Leeremos en el Evangelio de la misa de hoy que:
«En aquel tiempo dijo el Señor:
““Ay de ustedes que edifican mausoleos a los profetas después de que sus padres los mataron. Así son testigos de lo que hicieron sus padres y lo aprueban; porque ellos los mataron y ustedes le edifican sepulcros.
Por algo dijo la sabiduría de Dios: Les enviaré profetas y apóstoles, algunos los perseguirán y matarán y así, a esta generación, se le pedirá cuenta de la sangre de los profetas derramada desde la creación del mundo. Desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías que pereció entre el altar y el santuario.
Sí, se los repito, se le pedirá cuenta a esta generación. Hay de ustedes juristas que se han quedaron con las llaves del saber. Ustedes que no han entrado y han cerrado el paso a los que intentaban entrar”.
Al salir de allí los letrados y fariseos, empezaron a acosarlo y a tirarle de la lengua con muchas preguntas capciosas para poder así cogerlo en sus propias palabras”
(Lc 11, 47-54).
El Señor aquí lanza esas inventivas a aquellos hombres que, lamentablemente, no buscaban con rectitud de intención las cosas de Dios. Sacando el Señor también la historia de Zacarías, un profeta que murió apedreado en el templo de Jerusalén hacia el año 800 antes de Cristo (está referido en la Sagrada Escritura en el segundo libro de las Crónicas).
Fue lapidado por echar en cara al pueblo de Israel su infidelidad a los preceptos Divinos.
RECONOCER A JESÚS COMO EL MESÍAS
Jesús les hace ese grave reproche a aquellos Doctores de la Ley, precisamente, por el estudio de la Sagrada Escritura; por su formación.
Deberían de haber reconocido a Jesús como el Mesías. Así estaba profetizado en los Libros Sagrados. Bastaba conocer un poquito de la historia biográfica del Señor para saber quién era.
Es verdad que eso se comprobaría mucho más con Su Pasión, con Su Muerte y, sobre todo, con Su Resurrección; sin embargo, los milagros atestiguaban quién era Él.
La historia evangélica nos demuestra qué sucedió, incluso, todo lo contrario. No solo no aceptaron al Señor, sino que se oponían a Él de un modo obstinado.
Ellos, como maestros de la Ley, tenían que haber enseñado al pueblo a seguir a Jesús. En cambio, mas bien, lo impedían. Tenían las llaves, como dice el Señor y no entraban ellos e impedían que entraran los demás.
¿CUÁL ERA EL FONDO DE ESTE ASUNTO?
El fondo de este asunto es algo que nos puede pasar a todos: esa autosuficiencia de la salvación por el simple cumplimiento de la Ley. Como que si unos preceptos humanos obligaran a Dios a salvarnos, por el cumplimiento de unos preceptos…
Ciertamente, la Ley dada por Dios son preceptos Divinos, consecuencia de la Ley natural, nos dio los Diez Mandamientos. Pero también había muchas cosas humanas que el Señor, muchas veces, se los reclama.
Pero es que la Ley -incluso la Ley de Dios- el cumplimiento, siempre es una respuesta al amor gratuito de Dios. La iniciativa siempre viene de Él. Él toma la iniciativa de salvarnos y si olvidamos esa -vamos a decir- gratuidad que la iniciativa de Dios es la que nos salva, entonces nos sale el fariseo que tenemos dentro.
“Que si yo hago esto, si hago lo otro, aquello… pues entonces Dios tiene la obligación de darme la salvación”. Como que si Dios estuviera a mi servicio…
LA GRATUIDAD
Es verdad que es difícil comprender la gratuidad de la salvación de Cristo, porque también -por otro lado- hay que hacer el bien. Hay que hacer las cosas que Jesús nos dice que hagamos, que es bueno, que se debe hacer.
Sin embargo, la esencia de la salvación no viene de allí. Esta es una respuesta personal propia a esa misericordia de Dios, que es gratuita. Ese amor de Dios que es gratuito; ese amor de Dios que siempre tiene la iniciativa.
Él es el que nos busca primero, el que nos ha buscado. No somos nosotros que después de un gran esfuerzo conseguimos a Dios. Es al revés y al solo hecho que nos crea de la nada, es para bajar siempre la cabeza al Señor y eso nos da un gran consuelo.
EL CONSUELO DE LA MISERICORDIA DE DIOS
Un gran consuelo, el consuelo de que la misericordia de Dios está muy por encima de nuestras deficiencias, de nuestras limitaciones, de nuestras miserias, de nuestros pecados… porque la misericordia de Dios nos da ese perdón que no nos viene porque lo merezcamos, sino nos viene porque Él quiere, porque Él nos ama, porque Él nos quiere primero.
Nos invita a que respondamos a Su amor y, por eso, se entiende entonces que el resumen de toda la Ley y los profetas -como dice el Señor- está en el primer mandamiento:
“Amar a Dios sobre todas las cosas”
(Lc 10, 27).
Y eso no es un problema de hacer cositas o de cumplir preceptos, sino un asunto de poner todas las potencias del alma: la inteligencia, la voluntad, los sentimientos, las pasiones, todo… en corresponder a ese amor con todo lo que podamos.
Y entonces, así, no limitaremos los horizontes de Dios ni empequeñeceremos el amor de Dios haciéndolo como a la medida de cada uno de nosotros.
PAPA FRANCISCO
Eso es lo que el Señor quiere de ti, lo que quiere de mí, lo que reprocha a aquellos hombres y lo que una vez nos decía el Papa Francisco, que tendríamos a modo de examen preguntarnos si:
¿Creemos que el Señor nos ha salvado gratuitamente? ¿Si creo que merecemos la salvación? ¿Y si merezco algo, es por medio de Jesucristo y de todo lo que Él hizo por mí?
(Papa Francisco, homilía 15 de octubre, 2015).
Decía: Es una hermosa pregunta, ¿Creo en la gratuidad de la salvación? ¿Creo que la única respuesta es el amor, el mandamiento del amor del que Jesús dice que ahí están contenidas las enseñanzas de todos los profetas y de toda la ley?
Y concluía en invitarnos a renovar hoy esas preguntas, diciéndonos que solo así seremos fieles a ese amor tan misericordioso, amor de Padre y de Madre, pues también Dios dice que Él es como una Madre con nosotros.
Amor con horizontes amplios, sin límites, sin limitaciones y que no nos dejemos engañar por los doctores que ponen límites a ese amor.