LA ALEGRÍA DE LO NUEVO
No sé si te ha pasado alguna vez, en estos videos de YouTube, que se ve a un niño que, de repente, le ponen un aparato para escuchar por primera vez a su madre, después de que ha nacido y el niño empieza a emocionarse. O a ese joven que le dan unos lentes porque solo ve las cosas blanco y negro y, de repente, descubre los colores.
Recientemente salía, también, unos videos de unas operaciones con una computadora que hace que recobren la movilidad unos tetrapléjicos y se ve el rostro de estas personas que cambian completamente. Yo, al menos, me pego la emocionada cada vez que veo cosas de ese estilo, porque se ve esa alegría de descubrir algo completamente nuevo.
ELCIEGO EN BETSAIDA
Y hoy, el Evangelio que nos propone la liturgia, sucede algo similar. Es un texto de san Marcos, en el capítulo octavo. Y dice:
“En aquel tiempo, Jesús y los discípulos llegaron a Betsaida”
(Mc 8, 22).
Interesante, porque esta ciudad es una ciudad en la que el Señor, claramente, les ha dicho que no creen en Él, que es una ciudad de pecadores. Y luego dice:
“le trajeron un ciego, pidiéndole que lo tocase”
(Mc 8, 22).
Y aquí sucede algo interesante y es que el Señor:
“le saca de la aldea y le lleva de la mano y lo untó con saliva en los ojos y le impuso las manos y le preguntó: -¿Ves algo? Y empezó a distinguir”
-este hombre-
“y dijo: -Veo hombres que parecen árboles, pero andan”
(Mc 8, 23- 24).
Y le puso otra vez las manos en los ojos y el hombre miró y estaba curado y veía todo con claridad.
EL MILAGRO
Se produce ese mismo efecto de que el hombre se regocija de ver las cosas y de descubrir cosas que no había visto nunca antes. Sin embargo, esta es la primera vez que lo logra Jesús en el segundo intento. Ahí se produce el milagro definitivo.
Aunque Jesús vivió durante su corta vida terrenal como hombre lleno del Espíritu Santo, nunca se dieron como frustradas sus milagrosas acciones. Pero en esta ocasión, al parecer, se produjo como un milagro incompleto.
El Señor escupe, hace el lodo, lo aplica con las manos a los ojos de este hombre invidente y el ciego recupera la vista, pero de forma parcial.
No soy capaz, ni por un momento, de pensar que Jesús no pudiera sanar la ceguera de ese hombre debido a algún tipo de imposibilidad, en cuanto al poder que Jesús tenía o sobre el dominio de todas las cosas; Él es Dios.
Jesús no falló en absoluto, de eso estoy completamente seguro. Pero esta aparente frustración inicial, se convirtió en una auténtica parábola viviente en la persona de ese ciego.
Cuando el Maestro le pregunta al hombre:
“¿Ves algo?”
(Mc 8, 23).
La respuesta es realmente descriptiva:
“Veo a la gente como árboles que andan”
(Mc 8, 24).
Y a continuación, las manos de Jesús se posan sobre los ojos de este ciego y entonces comienza a verlo todo con máxima claridad.
Este es uno de los muchos milagros que han quedado registrados entre tantísimos otros que ocurrieron, pero que no están descritos en los Evangelios; nos dice el apóstol san Juan, al final de su propio Evangelio, en el capítulo 21.
ABRIR LOS OJOS DEL ALMA
La escena me recuerda a cada uno de los que hemos nacido de nuevo, a los que recuperamos la vista al momento que son abiertos nuestros ojos del alma y comenzamos a ver lo nunca visto; pero, a veces, turbiamente, al igual que los niños recién nacidos que no pueden ver con claridad hasta pasados unos meses.
Estamos viendo gradualmente las cosas como son en esta nueva realidad y en esta nueva dimensión de la vida del converso, del que se acerca de nuevo a Dios.
Ahora, el problema es que, muchos de nosotros, seguimos viendo a los hombres como árboles que andan. No acabamos de ver claramente la invaluable imagen de Dios en la gente que nos rodea y esto manifiesta una deficiencia en nuestro desarrollo espiritual.
VER CON LOS OJOS DE JESÚS
“Por eso Jesús, hoy que estamos hablando contigo y que Tú conoces nuestra vida interior, esta pregunta: ¿cómo veo a las personas que me rodean?”
¿Las vemos con ojos de Jesús? ¿Con la necesaria compasión por su precario estado espiritual o por sus profundas necesidades? Porque si buscamos un poco los Evangelios, vamos a ver que hay tres actitudes que tiene Jesús cuando ve a las multitudes desamparadas; eso se resalta llamativamente.
La primera es que Él vio a la gente desorientada y perdida en mil historias y vio la necesidad de la gente. Veíamos anteayer, que tienen hambre o que ve que están como ovejas que no tienen pastor. Se da cuenta inmediatamente de qué es lo que pasa; la necesidad que tienen esas personas.
La segunda reacción de su Corazón es que siente compasión por ellos. Se identifica con su necesidad, eso es tener compasión, compatire. Viene justamente de: “sufrir con”. De patire – sufrir; compatire – sufrir con. Padecer por lo mismo, se compadece por ello y es movido a misericordia.
Y la tercera actitud que tiene Jesús, es la de actuar de inmediato: hablándoles consoladoramente sobre el Reino de Dios, sanando a los enfermos que iba encontrando a su paso por las ciudades o por las aldeas que visitaba…
EL CIEGO DE NACIMIENTO
Por eso, me llama también, poderosamente la atención, el milagro de un ciego de nacimiento, que se nos narra en el Evangelio de san Juan, en el capítulo 9:
“Al pasar, Jesús vio un hombre ciego de nacimiento…”
(Jn 9, 1).
Y lo destacable es que Dios ve hombres y mujeres integrales.
Jesús vio a un hombre y a un hombre ciego además, no lo confunde con el paisaje que hay alrededor, se da cuenta que es ciego. No se fija en las personas que estaban a su alrededor, se fija en él. Lo identifica de manera precisa, singular y actúa en su favor.
La gente tiene el alma, muchas veces, mortalmente enferma, pero no lo saben o no lo quieren saber a ciencia cierta, porque están -como muchos de nosotros estábamos antes- muertos a la vida antes de esta conversión, antes de darnos cuenta de la necesidad de tener a Cristo en nuestras vidas.
Por eso, me siguen maravillando las palabras del ciego de nacimiento que recuperó milagrosamente la vista:
“Una cosa sé, que habiendo sido ciego, ahora veo”
(Jn 9, 25),
les dice a los judíos que le preguntaban cómo podía haber recuperado la vista.
Podemos imaginar el impacto visual y emocional de alguien que nunca vio un amanecer o un precioso atardecer, ni las sorprendentes bellezas de la naturaleza.
Seguro que no podemos llegar a calibrarlo en toda su magnitud. Tal vez, nos podemos identificar, como en esos vídeos que decíamos antes, de esas personas que recuperan o que por primera vez tienen la opción de escuchar a su madre o ver colores o caminar…
¿CÓMO VEO A LOS DEMÁS?
¿Cómo veo y cómo percibo a la gente que está a mi alrededor? ¿Como árboles inertes o como preciosas almas creadas a la imagen y semejanza de Dios, que tanto les ama?
Por eso, la reflexión final, sin duda alguna es: ¿cuánto vale un alma para Dios? ¿Qué valor le otorga Dios a cada ser humano?
Y por contraste, debemos preguntarnos todos y cada uno de nosotros ¿cuánto valor le otorgo yo a cada ser humano que está a mi alrededor? ¿Les veo, siento, actúo como Jesús lo haría? O ¿miro hacia otra parte? ¿Cierro mi corazón y me quedo inmovilizado y recluido en mi pequeño mundo? ¡Que lo pensemos!
Señor Jesús, en este rato de oración, te pedimos que nos ayudes a limpiar bien los ojos para ver con tus ojos Señor. Que no nos quitemos estas cosas de nuestro corazón; al contrario, que veamos con claridad que los amas tanto, que tenemos que devolverles también todo el bien que podamos: a través de una predicación, a través de la ayuda material, a través de no pensar mal -por lo menos- de ellos, sino con tu infinito amor.
Vamos a pedirle estas cosas a santa María Virgen, ella es la más cariñosa de vista cuando les ve a sus hijos necesitados. A ella le pedimos que nos vuelva a nosotros también misericordiosos. Que aprendamos siempre a compadecernos de los demás para acercarles siempre a Dios con actitud positiva.