quedaba en ese rostro mucho que ensuciar
la mujer llegó a su casa extendió el sudario
y cayó fulminada ante el rostro de su Señor
el tiempo volvió a detenerse ella besó el rostro de la eternidad
los cabellos de la eternidad la frente los ojos abiertos
nadie sabe cómo se llamaba ella en el tiempo pero
Verónica será su nombre por la eternidad” (Libro de la Pasión, José Miguel Ibañez Langlois).
VERÓNICA
Aquella mujer hizo, en un instante, lo que tú y yo aspiramos a hacer en el transcurso de toda una vida. ¡Qué envidia!
Y así, llegado el momento, entró en el Cielo. A contemplar el rostro glorioso de aquel que había estado oculto entre la suciedad de nuestros pecados. ¡Y cómo le sonrió ese rostro! Una vez más cayó fulminada ante ti Jesús, y el alma se le hizo un cielo cuando la llamaste: ¡Verónica!
Pensando en esto, me acordé de las palabras que pone un autor en boca de la Verónica como si se dirigiera a ti y a mi desde la eternidad.
RELATOS A LA SOMBRA DE LA CRUZ
Te leo:
“Aquí todos me llaman Verónica. En la tierra tenía otro nombre que ya no recuerdo, y muchos historiadores dicen que no he existido, que soy solo una piadosa leyenda. ¡Si supieran cuántas «leyendas piadosas» son más reales que las historias que ellos relatan!
Sí, es verdad que cuando me vine al Cielo dejé en la tierra un lienzo blanco con el rostro de Cristo impreso.
Unos dicen que ahora está en la Basílica de San Pedro, otros que en el Monasterio de la Santa Faz, en Alicante, en la Catedral de Jaén o en la Basílica del Sacré Coeur, de París.
Yo podría aclarar la cuestión, pero es mejor dejarlo así. El verdadero icono, el «vero icono» (de ahí procede el nombre de «Verónica» que me pusieron) está en el corazón de cada uno de los que creen en Él.
Pero vale la pena que os cuente mi historia.
Nunca había visto a Jesús de cerca hasta que entró en Jerusalén montado en un borrico. Mis primos me avisaron de que llegaba, y me dijeron que era el Cristo, el heredero del trono de David. Yo, que ya tenía catorce años y acababa de celebrar mi matrimonio dos días antes, salí corriendo a la calle con uno de los ramos de flores que todavía quedaban en casa, para entregárselo al Señor. Eran unas flores preciosas: rojas, blancas, amarillas, violeta…
Estuve muy cerca de Jesús, pero no pude darle el ramo. Para cuando llegué, ya los niños me habían arrancado una a una todas las flores y las habían arrojado al camino o sobre el borrico. Yo quería llorar porque había perdido mi regalo, pero entonces Jesús me miró, tomó con la mano derecha una flor que había caído sobre las crines del burro y, sin dejar de sonreírme, la besó.
Volví a casa corriendo y cantando. Le dije a mi esposo que teníamos que volver juntos para que el Mesías bendijese nuestro matrimonio y así lo hicimos, pero ya no pudimos encontrarlo. El Señor parecía haberse esfumado.
Volvimos a verlo unos días más tarde. Tenía el rostro desfigurado y todo su cuerpo era una llaga. Llevaba sobre los hombros el madero transversal de una cruz enorme. Un soldado romano le azotaba en las piernas mientras le gritaba que caminase más deprisa.
Mi esposo no pudo contenerse y agarró al soldado por el brazo. Este lo rechazó de un empujón y yo aproveché ese momento para acercarme a Jesús.
Vi su cara malherida, empapada en sudor, lágrimas y sangre. Yo llevaba conmigo un lienzo blanco que me habían regalado el día de mi boda. ¿Qué iba a hacer? Con el mayor cuidado que pude, limpié el rostro del Señor. La caravana se había detenido. Jesús volvió a mirarme. Un segundo después, alguien me empujó para que me apartara y me encontré de nuevo llorando en los brazos de mi esposo.
Al caer la tarde supe que Jesús de Nazaret había muerto. Solo entonces tomé de nuevo el lienzo. No tenía intención de lavarlo, pero tampoco sabía qué hacer con él. Lo desplegué y allí estaba, nítido y claro, el rostro bellísimo del Señor.
Se lo mostré a mi marido: –Es el mejor regalo de boda que nos han hecho –me dijo.
Desde aquel día fuimos discípulos del Maestro. Ahora, en el Cielo, también él me llama Verónica”
(Relatos a la sombra de la Cruz, Enrique Monasterio).
Relato ingenioso y que nos puede servir y es que nosotros también tenemos que pensar que después de la Cruz vendrá la Resurrección.
Déjate llevar estos días de manos de la Verónica para acompañarle de cerca y consolarle, déjate llevar de manos de santa María Nuestra Madre para poder estar al pie de la Cruz y luego ya después estaremos en el gozo de la Resurrección.
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