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Estar con Él (VII): El rostro del que sufre

soberbia

En el hermano que sufre, vemos también los dolores de Cristo. Y en la imagen de Cristo crucificado, también vemos el reflejo de todos los dolores que Él quiso cargar. No solo cargar, sino dejar que se grabaran en su piel, como mordiscos de latigazos, astillas, espinas o clavos. Por eso, ¡qué «instructivo» puede ser el periodo que nos asusta, el de la hora del dolor!

Quisiera hablarte en este artículo de la experiencia del dolor propia compartida con la ajena, como un camino en la peregrinación hacia el Cielo.

Aprender al acompañar a los demás en sus penas

El sufrimiento, en todas sus formas, nos conecta con la experiencia humana más profunda. Cuando atravesamos momentos de dolor, nuestra percepción del mundo cambia, y nos volvemos más sensibles al sufrimiento de los demás.

Nos damos cuenta de que cada persona lleva consigo una carga personal y única. Al recordar nuestras propias luchas, sentimos una profunda compasión por aquellos que enfrentan desafíos similares y buscamos formas de apoyarlos y acompañarlos en su dolor.

Cuando abrimos nuestros corazones y comprendemos el sufrimiento del otro, algo extraordinario sucede. Descubrimos que, al dar, al entregar una parte de nosotros mismos a los demás, el dolor se alivia, al menos en parte.

En ese acto de amor y compasión, encontramos un significado más profundo en el dolor que experimentamos y, al mismo tiempo, en el de quienes nos rodean. Es como si el amor encontrara su camino incluso en los lugares más oscuros y tristes. Así, aprendemos que el sufrimiento puede ser transformador y puede ser una fuente de amor inagotable: del dolor también se puede sacar amor.

Ser libres es aceptar lo que no se escoge

Más que en tener muchas opciones para elegir entre ellas, la libertad interior está en aceptar lo que no se pudo escoger (es una idea parafraseada de Jacques Philippe). Afrontar la pérdida y aceptar el dolor no es una tarea sencilla. A menudo, podemos quedarnos atrapados en la «resignación» durante mucho tiempo antes de llegar a la verdadera «aceptación».

Pero, para encontrar un propósito en el dolor que experimentamos, debemos aprender a abrazarlo y permitir que nos transforme, uniendo nuestras penas a las de Cristo. ¿Qué tiene esto que ver con la idea de «buscar a Cristo en quien sufre»?

Pues pienso que de nuestras pequeñas, medianas y grandes cruces, aceptadas libremente, podemos sostener al otro. Ofrecemos lo que punza hondo en nuestro corazón, por el otro. Por el prójimo y el Otro, Cristo. Los tenemos muy presentes.

Un tesoro inesperado

El dolor nos ayuda a conocernos mejor a nosotros mismos, al prójimo y al mismo Dios. Hay tantas gracias sorpresivas que vienen «en combo» con las horas de más lágrimas y suspiros. Aunque el «sentido» de la Cruz sea un (aparente) «sin sentido», se puede transformar en un privilegio: lo que nos empuja a decir «esto no lo cambiaría por nada».

No es fácil ni sucede de un día para el otro, claro que no. Si al mismo Dios le costó esa experiencia… bueno, Él va a entender si nos toma días, meses, años. Él da, Él pide, Él no apura.

Pero ese ínterin de lucha por la aceptación, por el gozoso abrazo con lo que no «se siente» gozoso, lo que sí hay que hacer es procurar alimentar la esperanza. Si no, es fácil y hasta consecuentemente lógico romperse. En lugar de fertilidad, sequedad.

Porque el sufrimiento a menudo nos empuja al límite de nuestra fe. Ante situaciones incomprensibles y dolorosas, puede ser difícil mantener la confianza en un plan divino que va más allá (mucho más allá) de nuestro entendimiento.

«Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad». «Ayúdame a esperar». «Quiero querer». «Yo no puedo más, pero Tú sí; ayúdame más». A través de esta sencilla oración, alimentamos la fe y la esperanza que creemos que se habían esfumado.

La confianza en un «después» nos alimenta y permite encontrar propósito en el dolor y ofrecer apoyo a otros en su camino de sanación.

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