SACRAMENTO DE SALVACIÓN
Nos dice el Evangelio de san Lucas el día de hoy:
«Jesús convocó a los doce y les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades. Y luego los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos»
(Cf. Lc 9, 1-6).
Este es un envío que hace de los apóstoles. Así envía Jesús la Iglesia, la Iglesia enviada por Dios a las gentes para hacer el Sacramento Universal de salvación, dirá el Concilio Vaticano II, eso sigue el mandamiento de su fundador.
De hecho, por sus mismas exigencias de catolicidad, la Iglesia se esfuerza por llegar a todos. Eso significa ser católico, universal.
Y es muy bonito ver cómo en la historia de la Iglesia siempre ha sido un hecho el que vayamos como misioneros, que salgamos a llegar a todas las partes.
Ahora para poder llegar a todas las partes como nos manda Jesús en este Evangelio, hay que darse cuenta de que uno tiene que estar en guerra, primero contra uno mismo; y luego también luchando por ser caritativo con los demás.
Porque la vida cristiana implica una lucha constante, interna, por así decir, una guerra contra uno mismo que busca modelar nuestra vida según la de Cristo.
Y, esta guerra, esta batalla no se libra con las propias fuerzas, menos mal, sino que requiere la gracia de Dios y una cooperación humana que es insustituible, pero que se basa en la gracia de Dios.
CAMINO DE SANTIDAD
Decía Benedicto XVI que:
“La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, con la fuerza del Espíritu Santo modelamos toda nuestra vida según la suya, la vida de Cristo”.
Y por eso, esa lucha implica vencer nuestras inclinaciones egoístas, nuestros defectos, nuestras pasiones, para dar paso justamente a la vida en Cristo.
Ahora, esa misma vida cristiana también se caracteriza por una profunda caridad hacia los demás. Y esa caridad no es un mero sentimiento, sino un amor que se debe desbordar, y que se manifiesta en cosas concretas.
Porque el apostolado es amor que se desborda. Es una combinación de oración, de amistad, de testimonio, de sacrificio generoso.
Y este amor hacia los demás no busca coaccionar, sino al contrario, atraer por el ejemplo de una vida llena de alegría, de entrega.
Por eso la caridad cristiana muchas veces se traduce en escucha, en empatía, en capacidad de hacerse cargo de las necesidades del otro y, sobre todo, en capacidad de perdonar. Perdonar las pequeñas ofensas que recibimos de los demás.
SU PROPÓSITO: PEDIR PERDÓN
Cuentan que en la vida de santa Teresa de los Andes, ella tuvo un propósito que fue determinante en la lucha por su Santidad. Decidió no irse a dormir sin pasar a pedir perdón por cada habitación de la casa en la que hubiese alguien ofendido por ella a lo largo del día.
Sí, era un gesto cotidiano de caridad, simple, pero también heroico. En su propósito se reflejaba justamente la lucha propia de una persona que intenta la santidad, y que se propone seriamente purificar susceptibilidades, quitar todo deseo de llamar la atención.
De sosegar la tendencia a desmesurar las causas de los enojos. De suprimir a veces sus ofuscamientos que se originan por la pérdida de objetividad. Despreciar todas las complicaciones interiores. Intentar olvidar los rencores y tener caridad.
Lo importante es que sepamos perdonar, que sepamos pedir disculpas también de todas las cosas que no nos terminan de gustar, y hay que aprender a pedir disculpas y a perdonar también de corazón.
ERROR Y PERDÓN
Cuentan que una persona que llevaba la farmacia de un hospital de un pueblo, se confundió, y comunicó equivocadamente los resultados de dos análisis hechos a dos bebés recién nacidos.
Y la consecuencia de este error, que era involuntario, pues la consecuencia era gravísima, pues a un niño sano le dieron una medicación innecesaria, mientras que a otro que le hacía falta con urgencia una meditación comenzó a agonizar, porque no se la daban.
El error se descubrió a tiempo, menos mal. Pero esta señora de la farmacia, llorosa y dolida, les avisa a los padres respectivos con prontitud. Finalmente, el niño se salvó.
Pero esta mujer vivía obsesionada, pensando en el rencor que los papás de ese niño, que casi muere, podrían sentir hacia ella.
Y aunque esos padres caritativos le dicen que no se preocupe, que la disculpan por su error, esas palabras no terminan por confrontarla, y vive con esa angustia.
Pero pasa el tiempo y un día llama a la puerta del laboratorio y son los papás que vienen con un niño rubiecito y rebosante de salud, aquel que estuvo a punto de morir. Y los papás le dicen: —Queríamos que lo vieras lleno de salud.
Y esta señora que había estado tan nerviosa por esa reacción de los padres, Pensaba que le odiaban o alguna cosa les dijo una cosa real: —Ahora sí me siento perdonada. ¡Ahora, si me siento perdonada!
HUMILDAD Y PERDONAR
Porque la humildad nos invita a perdonar bien, a colocar las últimas piedras en ese edificio de la reconciliación, a no dejar que el trato se enriquezca, porque no pocas veces se escucha decir: —Aunque dice que me perdonó, siento que ya no me trata como antes.
Y claro, la humildad, al contrario, nos lleva a perdonar para que las cosas sean incluso mejor que antes.
Eso es lo que nos enseña el Señor, que nos manda a curar. Muchas veces lo que vamos a curar, son esas heridas de personas que nos han ofendido a nosotros mismos, pero que en eso se han hecho ellos mismos una herida.
¡Qué importante es perdonar todo!, perdonar todo, porque esa es la mejor forma de transmitir tu fe.
Señor, que cuando vas, por ejemplo, al pozo de Sicar y te encuentras con esa mujer samaritana y le pides agua, ella pregunta inmediatamente:
«¿Cómo que tú que eres judío, me pides beber a mí, que soy una mujer samaritana?»
(Jn 4, 9-28).
Porque no se trataban los judíos y los samaritanos, se odiaban a tal punto que ni siquiera se dirigían la palabra.
Y así, Tú, Señor, quitas esa diferencia. Y Jesús revela aquí sus dotes de pontífice, de constructor de puentes (qué es lo que significa la palabra Pontífice).
Porque donde reina el precipicio del rencor, en este caso de los samaritanos y los judíos, Jesús promueve por medio de su Iglesia, la construcción de puentes que mantienen abierto ese flujo de diálogo indispensable para las personas, las familias y para las naciones.
SER SANTOS
Señor, Tú promueves la construcción del puente de la humildad, esta virtud que a veces no nos tomamos tan a pecho, y que tiene que quitar las afrentas de uno y otro nivel.
Nunca dejemos que eso nos separe de los demás, que sepamos establecer puentes, que volvamos a conectar a las personas, que nos separemos de Ti.
Igual lo hizo santa Teresa de los Andes; igual que esos padres que perdonaron a esa farmacéutica que se equivocó, igual que Tú buscas, Señor, a esa samaritana de un pueblo que estaba alejado.
Ayúdanos, Señor, a tener esa lucha interna contra nosotros mismos para no dejarnos que la ira, que el despecho nos pasen una mala jugada. Que tengamos esa caridad externa que se integra siempre en una búsqueda constante de la santidad.
Recordemos esas palabras de san Josemaría:
“Si no estuviéramos decididos de verdad con todas sus consecuencias a ser santos canonizados, santos de altar, estamos perdiendo el tiempo”
(Cf. Amigos de Dios, p.5).
Porque esta santidad no es algo inalcanzable, sino que se vive justamente en lo cotidiano, cumpliendo con fidelidad las obligaciones diarias y también aprendiendo a tener ese trato caritativo con los demás.
Donde perdonamos, donde hacemos la vida más agradable, donde no llevamos cuenta del mal recibido.
Vamos a poner estas intenciones en manos de nuestra Madre la Virgen, para pedirle que nos ayude a ser mejores cristianos, que sepamos perdonar rápido, que sepamos llevar a las personas a Dios a través de nuestra humildad personal, como lo hizo la Virgen María.