DIOS DEL ANTIGUO Y DEL NUEVO TESTAMENTO
Tenemos la alegría de celebrar hoy la solemnidad de la Ascensión del Señor a los Cielos. Han pasado cuarenta días de la Resurrección del Señor, cuarenta días que han sido auténticas jornadas de los apóstoles, que viven con Jesús algo así como el Cielo en la tierra.
Jesús resucitado les ha revelado los grandes misterios que antes les estaban ocultos, les ha abierto la cabeza y el corazón, han recibido el Espíritu Santo de boca de Jesús -aunque todavía está por venir-, ha confiado a Pedro el cuidado de los apóstoles, y cuando parecía que ya íbamos a triunfar definitivamente con Cristo ¡que agarra y que se va!
Cuando ya íbamos a dejar atrás el pecado y la muerte, de pronto Jesús se eleva al Cielo y lo ocultan unas nubes. Y aparecen unos ángeles que nos dicen que ahora es cuando, que ha llegado el momento de ir a anunciarlo por los cuatro vientos, que Cristo vive.
JESÚS NOS DA UN ENCARGO
Y comienza la odisea de la Iglesia que es el mismo Cristo resucitado. Una odisea que, sin solución de continuidad, recae sobre cada uno de nosotros. Jesús se va al Cielo pero se queda en ti y en mí para llegar a todos los rincones del mundo.
En ti y en mi que, a veces, como que seguimos mirando al Cielo pensando quizá ¿quién soy yo para que el Señor me esté dando este encargo? Lo que pasa es que como que no nos lo acabamos de creer, no lo acabamos de entender porque falta la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés.
“Os conviene que yo me vaya; por que si no me voy”
-dijo Jesús-,
“no os lo enviaré”
(Jn 16, 7).
Es como cuando nos dice, no sé, tu esposa, tu papá, alguien que tiene cierta autoridad sobre ti: Oye, mira conviene esto. Nosotros como que nos quedamos un poco pensativos. ¿Conviene? Oye, y a quién le conviene porque a mi no me conviene.
“Señor -le podré decir a Jesús-, ¿cómo me va a convenir que te vayas?”
LA ASCENSIÓN
El día de la Ascensión, los primeros cristianos, sobre todo los apóstoles, podríamos decir que de alguna manera se quedaron huérfanos. Incluso la Virgen, pues volvería a la casa de Nazaret y guardaría con cariño la ropa de su hijo; incluso respiraría todavía aquel olor de Jesús. Pero ya no podría acariciar sus grandes manos de carpintero, ni se encontraría con su sonrisa, ni escucharía el tono inconfundible de su voz. Jesús se fue.
Sin embargo, el día de la Ascensión no acabó siendo un día triste, sino un día de gloria. “No sólo porque Tú, Jesús, vas a recibir en el Cielo todo el premio por aquello que sufriste especialmente la Cruz para salvarnos”. Y luego, también es un día de gloria porque todos los cristianos, de alguna manera, tenemos que hacer nuestra la vida del Señor.
“Ahora te toca a ti” – es como un zumbidito que llevamos en el oído. “Señor, ¿cómo me va a convenir que te vayas?” En esos momentos miramos al Cielo y nos vienen a la cabeza la alegría, la admiración y el sentimiento de que ya no escucharemos el sonido de las palabras de Jesús, pero nos llevamos también ese encargo: “Yo me voy al Cielo pero me quedo contigo”. Y tenemos esa certeza que el Señor sube al Cielo pero no nos ha dejado: se ha ido y se ha quedado.
DIOS Y HOMBRE VERDADERO
Se ha ido para preparamos un lugar. Esto es bonito porque somos un equipo y da gusto y alegría saber que ya hay alguien de nuestra especie humana: “bajó Dios, subió hombre” (San Ambrosio), dice un famoso padre de la Iglesia.
Efectivamente: del Cielo no había bajado un hombre y sin embargo ahora sí subía Aquel que fue encarnado en las entrañas purísimas de María. Dios y hombre verdadero.
Y Jesucristo hombre está en el Cielo con su cuerpo, con su sangre, con su alma y divinidad. Se ha quedado también de esa manera en la eucaristía, pero escondido. Y se ha quedado en cada uno de nosotros, que somos por el bautismo “otro Cristo, el mismo Cristo” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, 183), para que con nuestro trabajo, para que con nuestro trato amable con la gente, obremos maravillas en las almas.
JESÚS NOS PREPARA UN LUGAR EN EL CIELO
Pues vamos a ser más conscientes de lo que significa que Cristo sube a los Cielos en cuerpo y alma. Ya no solamente el alma es inmortal, sino también el cuerpo. Cristo sube para prepararnos un lugar, para que un buen día vayamos también nosotros. Y mientras, ese futuro, que algún día llegará, cambia radicalmente también el presente.
¿Quiénes somos, Señor, para que nos hagas, con tu Ascensión, partícipes de esta vida grande, inmortal -la tuya?
Miremos más al Señor, viendo al Cielo, para que tengamos más arraigada en el alma la seguridad de que se fue a prepararnos un lugar. Llenémonos de alegría y no nos dejemos llevar nunca por la tristeza tonta, tampoco cuando nos damos cuenta de nuestras miserias y, Dios no lo quiera y no lo va a permitir, de nuestras ofensas graves.
Pues que sea un día hoy de acción de gracias a Dios porque con esta solemnidad se enciende nuestra esperanza de que Jesús fue a prepararnos un lugar a nosotros, seres de alma y cuerpo; porque Cristo entra en la gloria y es Dios y hombre verdadero.
EL REY DE LA GLORIA
Y los ángeles están muy sorprendidos de lo que está pasando. Dice el salmista: “Alcen portones sus dinteles, levántense las puertas eternas, porque va a entrar el Rey de la gloria.
Y los ángeles preguntan:
“¿Quién es este Rey de la gloria? Es Yaveh, el fuerte, el poderoso; es Yaveh, vencedor en la batalla”
(Sal 24, 7-8).
Ha vencido con su carne; ha vencido en su carne. Y Jesús, en su humanidad santísima, será glorificado. Pero ¿quién es este Rey de la gloria? Pues es el Señor de los ejércitos. Él solo es el Rey de la gloria.
Y nosotros tratamos de comprender lo que significa que va a entrar en el Cielo el barro de la tierra; la materia más humilde entra en la divinidad. El Verbo lleva un trofeo: aquello que asumió, lo lleva hasta Dios. “Bajó Dios, subió hombre” dice este padre de la Iglesia, san Ambrosio.
EL AMOR BAJÓ A LA TIERRA
Por eso también para nosotros, es buen día para dar gracias a Dios, porque Dios nos comparte su más grande misterio. Pero también tenemos que ser humildes. Siempre que vamos a la oración en la presencia de Dios, nos damos cuenta de lo poco que podemos, pero al mismo tiempo siempre nos sorprende el amor infinito de Cristo por cada uno de nosotros. Y tocamos la cercanía de Dios, y sentimos como esa obligación de vivir siempre en acción de gracias, porque el Amor bajó a la tierra.
“Y junto con el agradecimiento de tenerte, Jesús, allá en el Cielo, y al mismo tiempo tener esa certeza que no nos dejas, que vives en la eucaristía, que vives en el alma de cada cristiano, junto con el agradecimiento, la lucha.
Lucha para no separarme jamás de Ti; lucha para no separar nunca, como no está separado en Ti, lo humano de lo divino”. Porque, aunque se entiende que es un modo de hablar cuando se dice: Bueno, es que humanamente esto es imposible, pero sobrenaturalmente no; sin embargo, la realidad más profunda es que, a partir de hoy, qué más sobrenatural que lo humano, qué más sobrenatural que la humanidad santísima de Cristo que sube al Cielo para sentarse a la derecha de Dios Padre.
“En la línea del horizonte parece que se juntan el cielo y la tierra
-decía san Josemaría.
Pero donde de verdad se juntan es en vuestros corazones”
(Surco, 309).
QUE NUESTRA FE SE CONVIERTA EN OBRAS
“Señor, ayúdanos a que esta solemnidad de la Ascensión se vaya concretando en nuestras vidas en un propósito: materializar la vida espiritual y sobrenaturalizar a la vida material”.
O sea que esa fe se convierta en obras, fe operativa, “fe gorda, que se pueda cortar” decía también que este santo de lo ordinario. Que no vivamos una fe que se queda así como una especie de humo, sino que se condense como el agua de la lluvia que tanto necesitamos en estos días. ¿Y dónde se condensa? Pues sobre todo en la eucaristía. Que toda nuestra lucha, que todas nuestras obras converjan ahí, en la misa de cada domingo, en la misa de hoy.
Bueno pues la fiesta de hoy nos invita a rendir la inteligencia para que siempre esté movida por el criterio de la fe, de esa fe que con el misterio de la Ascensión nos da ya algo de la realidad prometida, de esa fe que no solamente es promesa futura sino que ya modifica nuestro presente.
Vamos a terminar acudiendo como siempre a María. Ella les diría personalmente a los apóstoles: Pues yo tampoco estuve muchas veces físicamente al lado de Jesús en su vida pública, pero siempre estuve con Él, siempre estuve a su lado.
Pues le pedimos a María que nos llene del deseo de estar con Jesús, de la convicción y mucho más de la prueba de saber que nos mira y está con nosotros.