Hoy celebramos a María, celebramos su Inmaculado Corazón.
Me pregunto: ¿Habrá, o hubo, corazón en esta tierra más experto en el amor? ¿Más delicado, más tierno, más lanzado (porque el amor implica lanzarse), o más atrevido…? La verdad, no lo creo…
El Evangelio de esta fiesta termina con aquella frase:
“María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón”
(Lc 2, 51).
En el corazón Inmaculado de nuestra Madre, había espacio para considerar una sola cosa: Dios y las cosas de Dios… O más bien: todas las cosas a la luz de la mirada de cariño de Dios.
No es que no tuviera otros intereses, pero parece claro, que si nos ponemos a comparar, lo demás habría sido un desperdicio, un desperdicio de espacios del corazón… o de todo el corazón…
Hoy te pedimos, Madre nuestra, que nos ayudes a imitarte.
UNA PETICIÓN
Todo enamorado tiene ilusión de conquistar el corazón de la persona a la que ama… Por eso, yo creo, que más incluso que un mandamiento es una petición la que nos lanza Dios:
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”
(Mt 22, 37).
Es como si Dios, acompañado hoy de nuestra Madre, estuviera mendigando nuestro amor, diciéndonos: Dame, hijo Mío tu corazón… Ojalá supiéramos decirle con San Josemaría:
¡Jesús, guarda nuestro corazón! ¡Guárdalo para ti! Un corazón recio, fuerte, duro y tierno y afectuoso y delicado, lleno de caridad, por Ti, (…) con todas las almas.
Podemos aprender de nuestra Madre, como se da el corazón a Dios. Porque cuando Dios se lo pidió a ella, Santa María le respondió que sí (“fiat” le dijo, “hágase”).
Se lanzó a la aventura del Amor de Dios. Y tú y yo intentamos decirle hoy que sí, que también le damos el nuestro.
Pero le pedimos a Ella que nos enseñe cómo hacerlo.
CON TODO EL CORAZÓN
Una lección que me parece clara es esa: ¡Con todo el corazón!… Santa María siempre actúa así: con todo el corazón.
Ojalá tú y yo supiéramos poner el corazón por entero, en todo lo que hacemos: tu vida de piedad, tu trabajo, tus amistades, tu familia.
Que nunca se diera eso de limitarnos a cumplir fríamente con nuestros deberes, o a tratar con indiferencia a los demás… ¡No, nunca!
¿Cómo lo podemos hacer? Primero: atreviéndonos. Querer como Santa María quiere, implica atreverse, lanzarse…
Un relato anónimo cuenta: que un joven estaba aprendiendo a ser trapecista. Cierto día le preguntó a un veterano, qué cosas debía tener en cuenta, para lograr éxito en ese oficio tan arriesgado. “Cuando te lances del trapecio —respondió el hombre—, asegúrate de que tu corazón se lance en primer lugar.
Luego tu cuerpo lo seguirá naturalmente”.
Que “el corazón se lance en primer lugar”, esa es la visión sobrenatural de todo lo que hacemos…
Porque si la tenemos, -esa visión de ver las cosas como las mira Dios-, entonces no nos importa lo que hacemos, o la respuesta que recibimos, o lo que obtenemos a cambio, no nos importa con tal que sea para Dios.
A través de ese trabajo, de esas obligaciones, de esas amistades, vamos a amar a Dios y a servir a las almas.
Por eso querer a Dios nos lleva a querer bien a los demás, aunque no nos veamos correspondidos.
El cobarde, el que no quiere arriesgar nada, el que solo se voltea a ver a sí mismo, en el fondo no sabe amar… ¡No arriesga, pero no sabe amar!
HACERNOS VULNERABLES
Cuesta salir de esa cobardía, cuesta atreverse, cuesta darse, cuesta poner el corazón. Porque ponerlo es exponerlo, es hacernos vulnerables.
Como afirmaba un autor:
“Amar de cualquier manera es ser vulnerable. Basta que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre —seguro, oscuro, inmóvil, sin aire— cambiará, no se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible”
(C.S. Lewis, Los cuatro amores).
El problema es ese: ¡Irredimible! No se puede redimir, salvar, un corazón enterrado (como aquel talento de la parábola) por miedo a que se estropee, por miedo a sufrir, por miedo a equivocarse.
Ese corazón no se puede salvar, es un corazón egoísta, que en el fondo no es corazón porque estamos hechos para darnos; darnos a Dios y a los demás. Como nuestra Madre.
Claro que no se trata solo de sufrir. Porque estamos hechos para amar. Y ahí van muchas alegrías de por medio. O sea, las emociones, los sentimientos, son variadísimos…
Lo vemos en nuestra Madre. María se alegra con la Anunciación, se emociona con la visita a su prima Isabel, se angustia cuando se le pierde el Niño en el Templo, es más, su corazón se le hace añicos cuando lo ve colgando del madero de la Cruz.
¡Pero está allí porque quiere! ¡Y quiere querer! ¡Y seguro que no se cambiaría por nadie! Porque sabe amar. Está donde mejor se puede estar.
APRENDER DE ELLA
¿Cuál será la solución para nosotros entonces? Aprender de Ella, a ponerlo en primer lugar en Dios.
Lo que pasa, es que solo si tenemos el corazón puesto en el cielo, después podemos ponerlo bien en las cosas de la tierra. Y sacar cosas buenas de él para todo lo que hagamos…
Ya lo dices Tú Jesús:
“El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas”
(Mt 12, 35).
Pero cómo me cuesta Señor… la vida es difícil, las cosas no resultan fáciles de entender.
Te pedimos que nos ayudes a tener siempre la mejor respuesta, la respuesta del amor, que es justamente ese meditar y conservar todas las cosas en el corazón; como tu Madre.
Que seamos capaces de mantener ese diálogo, esa conversación continua contigo; que es donde encontraremos siempre el consuelo o, al menos, la paz.
Que no caigamos en ese monólogo, ese darnos vueltas, pensando solamente en nosotros…
Hay que voltear a ver a Jesús, como santa María, y decirle que, a pesar de nuestras debilidades, queremos ser suyos, solamente suyos, enteramente suyos…
AGRADAR A DIOS
Y es que así, nos volvemos expertos en el amor, porque Dios es amor, y Amor “con mayúscula”, entonces mientras más tengamos el corazón en Él, pues más expertos en el amor. Y como decía san Agustín:
“Ama y haz lo que quieras. Si calla, calla por amor (…); si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Que exista en tu alma esa raíz de caridad, pues de ella no puede proceder sino bien.”
Y es que esa es la verdadera fuente de libertad…, la fuente de la paz también… No porque hagamos locuras, sino porque lo que hacemos, aunque a veces parezca locura, tiene como motor el agradar a Dios, y por Él, a los demás. De eso siempre salen cosas buenas…
El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas…
Madre mía, en esta fiesta de tu Inmaculado corazón, te confieso que no sé si me atrevo a lanzarme.
Me cuesta. Prefiero muchas veces encerrarme en mi mismo. No me siento correspondido muchas veces, me llevo decepciones y sinsabores.
Pero precisamente como yo no me atrevo del todo, te doy mi corazón a Ti, para que lo cambies. Te pido que lo hagas bueno, y que hagas con él lo que haga falta…
Y pienso que nuestra Madre nos responde -con unas palabras de San Josemaría-:
“¿Cómo no voy a tomar tu alma [corazón] —oro puro— para meterla en forja, y trabajarla con el fuego y el martillo, hasta hacer de ese oro nativo una joya espléndida que ofrecer a mi Dios, a tu Dios?”
(San Josemaría, Prólogo de Forja).
¡Ojalá que nosotros le respondamos que estamos dispuestos! Que haga con él lo que quiera, con tal de que se parezca al suyo.