Leemos hoy en el Evangelio de la misa, que:
«En aquel tiempo volvió Jesús con sus discípulos a casa, y se juntó tanta gente, que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo porque decían que no estaba en sus cabales”
(Mc 3, 20-21).
Hasta aquí llega el Evangelio de hoy. Es muy corto lo que nos propone la liturgia dentro de esta Octava por la unidad de los cristianos. Hace unos días nos proponía la liturgia, rezar por esa unidad de la Iglesia, para que volvamos a ser todos los cristianos, un solo rebaño y bajo un mismo pastor.
La Iglesia a lo largo de estos dos mil años ha sufrido verdaderos desgarros en su unidad y eso causa grave daño. El demonio lo sabe, y siempre está mintiendo o sembrando la cizaña para que haya falta de unidad en la Iglesia.
El cisma de Oriente en el siglo XI, donde la separación de la Iglesia Oriental, la Iglesia Ortodoxa, el cisma protestante del siglo XVI y también la separación de la Iglesia Anglicana, fueron todas una verdadera herida profunda en ese cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Por eso pedimos al Espíritu Santo, que nos devuelva la unidad, pero para ello tenemos que rezar más.
En definitiva, cada
uno tiene que ser más santo. Porque de la única manera en que cada uno aspire, luche y rece por vivir la santidad, en la misma medida estaremos más unidos uno con otro.
NUESTRO MAESTRO: JESÚS
En este Evangelio, algunos de los parientes de Jesús, dejándose llevar quizás por pensamientos meramente humanos, interpretaron esa dedicación del Señor al apostolado, a la predicación del Evangelio, quizá como una exageración.
Y al leer esas palabras, nosotros nos sentimos afectados pensando en aquello a lo que se sometió nuestro Señor por amor nuestro, a pasar por no haber perdido el juicio, que opinaban que no estaba en sus cabales… Bueno, muchos santos, a ejemplo de Cristo, pasarán también por locos, pero serán locos de amor, loco de amor a Jesucristo.
Comienza el Evangelio así:
“Volvió Jesús con sus discípulos a casa”.
A través de dos mil años la Iglesia conserva esa sucesión apostólica, que también es una muestra de unidad. Los obispos que han sucedido en el lugar a los apóstoles, y puestos allí por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios. Y ese es el trabajo de ellos, el trabajo nuestro: Hacer apostolado en el mundo.
HACER APOSTOLADO EN EL MUNDO
Todos los cristianos tenemos esa obligación por el mero hecho de haber recibido el bautismo, tenemos que dar testimonio de fe.
¿Y cómo lo hacemos? Bueno, en primer lugar, contribuir a que dentro de la Iglesia se respire ese clima de auténtica caridad. Cuando no nos queremos entre sí y hay entre nosotros división, ataques, calumnias y rencillas, pues no nos amamos de verdad. ¿Quién se puede sentir atraído por los que sostienen que predican la buena nueva del Evangelio, cuando vivimos en una permanente guerra?
La Iglesia se dice y efectivamente es así, solo es cuestión de ver las estadísticas: Es una institución con las mayores obras de caridad en el mundo, porque no se rechaza nunca a nadie. A todos acoge con la cara de Cristo, y con un cariño humano que con mucha frecuencia no lo encuentra en la gente, ni entre sus parientes, ni en lo suyo.
¿QUIÉN ES JESÚS PARA NOSOTROS?
Pero cada uno tiene que preguntarse ¿Qué es para nosotros Jesucristo?
Y Él mismo se lo preguntó a sus discípulos, que ya habían sido testigo de sus milagros:
“¿Quién dicen ustedes que soy yo?”
Recordamos la respuesta de Pedro:
“En nombre de todos, el Cristo de Dios. Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
Bien, Tú eres Señor, el mismo Dios. En Ti se halla el principio y la causa permanente en nuestra vida. Esa fuente inagotable de nuestra esperanza. ¿Cómo decirlo? Qué hacía Ti Señor se dirige constantemente nuestra mirada, que en tu infinita misericordia descansa nuestro corazón, porque Tú nos has rescatado del pecado. Hiciste posible la vida de gracia en nosotros.
Pero sabemos que los frutos de la redención deben ser aplicados a cada alma, y esta labor la confió a sus Apóstoles. La misión de propagar su Reino por todas las naciones, para que todos puedan salvarse. Para que todos puedan conocer. Para que todos puedan vivir las cosas que les había enseñado.
Por eso eligió a unos cuantos, aquellos doce. Convivió con ellos, los formó y después los envió por todo el mundo. Como somos tú y yo, no somos menos.
¿Cómo vamos a dejar abandonado a quienes necesitan de nuestra ayuda para acercarse a Dios? Nuestros parientes, amigos, y compañeros de trabajo tienen derecho a conocer la fe y a nuestro apostolado. Por eso estamos junto a ellos. No es casualidad.
¿CÓMO HACER EL APOSTOLADO?
Y para ello, tenemos que fomentar el valor humano de la amistad en todos los ambientes donde nos encontremos, a través de ese diálogo que también transmita la grandeza de la fe. Cultivar una verdadera amistad con quienes nos rodean. Esa caridad de la que hablábamos antes, que hace la Iglesia como institución, pues es consecuencia de la que hace uno particular y personalmente.
Es la que te conlleva a tener ese auténtico interés por los problemas e inquietudes que afectan a los demás, a las personas, compartiendo con ellas sus actividades, gustos y aficiones. Dedicarles tiempo a cada uno. Éstas son condiciones imprescindibles para que se establezca esa corriente de afecto que hace más honda y más verdadera esa amistad. Una amistad que debe ser noble, sincera, abnegada.
Es lógico que queramos dar a nuestros amigos ese bien más grande que poseemos: que es Dios mismo. Y apostolado es llevar a Dios a las personas que tanta necesidad tienen de Él.
VER NUESTRO INTERIOR
San Josemaría una vez nos preguntaba:
“Examinemos, ¿Por qué hemos seguido nosotros a Jesucristo? ¿Por qué estamos con Él? ¿Porque estamos asentados con Él? ¿Por qué queremos esa íntima familiaridad con Él? ¿Por qué debe ser gustoso eso de buscar su continuo trato?…
Y nos hacía considerar que, las personas sobre las que habla el Evangelio, ¿porque le seguían? Porque habían visto sus milagros y las curaciones que hacía.
Y se preguntaba: ¿Y nosotros? ¿Por qué le seguimos?”
(San Josemaría, Es Cristo que pasa).
Cada uno debemos plantearnos esa pregunta. Y buscar una respuesta sincera… Y una vez que te hayas interrogado y respondido en la presencia del Señor, llénate de cimientos de gracias: porque estar con Cristo es estar seguro. Poderse mirar en Cristo es poder ser cada día mejor. Tratar a Cristo es necesariamente amar a Cristo. Y amar a Cristo es asegurarse la felicidad eterna, el amor más pleno con la visión beatífica de la Trinidad Santísima.
Bien, eso no lo podemos dejar para nosotros solos. Tenemos que darlo a los demás. Tenemos un tesoro. Un tesoro para dar a manos llenas a todas aquellas personas que nos rodean. Llevar a Dios a todos.
Y llevar a Dios a todos, es una exigencia que nos hace el Señor a todos los cristianos y, para ello, nos apoyamos en la Santísima Virgen, ya que se ha hecho también madre de nosotros, para hacer lo que Él nos diga siempre.
Y nos lo está diciendo hoy: ¡Vamos, llévame a los demás, a conocer a todos, especialmente a aquellos que quizás nunca han escuchado hablar de Mí!