“Porque tanto amó Dios al mundo, que envió a su único Hijo para que todo el que crea en El se salve.” Y a pesar de que alguno no haya jamás escuchado el nombre de Jesús, a nadie le resulta imposible llegar a conocerle. Cada uno en lo suyo, en medio de las ocupaciones y preocupaciones de cada día, es posible encontrarle y amarle.
Porque este Niño que es Dios no se hace esperar, es El quien sale a nuestro encuentro.
Así comienza la historia de Melchor, un joven sacerdote persa amante de la verdad, de las cosas bien hechas –acabadas a al perfección- y de meter muchas horas de cabeza al estudio de la astronomía y la geografía. Así se encontraba nuestro amigo, entre cartas estelares y mapas de la gran Persia, tan enfocado en sus cálculos que no sintió llegar a su maestro y consejero, Baltazar. “Ya veo que tú también lo estás estudiando”, gritaba por todo saludo este erudito de Babilona. “¡No puede ser una simple coincidencia!”, exclamaba entusiasmado.
“¡Pero qué alegría!”, exclamó Melchor para dar la bienvenida a quien lo introdujo en el gusto por los astros y sus designios. “Ya casi estamos en diciembre, y es la tercera vez que Júpiter y Saturno se encuentran en la constelación de Piscis”, le explicaba a su amigo. “Ven, acércate a mi telescopio para que lo veas por ti mismo”, le imploraba mientras iba acomodando las valijas y aparatos con los que Baltazar había llegado. “Exactamente lo que yo llevo observando desde hace meses”, asentía Baltazar. “¡Estamos a tiempo para emprender el camino Melchor! Esto no nos lo podemos perder por nada del mundo. Será el mayor honor que hombres como nosotros jamás podamos llegar a alcanzar.”
Cabe explicar que en la antigua astrología de Babilonia Júpiter era considerado como la estrella del Príncipe del mundo, y la constelación de Piscis era signo claro del final de los tiempos. Además, el planeta Saturno representaba la estrella de Palestina. De modo que, cuando Júpiter se une con Saturno en la constelación de Piscis, para estos estudiosos de los astros significaba la llegada del Príncipe del Mundo, y el incido del final de los tiempos, que aparecería ese año en Palestina.
Este fenómeno ya se había visto dos veces entre los meses de mayo y septiembre. Y ahora, en los primeros días de diciembre, cuando los eruditos ser reunían a confrontar ideas y sacar conclusiones, era la tercera vez que ocurría.
“Yo calculo que nos tomará un par de semanas llegar hasta el punto que marca la estrella”, continuaba Melchor con sus observaciones. “Además, hemos de preparar carpas, camellos, siervos y alimentos par una larga trayectoria en pleno desierto”, aseguraba Baltazar. “¿Per qué le vamos a llevar? –preguntaba inquieto Melchor- Este rey que está por nacer seguro lo tendrá todo.” “Lo único que tengo de gran valor es un cofre de marfil lleno del mejor incienso que se pueda conseguir. Fue un regalo del faraón egipcio por unos estudios que hice para el” – continuaba sin poder parar de hablar mientras sentía su corazón latir cada vez más rápido. Y así, sin prensarlo dos veces, iniciaron los preparativos del viaje.
Había que seleccionar dos camellos jóvenes que resistieran un rimo apretado, para no tener que detenerse a descansar o beber agua en el camino. Y dos buenas carretas para la caravana que llevaría las tiendas de acampar en la noche y los alimentos que debían subsistir durante todo el viaje. Sabían que durante gran parte del trayecto no iban a encontrar ni el más pequeño poblado… Poco a poco todo iba quedando a punto para emprender la marcha a primera hora de la mañana. Melchor y Baltazar contrataron también algunos hombres fuertes que les acompañara y a la vez cuidara de su seguridad, pues habían escuchado historias de corsarios que atacaban las caravanas para robar joyas y víveres.
Esa noche, Melchor no pudo conciliar el sueño. Su imaginación volaba al gran palacio en el que nacería el niño que estaba destinado a ser el mayor de los Reyes. “¿Cómo debería ser su saludo? ¿Cómo tendría que dirigirse a sus padres? ‘Su majestad’, ‘su alteza’. ¿Qué pensaría esta gran familia del regalo que llevaba? Seguro que lo pondrían junto al montón de joyas y obsequios que ya habrían llegado de otras tierras”… Nuestro amigo no podía más de la emoción y de los nervios. Y para ser sinceros, esto fue en lo único que pensó durante el largo trayecto.
A pesar del frio y el viento seco que parecía cortar la piel, Melchor y Baltazar estaban listos para salir a primera hora de la mañana. Tras un buen desayuno con té caliente y pan recién horneado, tenían todas las energías necesarias para adentrarse en el desierto. Cuando iban atravesando las murallas de la ciudad, quienes estaban en el camino abriendo sus tiendas y puestos de venta los saludaban desde lejos con gran reverencia. Era fácil descubrir la relevancia de tan impresionante comitiva.
La primera semana del trayecto se fue volando. Pero a medida que pasaban los días, se hacía mas duro soportar las largas horas de cabalgata y la temperatura que bajaba brutalmente durante la noche. Es que el invierno es aun más pesado en el desierto… Una de esas frías noches sin luna, se encontraban Melchor y Baltazar conversando frente a la fogata que habían hecho para calentarse y preparar la cena para ellos y sus acompañantes. A lo lejos se divisaban pequeñas luces que se iban acercando en la oscuridad. “Todos, a coger las espadas”, gritó Baltazar pensando que serían corsarios listos para el ataque. Y así, espada en mano, con varios hombres agarrando piedras y palos con fuego en las puntas, encontró Gaspar a nuestros amigos. “Por favor, estoy desarmando, vengo en son de paz”, tuvo que gritar para que no se le echaran encima.
Gaspar era un erudito de Mesopotamia, estudioso de los astros y las profecías que venían acuñando durante años los judíos. Hombre culto y refinado, que sabía descifrar los signos de los astros y había llegado a la misma conclusión que nuestros amigos. Llevaba ya varias semanas de camino y estaba empeñado en rendir homenaje a tan gran Rey. Lo que realmente quería era poder verle en persona y adorar al Príncipe nacido. Por ello, en su alforja de cuero de visón llevaba cien monedas de oro puro, el más fino y valorado de toda Mesopotamia.
Como se podrán imaginar, una vez que las identidades estuvieron claras y los motivos del viaje expuestos, Melchor, Gaspar y Baltazar se sentaron frente al fuego a discutir y escudriñar cada pequeño detalle de sus hallazgos. Está de más decir que esa misma noche se hicieron grandes amigos. ¿Quién iba a decir que hombres tan distintos en cultura, tradición y costumbres tuvieran los mismos objetivos y llevaran idéntica ilusión en su interior?
A partir de ese momento, el viaje se hizo mucho más entretenido. Melchor estudiaba por las noches el trayecto a seguir en sus mapas de la gran Persia; desde el telescopio Baltazar verificaba que todo concordara con lo que apuntaban las estrellas; y Gaspar repasaba los rollos de las escrituras judías que se había procurado para el viaje. Verdaderamente, este esquipo no podía ser mejor. Pero la alegría de ese primer encuentro no les duró mucho. Al cabo de unos días, la estrella que venían siguiendo desapareció por completo. La constelación de Piscis aparecía flamante por la noche, pero Júpiter y Saturno ya no brillaban. Todo oscurecía de repente y los magos comenzaron a tener sus dudas.
“Tal vez no hicimos bien los cálculos”, decía Baltazar tratando de ver si su telescopio estaba bien calibrado. “¿Y si todo esto no es más que un sueño?”, se preguntaba Melchor, sin dejar de trazar líneas en su mapa. “No es posible–aseguraba Gaspar- las profecías no pueden ser más claras. Tenemos que continuar tal y como lo habíamos planificado, siguiendo el mismo trayecto que ha trazado Melchor.” Muchas veces nos pasa que emprendemos una tarea, iniciamos un proyecto, y la alegría e ilusión con que comenzamos nuestro trabajo va despareciendo durante el camino. Parece como si todo fuera en vano y Dios dejara de escuchar nuestras plegarias. Justo ese es el momento para seguir el consejo que dio Gaspar a nuestros amigos: “Señores, más que todos los estudios que hayamos hecho y las previsiones que pudimos tomar, mi corazón me dice que no podemos abandonar el camino, ni tirar por tierra lo que ya hemos conseguido. Se llegó el momento de confiar.”
De este modo, los tres estuvieron de acuerdo que seguirían la ruta ya trazada y no se darían por vencidos hasta dar con el lugar que antes les había marcado la estrella. Por la noche Baltazar, el mayor de los tres, el más sabio y quien tenía más experiencia en recorridos largos de un país a otro, pensaba: “Yo soy hombre de ciencia, que se basa en pruebas y razonamientos lógicos para creer, para actuar. Y aquí estoy, en un viaje loco por encontrar a un Rey que dicen será el más poderoso de todos… Tengo cientos de dioses que no me aportan nada. Pero si existiese Uno de carne y hueso, un Dios con corazón de hombre, que sepa de penas y luchas como las mías, a Ese yo le entregaría toda mi vida; todo lo que tengo y todo lo que soy.”
A los pocos días nuestros amigos divisaban las murallas de Jerusalén y acodaron que lo mejor sería visitar al monarca de aquella región para averiguar bien los detalles del nacimiento del futuro Rey. Nadie mejor que el mismo rey de Judea para informarse adecuadamente sobre una noticia tan excepcional, que seguro estará de boca en boca en toda la comarca. Para su sorpresa, al entrar en la ciudad y hablar con los dueños del hostal donde se hospedaban esa noche, nadie sabía que estaba por nacer un Rey. “Herodes está ya mayor, y no existen noticias de que vaya a tener un hijo”, informaba la matrona del hostal a Melchor. “No señora, no es un hijo de Herodes. Es un Rey, un rey mayor, que gobernará toda la tierra”, intentaba explicar Gaspar sin conseguir nada más que unos ojos muy abiertos y una mueca.
Al día siguiente nuestra importante comitiva llegó hasta el palacio de Herodes. Imponente, ostentoso, con columnas bañadas en oro y exquisiteces que quedaban fuera de lugar. Se notaba que era un monarca incompasible, que hacía sentir su poder sobre el pueblo. Herodes llevaba más de dos décadas gobernando Judea bajo el mandato del emperador romano. A pesar de su múltiples intentos –como la reconstrucción del templo de Jerusalén-, no lograba conquistar el corazón de sus súbditos judíos. Para ellos Herodes era una piedra de escándalo y un motivo de rencor. Y es que pocos monarcas se mostraron tan complacientes con el naciente Imperio romano y tan solícitos en colaborar con él. Además su padre, descendía de la familia de Edom (enemigos tradicionales de los judíos) y su madre era árabe.
Por su parte, Herodes ya se había informado bien –por sus espías- sobre la llegada de los Magos, mucho antes que cruzaran las puertas de Jerusalén y estaba encantado de que tan importante comitiva viniera a visitarle desde pueblos lejanos. Pensaba alojarles en su propio palacio y había pedido preparar toda una serie de manjares para la cena que seguramente seguiría, de acuerdo a los protocolos de la época. Los magos iban entrando al palacio con sus camellos, carretas, su caravana de siervos, cofres y provisiones. Cada uno se fue presentando y explicando al monarca de dónde procedía.
Herodes no podía más con su expectativa, era evidente que su reputación había llegado a oídos de hombres tan importantes. Pero la primera pregunta de Baltazar echó por los suelos todas sus ilusiones: “Venimos a honrar al Rey que está por nacer, al Príncipe del mundo que destinado a reinar hasta el fin de los tiempos.” “Hemos visto su estrella desde que emprendimos el camino – explicaba Melchor- pero ha desaparecido.” “Estamos seguros que el rey de Judea estará al tanto de tan importante acontecimiento”, afirmaba Gaspar intentando sacar alguna respuesta… “Por supuesto, no quepa la menor duda” –afirmó Herodes fingiendo estar al tanto de todo lo que acontecía en aquella región. “Ahora mismo llamo a uno de los escribas más prominentes de Jerusalén. El les explicará con todo detalle dónde ha de nacer el gran Rey.”
Al poco tiempo pareció en el palacio un joven, estudioso de la ley judía y las escrituras recopiladas por todos los profetas. Caifás era ya sacerdote regular en el templo de Jerusalén y recibía coimas por los distintos trabajos que encargaba Herodes para la reconstrucción del templo. Con un rollo en su mano llegó solícito a responder: “En Belén de Judea, porque así está escrito por el profeta: Y tú Belén, tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes, porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo, Israel” (Mateo 2.5)
Intentando disimular su ira, Herodes llamó a los Magos en privado, en una sala interior del palacio, lejos del grupo de sacerdotes y escribas que habían llegado, y pidió que le explicaran bien la fecha en que habían visto la estrella y todos los detalles relacionados con el niño. “Vayan pronto a Belén a adorar al nuevo rey, y cuando lo encuentren pónganme al tanto, porque yo también quiero ir a rendirle homenaje.” Inmediatamente los Magos salieron del palacio, agradeciendo las atenciones de Herodes y con prontitud reemprendieron el camino. Esa misma noche volvieron a ver la estrella que los tres habían seguido desde que comenzó esta maravillosa aventura.
Melchor salió con su telescopio a tomar un poco de aire fresco y aclarar sus ideas lejos de la multitud. Cual fue su sorpresa cuando, al elevar los ojos al cielo, la estrella de Belén brillaba más que nunca. Inmediatamente llamó a sus amigos para asegurarse que no estaba soñando. “¡En lo absoluto! –declaraba Baltazar- yo también la veo.” “La estrella no solo brilla como nunca, sino que se ha detenido, –decía Gaspar emocionado- no está muy lejos. ¡Vamos de una vez!” Aunque era cuestión unos cien metros, los magos ordenaron a sus sirvientes recoger todo en las carretas y poner la caravana a punto para una visita de protocolo. ¡Finalmente iban a ver al Rey! Sus corazones no podían más de la emoción, y hasta los siervos estaban impacientes.
Siguiendo la estrella llegaron hasta una gruta enclavada en la montaña, una especie de portal para cobijar animales. Al fondo encontraron al Niño sobre un pesebre por toda cuna, envuelto en pañales, y a su Madre que cantaba para arrullarle. Al instante se dieron cuenta que no eran los únicos que sabían del niño, el portal estaba lleno de pastores que venían cargados con presentes “probablemente más prácticos y útiles de los que hemos traído nosotros”, pensaba Melchor. Y se alanzaban a escuchar desde las nubes voces de ángeles que cantaban “gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor.” Melchor, Gaspar y Baltazar no atinaban a decir palabra, todo esto era mucho más de lo que ellos alcanzaron a imaginar. Fue José quien les dio la bienvenida y –como perfecto anfitrión- les ofreció un té caliente para apalear un poco el frio de la noche.
Nuestros amigos cayeron de rodillas al suelo y no eran capaces de despegar su mirada del niño, ni de su madre quien les pareció “la más hermosa de las mujeres”. Se podía leer la ternura y hasta la devoción con que trataba a su Hijo. Poco a poco fueron sacando sus regalos: Oro, incienso y mirra. Pero esto se les hacía nada, muy poca cosa, para el Rey que tenían ante sus ojos. “Verdaderamente, este es el Príncipe del mundo, el Rey de reyes -pensó Baltazar- Desde lo más alto del cielo y sus ángeles, hasta lo más bajo de la tierra, como los pastores, están aquí para adorarle.” Por su parte, Melchor estaba convencido que no podía ser de otra forma. “Este Rey tenía que nacer en un lugar donde la creación entera pudiera venir a rendir su homenaje, nadie ha quedado por fuera. ¡Es realmente maravilloso!”
Esa noche acamparon todos frente al portal de Belén y se aseguraron que sus sirvientes facilitaran a José y María todo lo que pudieran llegar a necesitar. Entre los cantos angelicales y la algarabía de los pastores, poco fue lo que lograron dormir. Pero todos sin excepción tuvieron el mismo sueño: Vieron a Herodes con una espada, listo para matar al Niño en cuanto lo tuviera cerca. Por eso, a la mañana siguiente acordaron regresar a sus tierras por otro camino, para no ser vistos o interceptados por Herodes.
Como un estribillo que aprendieron de memoria subieron a sus camellos entonando “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz…” Era una melodía pegajosa, que repitieron varias veces mientras salían de Belén. Cada uno iba en su camello silbando, cantando y ¿rezando? ¡Sí! Estos eruditos personajes para quienes nada existía si no se comprobaba con hechos contundentes, habían aprendido a rezar. A invocar al cielo y hablar con Dios en el interior de su corazón. Ahora entendían que las cosas no son siempre lo que parecen y que las realidades más valiosas se esconden a los ojos de quienes sólo ven la materialidad de los hechos.