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ENSÉÑAME A PEDIR

la casa

Señor, te dedicamos nuevamente estos diez minutos.  Son diez minutos en los que no estamos para nadie: ni para el celular, ni para ninguna otra cosa por muy urgente que sea.

Ya nos hemos acostumbrado a hablar contigo con naturalidad, vamos a decir a lo Moisés.

Moisés que hablaba contigo

“como quien habla con un amigo”

(Ex 33, 11)

y eso va a ser lo que vamos a intentar nuevamente en estos próximos diez minutos.

Hemos aprovechado tantas veces algún pasaje del Evangelio para seguir ese consejo de san Josemaría de meternos en esas escenas “como un personaje más”.

¡Cuántas veces no hemos venido a darte las gracias por un favor, incluso, hemos venido a darte gracias por algún milagro!

PEDIR NOS SALE MÁS NATURAL

En ocasiones no hemos hecho más que quedarnos en silencio escuchándote en una oración contemplativa, pidiéndote luces nuevas sobre nosotros y sobre nuestras vidas para ver cómo nos ves a nosotros Señor y cómo ves nuestras cosas.

Sobre todo, para sumergirnos en ese profundo amor que es el motor de nuestro caminar.  Pero me atrevería a decir que lo que más hemos hecho en esos ratos de oración es pedir, porque nos sale más natural.

Hemos venido a arrancarte favores que necesitamos para nosotros o para alguien a quien queremos mucho.  Nos hemos atrevido Jesús porque Tú mismo nos has dado permiso.

Es más, nos has animado muchas veces a hacerlo.  Nos has dicho:

“Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá.  Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”

(Mt 7, 7-8).

En otra ocasión, también nos dijiste:

“Y todo cuanto pidáis con fe, en oración, lo recibiréis”

(Mt 21, 22).

Lo hemos intentado de muchos modos, pero no siempre con el éxito que esperábamos.  Habíamos creído algunas veces pedir con fe y al final no se nos ha resuelto eso que estábamos pidiendo, no se ha resuelto nuestro problema.

¿POR QUÉ PEDIR?

Hace poco la mamá de un gran amigo me volvía a hacer una pregunta que recibimos con frecuencia los sacerdotes: “¿Qué sentido tiene pedir si Dios ya sabe lo que nos hace falta?”

Ojo que esta pregunta no era una pregunta en modo de desafío; la pregunta está formulada desde la fe.

Era más bien como el razonamiento de: si Dios es bueno, si Dios es mi Padre, si creo que Él conoce mi vida y ve mi futuro y no dejará de intervenir a mi favor, ¿por qué entonces nos invita a pedir en la oración si Él ya nos dará lo que nos conviene?

Creo que la duda es válida, también pensando en aquello que dice el Evangelio de que Dios se preocupa hasta de las aves del cielo y de los lirios del campo hasta el punto de que

“ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos”

(Mt 6, 29).

“Te hacemos esta pregunta a Ti Jesús: ¿Estamos seguros de que no se trata de un chantaje cruel?”  Algo así como el de quien se hace rogar solo por darse importancia.  Como un rey que se complace en ver cómo le ruegan sus súbditos.

“¿Qué ganas Tú Señor cuando acudimos pidiéndote algo?”  Yo creo que más bien la pregunta, va por: ¿qué gano yo cuando acudo a Dios pidiendo con fe? ¿Qué gano independientemente, si Dios termina concediéndome o no lo que le estoy pidiendo?

Yo creo que sí que ganamos mucho y entre lo principal está el que, al pedir, por fuerza estamos dejando de depender de nuestras seguridades y decidimos poner nuestras seguridades en Dios.

Es una apuesta arriesgada, pero sumamente inteligente, porque ya no confiamos solamente en que tengamos dinero, una voluntad determinada, de hierro o una gran capacidad gerencial para resolver problemas; o una red de personas a nuestra disposición que nos hacen ir más tranquilos por la vida.

Porque al pedir en la oración, tomamos la decisión más inteligente posible: mi seguridad está puesta en Dios y esta es una gran ganancia.

EL PASAJE DEL CENTURIÓN

En el Evangelio de hoy tenemos un ejemplo claro de una persona, en este sentido, sumamente inteligente, con una gran capacidad gerencial, una voluntad de hierro que le permitió escalar en la estructura social.

Además, cuenta a su disposición con una red de personas que podrían ayudar a resolver muchos de sus problemas.  Aun así, decide tomar una sabia decisión: “acude a Ti Jesús para pedirte un favor y su confianza y su abandono son asombrosos”.

Este hombre era un centurión romano instituido en poder sobre aquella región.  Seguramente habrá sido un hombre formado en disciplina (como suele suceder en aquel ámbito), con una voluntad de hierro, como suele suceder en ese mundo militar.

Probablemente tenía dinero con el que, incluso, había ayudado a la construcción de la sinagoga de Cafarnaúm y, por su cargo, contaba con personas que le ayudaban.

De hecho, te dice Señor:

“Tengo soldados a mis órdenes.  Le digo a uno “vete” y va; y a otro “ven” y viene; y a mi siervo: “haz esto” y lo hace”

(Lc 7, 8).

En cierto modo, podemos decir que este hombre contaba con unas seguridades en su vida que difícilmente se podrían superar: dinero, poder.

Podía ir tranquilo por la vida y, aun así, toma la decisión de no confiar en esas seguridades y poner su confianza en Ti Señor.

LA FE DEL CENTURIÓN

La confesión es impresionante porque dice:

“Ni siquiera yo mismo me he considerado digno de ir a tu encuentro Señor.  Pero dilo de palabra y mi criado quedará sano”

(Lc 7, 7).

Con esto, aquel centurión saca cuentas y el resultado es que tenía poco qué perder (su orgullo en todo caso); en cambio, tenía muchísimo qué ganar.  Sacó sus cuentas y vio que lo más inteligente que podía hacer, era pedir con fe.

¿No deberíamos también nosotros hacer lo mismo? Aunque Tú Señor no le hubieses cumplido lo que te pedía, este hombre ya había ganado, sencillamente por esta decisión del abandono en la voluntad de Dios.

Pero, además, para mayor ganancia, Tú Señor accedes a su petición y ocurre el milagro: aquel siervo queda sanado.

“Cuando volvieron a casa los enviados, se encontraron sano al siervo”

(Lc 7, 10).

No es difícil notar que la petición del centurión cumple con estos tres requisitos de los que habla san Agustín.

Él decía que cuando Dios no nos concede algo es porque pedimos “mali”, “male”, “aut mala”.  Esto es en latín, un juego de palabras que, en español, se podría traducir por: malos, malamente o cosas malas.

JESÚS NOS INVITA A PEDIR

Te explico brevemente: San Agustín dice que

“puede que no se nos sea concedido lo que pedimos en la oración porque somos “mali””, es decir, porque somos malos o porque no estamos suficientemente bien dispuestos para la petición.

“O porque pedimos male”, que es un adverbio que quiere decir algo así como: malamente; porque pedimos mal, con poca fe, sin perseverancia o con poca humildad.

En tercer lugar, apunta san Agustín que “Dios puede que no nos conceda las cosas porque pedimos mala”, que en español significaría cosas malas o cosas que van a resultar, por alguna razón, no convenientes para nosotros y que Dios, que sabe más, no nos va a conceder algo que nos hace daño, aunque a nosotros nos parezca que es algo buenísimo.

(La ciudad de Dios, 20, 22).

En el suceso que recoge el Evangelio de hoy, vemos que la oración del centurión sí que pasó la prueba de san Agustín.  Él no pide “mali, aut male o aut mala”, sino con humildad, lleno de fe.

Lo que pedía ni siquiera era algo bueno para él directamente, era algo por supuesto que él quería, era un bien para un amigo suyo, para un siervo suyo, para el prójimo y Dios terminó concediéndole lo que pedía.

PEDIR COMO DIOS QUIERE QUE LO HAGAMOS

“Gracias Señor porque Tú también nos invitas a nosotros a pedir, pero échanos una mano para que lo sepamos hacer bien.  Para que lo sepamos hacer con la fe, con la humildad y con la perseverancia de este centurión que leemos en el Evangelio de hoy.

De hecho, lo hizo tan bien que solemos usar sus palabras cada vez que nos acercamos a recibirte en la sagrada Comunión.  Ayúdanos a decir estas palabras también nosotros con fe, de modo que sea una lección de oración para nosotros, de oración de petición.

Discúlpanos el abuso Señor, pero si te pedimos es porque Tú nos invitas a hacerlo, pero vamos a hacerlo como Tú quieres que lo hagamos”.

“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, de que oigas en mi súplica, de que me concedas este o aquel favor que te pido con insistencia, pero creo firmemente que tan solo una palabra tuya bastará para sanarme”.

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