Un día Jesús entró en el Templo de Jerusalén para rezar y se llevó una desagradable sorpresa dice San Juan que encontró a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. En medio de aquel Templo tan maravilloso, porque era la casa de Dios, habían puesto mesas y tenderetes como si fuera el mercado popular.
Supongo que habrás ido alguna vez a algún mercado popular. Allí hay de todo: ropa, sandalias, cinturones, camisas demasiado baratas, sombreros de paja con lazos enormes, animales, comida, plantas medicinales, frutas y un sin número de objetos que no sabríamos, ni siquiera, clasificar con exactitud.
Además, se repetiría ese mismo ambiente, habría en el Templo cuando Jesús entró: gritos, voces, movimiento, risas. Así, era imposible rezar. Todo el mundo estaba pendiente de mil cosas, menos de Dios. Supongo que recordarás lo que hizo Jesús viendo todo aquello, sigue San Juan contándolo: con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y les dijo a los que vendían palomas: “Quiten esto de aquí, no hagan de la casa de mi Padre un mercado”.
En pocas palabras, hizo una limpieza general. No sé si alguna vez has pensado pero nuestras almas son templos de Dios, lo dice el mismísimo San Pablo. Y dentro, a veces puede ocurrir lo mismo que en el Templo de Jerusalén: se van acumulando cosas que no deberían estar allí, como perezas, malos hábitos, pecados de desobediencia, mentiras, rencores, envidias, frivolidad, sensualidad.
Si de vez en cuando no se hiciera una limpieza general en los cuartos, la porquería al final nos come. Recuerdo un día que intenté entrar en el cuarto de un residente de la Residencia Universitaria donde vivía, y no pude abrir ni siquiera la puerta de la cantidad de cosas que había por el suelo. El armario lo tenía muy ordenado, porque estaba vacío. Las personas que no se confiesan son como esas habitaciones donde no se barre ni se ordena nunca, nada. Un lugar así, cada vez tiene más polvo, no menos. La confesión ayuda mucho a poner orden en nuestra alma y en nuestra vida.
Después de que Jesús echara a todos del Templo, aquello volvió a ser lo que era. Ya se podía rezar a Dios. Tus pecados no son algo propio de ti, como pueden ser los ojos o las orejas. Son algo postizo como las ovejas y las palomas que estaban en el Templo. Afean tu alma y te impiden rezar. Por eso, es bueno que eches fuera todos tus pecados. “Señor, limpia muy bien mi alma”. Por eso, te aconsejo que con la ayuda de algún sacerdote hagas una buena confesión.
Confesarse cuesta
Sabías que las personas que tienen pecados y no se confiesan les cuesta muchísimo rezar, es como si se aburrieran de Dios. Y es que, ¿cómo va a hablar una persona con otra si no le ha pedido perdón por algo que le ha dolido? La confesión es como una medicina que cura. Te baja la fiebre y te deja hacer cosas. ¿Has visto a una persona con gripe? No tiene ganas de nada: ni de leer, ni de hablar, ni de comer, ni de sonreír. Terminas como un saco de papas, puesto ahí sin más, no se hace nada, simplemente se está. Recuerda que el pecado nos impide rezar bien.
Sin embargo, pedir perdón a Dios nos mejora, nos hace estar activos, con chispa y, el Señor, también está más a gusto dentro de nosotros. Te animo a ordenar y limpiar tu casa, a sacar todas las cosas que no van, como lo hizo Jesús en en el Templo.
Para que resulte más fácil, vamos a pedirle ayuda a la Virgen para hacer una buena confesión, que ella nos ayude a ser más profundos para arreglar el alma y dejarla limpia y en orden .
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