El nombre de «Pío Nono», comenzó a resonar en la historia de vida cuando tenía unos dos años.
Aquel hombre a cuya canonización asistí entonces, resultaba ser el tío bisabuelo de mi abuelo paterno.
Aún a pesar de tener el suficiente uso de razón como para recordar aquello, no bastaba para comprender la importancia del momento que viví en aquella plaza, a escasos metros del actual San Juan Pablo II. Solo era una niña.
Por la razón anterior, aparte de ser española, se podría decir que crecí oyendo hablar del dogma de la Inmaculada Concepción. Obvio que no era un tema constante, pero tampoco se trataba de un tema desconocido.
Y aquí estoy hoy, 20 años después, escribiendo sobre todo esto por primera vez. (Si tu tiempo, lector, fuera eterno, aprovecharía para explayarme y hablar sobre lo sorprendente que es la vida… Pero creo que en esta ocasión, simplemente no procede. El tema tratado, es mucho más importante).
Tras la anécdota anterior, continúo este artículo escribiendo orgullosa, que la firme defensa de esta advocación mariana por parte de los monarcas españoles, se remonta ya al siglo XVII.
A partir de entonces, y hasta la proclamación del dogma dos siglos después, los monarcas españoles, «lucharían» para conseguir la posible aprobación papal de este hecho, en el que creían con fe inquebrantable.
El proceso no fue un camino fácil. Durante aquel par de centenarios, surge la contrarreforma protestante, problema que requeriría gran premura, y que sin duda, realentizó todo aquel asunto.
Para los despistados, me gustaría recordar que un «dogma», es nada más y nada menos que un principio innegable. En palabras coloquiales, algo en lo que tienes que creer y punto. Es una cuestión de fe y, muchas veces, solo son comprendidos a través de esta.
La Virgen María
Sobre María, concretamente, existen cuatro verdades dogmáticas en la Iglesia católica: Madre de Dios, Siempre Virgen, Inmaculada y Asunta a los cielos en cuerpo y alma.
Aunque un papa puede equivocarse, cuando proclama un dogma, el Espíritu Santo no le permite errar. En esas circunstancias, por gracia de Dios, es infalible.
En el año 1854, Pío IX, con su carta apostólica «Ineffabilis Deus», declara por fin, el dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María.
Este principio innegable, sostiene que la Virgen careció, desde el momento de su concepción, del pecado original que portamos todos los hombres, heredado de nuestros primeros padres.
La Inmaculada Concepción
En 1857, en el tercer aniversario de la proclamación del dogma, en agradecimiento a aquella lucha de los españoles para la aprobación de este, el Papa inauguró en la plaza de España en Roma, un monumento a la Inmaculada, que todavía, a día de hoy, puede contemplarse enfrente de la embajada española que allí se encuentra.
El día de la fiesta y sus octavas (es decir, durante los ochos días después de la misma), Pío IX, concedió a los sacerdotes españoles y a los de sus antiguas provincias de ultramar, celebrar la misa con casulla azul (el color de la Virgen).
Actualmente es patrona de: España, Estados Unidos, México, El Salvador, Panamá, Portugal, Polonia, Filipinas, Corea del Sur y Japón.
La Inmaculada Concepción se festeja el 8 de diciembre, precisamente porque por tradición, celebramos su cumpleaños justamente 9 meses antes.
María, era y es una mujer especial. Inigualable. El sí personificado que eligió vivir amando, que nos cuida, que intercede por nosotros y que no nos deja solos.
Jesús nos la dio como Madre a los pies de su cruz, es un gran regalo para la humanidad entera. Desea nuestra felicidad y hace de abogada para ayudarnos a llegar al cielo, donde algún día, tras la muerte, nos encontraremos con ella y con su Hijo.