Quizá sería más fácil no tener opciones y caminar en modo automático, pero de cierta forma esta situación nos haría animales de instinto, viviendo mustiamente un destino escrito con tinta indeleble, sujetos del azar e indefensos ante los vientos turbulentos de la vida.
En definitiva, a Dios no le agrada lo fácil, pues el camino del cristiano está constituido por muertes continuas a nuestro propio yo, que implican el entrenamiento de la voluntad y también el dominio de sí.
Pandeterminismo
Otra creencia que muchas veces se arraiga en el corazón del creyente, y que atenta contra la belleza del ejercicio de su libertad, es el pandeterminismo, creer que somos incapaces de cambiar aquello que nos acontece, al estar definido por aspectos externos a nuestra acción; esta ideología nos hace sujetos paralizados por el miedo de nuestra realidad, y muchas veces al mezclarse con ideas religiosas sacadas de contexto, nos convence de que Dios es un dictador, quien tiene anotado detalle a detalle el destino de nuestra existencia, llevándonos a constituir un concepto errado de lo que es la Divina Providencia.
Pero para bien – o para mal -, somos criaturas dotadas de libertad; y para el correcto direccionamiento de esta, nuestra naturaleza herida ha sido equipada con las herramientas necesarias. San Agustín las definió como las potencias del alma, a los aliados necesarios para hacer frente a la batalla cotidiana entre el vicio y la virtud, estas son: inteligencia, voluntad y memoria.
Inteligencia corrompida
No obstante, estos aliados pueden convertirse muchas veces en nuestros enemigos, como lo denuncia el apóstol san Pablo en la primera carta a Timoteo, cuando menciona que una inteligencia corrompida produce la división de la comunidad, por medio de las disputas, envidias, sospechas malignas, entre otras situaciones (cfr 1Tm 6, 3-5), producto de nuestra naturaleza concupiscente. Y nuevamente nos encontramos frente a una paradoja, pues dichas potencias no son más que una capacidad estática si el hombre no asume el reto de ejercitarlas.
Pero, ¿es el ejercicio de la voluntad, la memoria y el entendimiento el único medio para orientar nuestra libertad al bien mayor?, ¿cómo puede el hombre concupiscente dejar que Cristo se forme en él? (cfr. Gálatas 4, 19) Estas cuestiones son fundamentales para comprender que la configuración con Cristo no es iniciativa propia del hombre, sino deseo de Dios puesto en el corazón humano, y por ello también Él nos asiste con una herramienta divina: la gracia santificante.
La gracia
La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia. (CIC #1997)
Consecuentemente, la ecuación para emprender el camino de configuración con Cristo está compuesta por el ejercicio de las potencias del alma (memoria, voluntad e inteligencia) más la gracia santificante, constituyéndose esta última como la variable de mayor peso en la ecuación, esto se justifica en las palabras de san Agustín: “porque Él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida” (De gratia et libero arbitrio, 17, 33). Por lo tanto, todo esfuerzo humano por ordenar la voluntad, la inteligencia y la memoria, es primero un impulso de Dios, pues toda la bondad que hay en nosotros tiene su génesis en quien es la Bondad misma.
Igualmente, la gracia santificante se obtiene mediante la vida sacramental, que tiene su fuente en el sacramento del Bautismo, y se mantiene eficaz en nosotros especialmente mediante los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, pues a través de estos obtenemos el alimento del espíritu, que nos llevan a la vida de unión con Dios, a recuperar la comunión plena perdida con el pecado original.
Perfección de vida
Para el cristiano la perfección de vida no es una utopía, es su camino propio, el cual es asistido por Dios, Quien se encarna para hacerse cercano y alcanzable al hombre, su creación predilecta. Por eso la expresión: “sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo” (Mateo 5, 8), no puede ser interpretada como una simple alegoría, sino como una invitación abierta a participar de la vida divina. Pero a diferencia de la tradición judía, el cristiano aspira a esa perfección desde el amor, no desde el cumplimiento vacío de leyes o la repetición de prácticas mediante el esfuerzo.
No obstante, la iniciativa de Dios, que no se cansa de buscar al hombre, necesita también de la libre respuesta de la persona (Cfr. CIC #2002), por lo cual todo esfuerzo humano hacia la perfección en Cristo, es respaldado extraordinariamente por la gracia, multiplicando sus frutos para acrecentar la vida en el Espíritu; retomando a Agustín de Hipona: “Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja” (De natura et gratia, 31, 35).
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