El entorno en el que convivimos también nos llena de información que nos aparta de nuestro auténtico propósito. Se ha viralizado la creencia que afirma que “la religión correcta es ser buena persona”, lo que no es más que la expresión del relativismo que se ha inmiscuido hasta en la fe, pretendiendo acomodarla a los propios intereses, llevando a las almas al relajamiento espiritual.
Solo Dios es bueno.
Pero, ¿puede llegar el hombre a ser “bueno”? Comencemos relacionando algunos versículos de la Palabra de Dios, que pueden darnos luz al respecto.
En primer lugar, el Salmo 14 narra la corrupción del hombre, por el desorden originado mediante el pecado:
Todos están descarriados,
todos están pervertidos,
no hay quien haga el bien,
ni uno siquiera (Salmo 14, 3)
Ya el capítulo 3 de los Romanos, retoma algunos versículos de este salmo, volviendo a posicionar la idea de que no existe hombre bueno frente a los ojos de Dios, afirmando, además, que ningún hombre lleva ventaja ante otro, pues todos somos pecadores (cfr. Romanos 3, 9 – 19). El capítulo cierra afirmando que vana es la gloria del hombre que se enaltece por ser en apariencia bueno, aquel que se presenta como benévolo frente a los demás por sus obras (cfr. Rom 3, 27).
No obstante, frente a esta iniquidad en el hombre el único camino de redención para el hombre se encuentra en la Cruz de Cristo:
Pues Dios exhibió a Jesús como instrumento de propiciación a través de su propia sangre, para recibir el perdón mediante la fe (Romanos 3, 25)
Entonces, ¿Puede decir el hombre a viva voz que es bueno por su propio mérito? La respuesta es no, pues la bondad en el hombre no es más que participación de la Bondad, que proviene de Dios, y solo Dios puede juzgar con claridad lo bueno y lo malo del hombre, pues Él “[…] no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón” (1 Samuel 16, 7) .
Más allá de la bondad
Adicional a lo anterior, Nuestro Señor Jesucristo no nos exige un buenismo vacío, el deseo principal de Jesús, que encontramos en la Sagrada Escritura, se refiere principalmente a la urgencia de que debemos ser “perfectos como es perfecto vuestro Padre del cielo” (Mateo 5, 48).
Consecuentemente, dicha perfección solo se puede alcanzar mediante la práctica del amor, lo que dista del hecho de ser una buena persona, lo que muchas veces se limita a la práctica de una moral impuesta, que no tiene nada que ver con el ejercicio del amor. Así es como se evidencia que el deseo de Dios para el hombre va más allá del reducido concepto humano de bondad.
No obstante, la perfección cristiana no es producto exclusivo del esfuerzo del hombre, es ante todo el resultado de la mezcla de dos elementos: la gracia de Dios, y un poco de voluntad personal; pues como criaturas heridas por el pecado, en ciertas ocasiones se nos vuelve complejo amar.
Ser santos o nada
Dicha perfección no es más que la santidad de vida, o la vida en Cristo, que se logra mediante la gracia, obtenida a través de la visita frecuente de los Sacramentos.
La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cf Rm 8, 14-17), partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cf Jn 17, 3). (Catecismo de la Iglesia Católica, #1996)
Por lo tanto, el llamado de Dios no se reduce a ser buenos, va más allá, implica una conversión de vida, producto del encuentro con el Señor. El cristiano no se conforma con ser bueno, ¡Seamos santos o nada! No solo vale la pena, vale la vida entera.