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LA LUZ DEL RESUCITADO

Hoy, miércoles de la segunda semana de Pascua, queremos hacer nuestro rato de oración con unas palabras que, Tú Señor, nos dijiste que recoge el evangelista san Juan para el día de hoy.

Nuestra Madre Iglesia nos propone este evangelio porque aún tenemos reciente esa mayor muestra de amor de Dios por cada uno de nosotros en la cruz y para que, no pensemos que la pasión de Cristo fue un accidente, un error de cálculo o un imprevisto.

Apenas estamos en el capítulo 3 del Evangelio de san Juan y con ocasión de ese encuentro de Jesús con Nicodemo, escuchamos decir:

“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”

(Jn 3, 16).

Yo creo, por el lugar en el que aparece este pasaje en el Evangelio que, muy probablemente, ninguno de estas personas que te escucharon Jesús, pudo entender el alcance de estas palabras; unas palabras enigmáticas.

Ellos se preguntarían cuál sería su significado y sólo a la luz de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo es posible entender cuánto nos ama Dios y qué es lo que significan estas palabras que: “Dios entregó a su Hijo Unigénito”.

Por eso, en este tiempo de Pascua, seguimos reflexionando sobre lo pasado. Queremos asombrarnos con todo lo que ha hecho Jesús para que tú y yo viviésemos al fin “en la libertad de los hijos de Dios.”

“Gracias, Señor, por haber pagado con tu preciosísima sangre ese precio de nuestro rescate. Gracias por tanta generosidad.”

DIOS NOS AMÓ HASTA LA ÚLTIMA GOTA

Probablemente ya lo sepas, pero en el himno eucarístico “Adoro, te devote” que la Iglesia tradicionalmente reza los jueves, ahí decimos que: una sola gota de Tu sangre preciosísima Señor podía liberar de todos los crímenes al mundo entero. Y nos asombramos cuando lo decimos, porque una gota era el mínimo, pero para un Dios enamorado, el mínimo era insuficiente.

Tu generosidad, Señor, no se quedó tan solo en una gota, sino que llegó al extremo del amor, que es “hasta la última gota.”

Siendo sinceros, bueno, hablar del amor de Dios es sumamente fácil. Por ejemplo, basta reenviar una cadena de WhatsApp, esa cadena famosísima, la del Piolín que dice: “Dios te ama.”

Pero la prueba máxima del amor por nosotros está en lo que seguimos celebrando en ese tiempo de Pascua. “Tanto amó Dios al mundo”, un Dios que nos redimió y que sigue buscándonos como a una oveja perdida, para que el mundo se salve por medio de Él.

En este evangelio de hoy, Señor, Tú nos dices que no has venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo. Y nos impresiona darnos cuenta de que esta frase sigue teniendo vigencia en el día de hoy. Dios sigue haciendo de todo para que los hombres alcancemos esa felicidad eterna en el cielo.

De hecho, lo notamos en cada Eucaristía, que es ese alimento que Dios nos da para no desfallecer en el camino. También lo notamos en la confesión, que es un tribunal, pero un tribunal bastante peculiar.

SACRAMENTO DE LA CONFESIÓN

Imagina -por un momento- que acudes ante un tribunal civil y dices: “Señor juez, yo confieso haber cometido una falta grave (la que quieras, p. ej. haber cometido un robo, un asesinato o la barbaridad que se te ocurra…) Pero, señor juez, estoy muy arrepentido.” Bueno, como dice el axioma jurídico: “a confesión de parte, relevo de pruebas.” Es decir, que si alguien confesó no hace falta pruebas.

Ese juez seguramente te llevará detenido y perderás tu libertad inmediatamente, ya lo confesaste, vas preso. La confesión, en cambio, es un tribunal, es verdad, es el Tribunal, pero de la misericordia de Dios.

En la confesión, acudes al juez que es Cristo, que actúa a través de un ministro ordenado como sacerdote y dices: “Yo confieso y estoy de verdad arrepentido de haber cometido una falta grave”.

Y el juez, con tu arrepentimiento, te deja en libertad, te quita ese peso que tenías encima, te da la tranquilidad de saber que la única opinión que de verdad importa es la de Dios. Te dice que te mereces una nueva oportunidad. ¿A qué no es este un excelente negocio? Es que el sacramento de la confesión es verdaderamente un regalo de la misericordia de Dios.

Cristo, que es nuestro Señor, es también nuestro Rey. Pero es también nuestro juez pero no según esa justicia humana que es la que nosotros entendemos. Y por eso tiene muchísimo sentido estas palabras tuyas Jesús, en el Evangelio de hoy:

“Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”

(Jn 3, 17).

Claro, si entendemos estas palabras con la lógica humana, no es que tenga mucho sentido. Pero el sacramento de la penitencia es el lugar privilegiado de la Misericordia Divina. Allí Dios nos abre sus brazos como el padre de la parábola del hijo pródigo, para derramar su misericordia y para que su justicia llegue a todos los que libremente quieran acercarse.

LA MISERICORDIA DE DIOS

Esto es una misericordia que está al alcance de todos, pero que, en justicia, cuenta con la libertad de los hombres. Lo digo porque hay quienes creen que, porque Dios es bueno, porque Dios es misericordioso pareciera que Dios está obligado a perdonar sin poner condiciones, pero eso sería una misericordia injusta.

Lo justo, en cambio, es que los hombres estemos dispuestos a hacer lo que sea, todo lo necesario para acercarnos a esa misericordia de Dios. Y, de hecho, lo único que Dios nos pide es humildad.

Humildad para reconocer que somos pecadores y humildad para reconocer que tenemos que cambiar. No solamente basta de decir: -Ya me equivoqué y Dios me perdona…

Humildad para reconocer y humildad para reconocer que tenemos que cambiar. Como Dios nos conoce y sabe lo fácil que somos para engañarnos, nos da este signo sensible de la gracia, que es el sacramento de la confesión. Esto es lo justo.

De hecho, eso es lo que es explícitamente, escuchamos en el Evangelio de hoy, dice:

“Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.”

(Jn 3,19).

 

BUSCAR LA LUZ

Entonces, a partir de este texto entendemos que, la peor de todas las obras es la soberbia de no buscar la luz. Es lo que hemos visto en tantos personajes bíblicos; recientemente Judas Iscariote, por ejemplo.

Y continúa el texto evangélico:

“Pues todo el que obra mal detesta la luz y no se acerca la luz, para no verse acusado por sus obras”

(Jn 3, 20).

“Señor, con esto que nos dices, te pedimos que no le tengamos miedo a la luz en nuestras vidas, esa luz que nos llega a través del sacramento de la confesión. Señor, concédenos la humildad de reconocer nuestras faltas. Incluso aunque tengamos que pasar algo de vergüenza ante un ministro tuyo.

Pero con tal de que, entre la luz en nuestra alma, por muchas y por muy fuertes que hayan sido nuestras debilidades, algunas debilidades muy vergonzosas, muy reiteradas. Señor, que saquemos cuentas y veamos el gran negocio de este sacramento de la penitencia.”

Arranca, por favor, Señor, de nuestro corazón esa dureza, para que entre todas las cosas malas que hemos hecho, al menos hagamos esa obra buena que nos propones al final del Evangelio de hoy, qué dice:

“El que obra la verdad, se acerca a la luz…”

(Jn 3, 21).

Y no tanto porque no se haya equivocado nunca, porque tiene una hoja de servicio inmaculada, sino porque cree en el nombre del Unigénito de Dios, ese nombre del Unigénito de Dios es Jesús, que significa Salvador.

“Creemos, Señor Jesús, que Tú eres nuestro Salvador con quien nos reconciliamos en cada confesión.”

Por eso acerquémonos con confianza a esa luz del Resucitado, esa luz del Resucitado que nos ha dado prueba más que generosa de lo que está dispuesto a hacer para que tú y yo volvamos a la vida.

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