Contaba san Josemaría que en sus años de juventud fue testigo de una anécdota, de un suceso, que después le sirvió muchísimo porque lo contó en más de una vez (y capaz por eso ya los ha escuchado).
En una época en la que él estaba recién llegado a Zaragoza, corría por allá el año 1920, fue a esa ciudad para continuar sus estudios sacerdotales.
Un día pasaba por delante de un bar y vio que dentro estaba un torero muy famoso y algunos niños que se acercaban a aquel personaje tan famoso, tan popular, consiguió tocarlo y salió feliz diciendo: ¡Lo he tocado! ¡Lo he tocado!
Así de famoso era aquel torero que la gente se alegraba con sólo tocarlo.
Bueno, algo parecido sucede en el episodio que la Iglesia nos propone para el evangelio de hoy:
«Jesús con sus discípulos llegaron a Betsaida y allí le trajeron a un ciego, pidiéndole que lo tocase.
Él lo sacó de la aldea llevándolo de la mano, le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: “¿Ves algo?” Y levantando los ojos el ciego respondió: “Veo hombres, me parecen árboles, pero andan”.
Le puso otra vez las manos en los ojos y el hombre miró. Estaba curado y veía con toda claridad. Jesús lo mandó a su casa, diciéndole que no entrase en la aldea»
(Mc 8, 22-26).
Aquellas gentes, que querían lo mejor para aquel ciego, habían sido testigos seguramente de otros milagros de Jesús. Por eso están confiadísimos en que con sólo tocar a su amigo el ciego, el Señor iba a producir el milagro, (como efectivamente pasó después).
UN PRIVILEGIO
Esto lo hemos visto en otros pasajes de la vida del Señor, que cuando la fe es tan grande, que se sabe que el estar tan cerca de alguien grande hasta el punto de tan sólo siquiera poderlo tocar, ya es un privilegio. Como sucedió a estos niños de la anécdota de san Josemaría, privilegiados por haber tocado al torero.
Precisamente esta fue la conclusión que sacó san Josemaría de aquel episodio del torero, porque decía que siempre le quedó guardada en la imagen esa imagen del niño emocionado y la evocaba para exhortar a valorar la Eucaristía. Porque no es que “toquemos” a Cristo en la Comunión: es mucho más y lo podemos hacer a diario. Somos unos privilegiados.
Cuando el cuerpo se enferma, hay que poner los medios que estén disponibles al alcance. Eso fue lo que hizo el ciego. Estaba enfermo y se le apareció un medio estupendo que era tocar a Cristo. Es lo que querían también los que lo querían ver sano.
Pero ¿qué hacemos cuando se enferma el alma? Cuando alguien se da cuenta de las ventajas de cuidar la propia salud, procura mejorar la alimentación, hacer algo de ejercicio, renunciar a todo lo que pueda ser dañino. ¿No deberíamos, con mayor razón, practicar lo mismo para cuidar el alma?
Dios sabe que esto es así y por eso nos deja los sacramentos y, de modo excelso, el sacramento de la Eucaristía, por el cual el alma se fortalece como el alimento tan necesario, que es el Cuerpo de Cristo.
Por eso, en cada Eucaristía somos unos privilegiados.
EL DERECHO QUE NOS OFRECE CADA MISA
Asistir a misa, es verdad que a veces puede ser complicado y por muchos factores: porque nos falta tiempo, porque la única iglesia disponible está a muchos kilómetros, porque faltan medios de transporte, porque nos faltan energías, porque nos falta motivación para ir a misa… “Señor, yo quisiera, pero puede más la pereza”, … lo que sea.
Pero una vez que dejamos de poner el acento en que la misa es un deber de cristianos y más bien ponemos el acento en que la misa es un derecho que Dios quiere regalarnos, la verdad es que haremos lo posible e incluso mucho más de lo posible para ir, con tal de no renunciar tan fácilmente a ese derecho que Dios nos da de “tocarle en cada Comunión”. Y eso es el derecho que se nos ofrece en cada misa.
Hay una anécdota que cuenta un obispo nacido en la zona montañosa de Italia, en los Abruzos y que a él le sirvió de recuerdo inolvidable para toda su vida, porque resulta que tenía este obispo una madre buenísima.
LA VERDAD DE LA MISA
Contaba, este obispo, que en la época en la que trabajaba como párroco en una de esas aldeas, su madre le dijo: Hijo, mañana tengo que ir a misa.
Aquella época era época de invierno y el hijo sacerdote entonces, con muchísimo cariño, hizo todo lo posible para convencerla de que no era muy prudente.
Le decía: Madre, estamos en pleno invierno, hace un frío tremendo, los caminos están congelados, te puedes caer, fractura de lo que sea, tu salud aparte no anda nada bien y, además, por la edad, no estás en absoluto obligada al precepto dominical…
La madre le hizo caso, pero pasó una semana y se repitió la misma conversación. El sacerdote, muy respetuosamente, pero también con mucha firmeza, le volvió a repetir el argumento y la madre tampoco asistió ese domingo a la santa misa. Lo mismo volvió a pasar una tercera semana.
Pero cuando llegó la cuarta semana, la madre ya no cedió y dio sus razones. Le dijo: Hijo mío, tú eres sacerdote y me parece que no soy yo quién para decirte lecciones sobre esta materia, pero si supieras de verdad qué es la misa, no me dirías nada.
Un regaño cariñoso de una buena madre a su hijo, que cuenta el obispo que le ayudó para todo el resto de su vida.
Dificultades y motivos muy válidos a veces para no ir a misa siempre habrá, pero una misa en la que podemos tocar a Dios bien vale la pena cualquier esfuerzo.
LO MÁS PRECIADO QUE TENEMOS
Volviendo al evangelio de hoy, la redacción hace pensar que gran parte del milagro se debió a la ayuda de los que conocían al ciego. Digo, porque lo tuvieron que llevar al encuentro de Jesús. Dice el evangelio:
«Le llevaron a un ciego para que lo tocara».
Aprovechemos también ese evangelio de hoy para pedirle al Señor que nos dé un auténtico cariño por todas las almas, especialmente a las que tenemos más cerca de nosotros.
Que sepamos demostrarles ese cariño de un modo tan evidente, pero tan evidente, que entiendan mejor que los queremos tanto, que les queremos dar lo mejor que tenemos que es Dios.
Cuando invitemos a alguien a misa, que el Señor nos ayude a estar tan alegres por lo que tenemos -que es ese trato con Él- que ojalá que esa alegría y esa paz sea tan atractiva y contagiosa para los demás, que entiendan que cuando los invitamos a ir a misa, en sí lo que queremos es el mayor bien que tenemos.
Si pretendemos convencer a alguien de ir a misa con el argumento de que es una obligación del cristiano (que lo es), tal vez el resultado no sea el más rápido.
En cambio, si la otra persona percibe con mayor claridad que la invitación está movida siempre por el cariño, movida por el querer compartir algo que es lo más preciado que tenemos (que de verdad lo es), probablemente tengamos más suerte.
SER ALMAS
Vamos a fomentar entonces esos deseos de ser almas de Eucaristía, almas que de verdad se den cuenta de lo que significa cada misa, almas que de verdad aprovechemos y agradezcamos al máximo el más grande privilegio que es tocar a Dios en cada comunión.
Aquí podemos recordar muy bien esa afirmación de san Pío X, que es bastante famosa:
“Si los ángeles pudieran envidiar, nos envidiarían por la Sagrada Comunión”.
Aquí a mí se me ocurrió una cosa un poco peregrina, pero me metí en una inteligencia artificial y le pedí una foto. La foto que le pedí era bastante atrevida, porque le decía: dame una foto de una visión de los ángeles sirviendo a Dios.
Y me arrojó la foto, que no te la puedo describir acá, pero era espectacular: unas nubes doradas, muchísima luz en medio de esas nubes; había ángeles tocando arpas, violines, racimos de flores blancas, miles y miles de ángeles arrodillados… pero ninguno tocando a Dios.
Y me pareció que la inteligencia artificial tenía toda la razón; o sea, no se atreverían los ángeles a tocar a Dios. En cambio, tú y yo que sí podemos, ¿cómo valoramos este singular privilegio?
Que se note que la ayuda de este Evangelio de hoy, del Señor tocando al ciego y el ciego tocando a su vez al Señor, que nos ayude de ahora en adelante para no faltar a misa cada vez que podamos, de verdad, a pesar de las dificultades.
Y que se note el Evangelio de hoy en la devoción con que nos preparamos para recibir a Dios en cada Comunión. De verdad, singular privilegio y vale la pena que Dios nos recuerde de vez en cuando, para no rechazar tan fácilmente ese derecho que nos ha ganado para nosotros desde el Cielo.
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