Una mirada que no se olvida
Mar calmado, libre de aguas turbulentas, serenidad. Eso reflejaba la mirada de don Álvaro del Portillo, sacerdote, según testimonios de personas que tuvieron ocasión de conocerlo. Y su vida no estuvo libre de peligros, preocupaciones y dolores.
Dichas cualidades humanas crecieron y florecieron en su alma desde muy joven, gracias a su generosidad y sentido sobrenatural. Ellas, le permitieron tomar la decisión de entregarse a Dios al poco tiempo después de conocer a san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, de quien sería su fidelísimo sucesor. Atrás quedaron los planes de ser ingeniero y formar una familia. La llamada divina fue más fuerte.
La Iglesia ha escogido el 12 de mayo, aniversario de su primera comunión, como el día conmemorativo de su beatificación, celebrada en Madrid el año 2014.
¿Qué significa ser beato?
Ser beatificado es el paso previo a ser proclamado santo. La Iglesia reconoce que la persona ha llevado una vida virtuosa y santa, que ha entrado al cielo y puede interceder por aquellos que rezan en su nombre. Un milagro atribuible a ella es también condición necesaria para ser nombrado beato. En el caso del beato Álvaro, ese milagro fue la completa recuperación de un niño que sufrió un paro cardíaco prolongado y cuyos padres acudieron a su intercesión.
Palpar así, en forma tan concreta, la acción de Dios a través de un santo, conmueve e impresiona. Adquieren sentido las palabras publicadas en L’Osservatore Romano (29-IV-2021) por el Cardenal Angelo Amato, prefecto emérito de la Congregación para las Causas de los Santos: “los santos son testigos fieles , constantes y creíbles de un amor que transforma el mundo a la luz del misterio pascual (…) Por encima de todo, buscan en todas las situaciones la gloria de Dios y una sincera caridad, llena de ternura, hacia el prójimo”.
El beato Álvaro llevó en el alma, durante toda su vida, la pasión por ayudar a los demás y por acercar el rostro amable y misericordioso de Cristo. Buscaba mover a las almas hacia el amor de Dios y con humildad indicaba: “lo importante no es lo que diga yo: lo importante es lo que el Espíritu Santo sugiere en el alma de cada uno, en la mía también”.
Con su prudencia, humanidad, bondad y simpatía despertaba confianza en las personas y entregaba acertados consejos a quienes se los solicitaban.
Pidamos, por su intercesión, ser Almas de Eucaristía
Hoy pidamos a Dios, a través de su intercesión, que nos ayude con su ejemplo a ser más humildes y que acreciente en nosotros, el amor a la Eucaristía, devoción que intentó transmitir hasta el último día de su existencia terrena.
Recalcaba que Dios, que es infinitamente grande, poderoso y bello “se oculta bajo la apariencia de pan para que nosotros podamos acercarnos a Él con confianza”. Y afirmaba también: “Dios nos ruega y nos exige a cada uno que seamos almas de Eucaristía, para poder santificar el trabajo y todas las actividades que realizamos en medio del mundo. Si lo hacemos, Él nos asegura que atraerá todas las cosas hacia Sí.
Lo llevará a cabo Él, si nosotros somos fieles. Por eso, no hemos de perder nunca de vista que el influjo de la santidad de cada uno llega mucho más allá del ámbito que nos rodea y de las personas que tratamos: se extiende al mundo entero, a todas las almas.
Álvaro del Portillo celebró por última vez la Santa Misa en la iglesia del Cenáculo en Jerusalén. El mismo lugar donde Jesús compartió con sus apóstoles la Última Cena y se quedó para siempre con nosotros en la Sagrada Eucaristía. Al regreso de su viaje a Tierra Santa, Dios lo llamó a su presencia la madrugada del 23 de marzo de 1994.
Pidámosle al Señor, por intercesión del beato Álvaro, que en los momentos difíciles sepamos acudir, como él, a Jesús presente realmente en el Sagrario, y abandonemos nuestras preocupaciones en su corazón y en el de María Santísima.
De ese modo, lograremos también la serenidad del alma y la transmitiremos a los demás, llevando a todos los sitios la alegría de los que se saben hijos de Dios.
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