EL JUICIO DE DIOS
“No juzguen para no ser juzgados. Porque con el juicio con que juzguen, se les juzgará, y con la medida con que midan, se les medirá” (Mt 7, 1-2).
Así comienza el evangelio de hoy. Y creo que lo tenemos claro: no hay que andar juzgando a la gente. No nos gusta que nos juzguen, tampoco nosotros podemos andar por ahí juzgando… ¿Quién te ha constituido en juez? Nadie. Pues déjate de juicios y valoraciones.
Pero en las palabras tuyas, Jesús, no solo te refieres a que yo tendré de acuerdo con lo que doy. Haces referencia Jesús -Tú, Señor-, haces referencia también al juicio de Dios. Dios me juzgará tomando como medida mi juicio sobre los demás. Aquí ya la cosa se pone un poco más seria, porque una cosa es que la gente me juzgue y otra muy distinta es que sea Dios quien lo haga.
Y me acordaba de aquello que recogió san Josemaría en su libro Camino. Es una consideración en base a un comentario que le hizo a él un amigo obispo. Dice: “Me hizo gracia que hable usted de la cuenta que le pedirá nuestro Señor. No, para ustedes no será Juez -en el sentido austero de la palabra- sino simplemente Jesús”. — Esta frase, escrita por un Obispo santo, que ha consolado más de un corazón atribulado, bien puede consolar el tuyo” (Camino 168).
No será juez, sino simplemente Jesús. La verdad es que consuela… Bueno, consuela si tengo trato con Jesús (como procuramos tenerlo en estos 10 minutos con Jesús) y si busco su amistad (como la buscamos aquí), si procuro que su amistad me transforme y me haga parecido a Él; porque los amigos acaban teniendo muchas cosas en común, muchos parecidos.
Tú y yo, seguramente, tendremos mucho qué mejorar, incluso el no ser juzgones. Pero nos queda camino por delante. Todavía podemos crecer en intimidad con Jesús y pedirle que nos transforme, que nos ayude a parecernos más y más a Él. Así será simplemente Jesús, que es mi amigo, no mi juez en el sentido austero de la palabra.
VIVIR SANTAMENTE PARA MORIR SANTOS
Para los santos ha sido así. Y lo pensaba porque justo en una fecha como hoy, el 26 de junio de 1975, Josemaría Escrivá de Balaguer, se encontró con Jesús cara a cara. Y, como la Iglesia lo ha afirmado con su canonización, o sea, con declararle santo, se ve que ese encuentro no fue entre un acusado y un juez, sino un encuentro entre amigos.
Está aquello que dicen que dijo san Josemaría en una ocasión. Recoge una posible descripción de la escena de ese encuentro que tuvo lugar en una fecha como hoy. Decía:
“Cuando te vea por primera vez, Dios mío, ¿qué te sabré decir? Callado esconderé mi frente en tu regazo… y lloraré, como cuando era niño. Tus ojos mirarán todas mis llagas… ¡Te contaré después toda mi vida… aunque ya la conoces! Y Tú, para dormirme, lentamente, me contarás un cuento que comienza: erase una vez un hombrecillo de la tierra… y un Dios en el Cielo que le amaba con locura”.
Bueno, pues no fue Juez, sino simplemente Jesús. Pero para morir como un santo, hay que vivir santamente…
Como dice una de las biografías de san Josemaría: “No hay para el santo “muerte repentina”, por lo mismo que no hay “muerte improvisada”. El santo tiene siempre hechas las maletas para el último viaje. Como todos, él desconoce también el día y la hora. Pero, a partir de cierto momento empieza a tener intuiciones, luces fugaces, vislumbres entreverados de claridad y oscuridad. Se va internando en algo que atardece y en algo que amanece. Un luminoso crepúsculo donde hay que entornar los ojos, cerrarlos casi, porque tanta luz ciega. Entonces desea no ver nada, o ver solo… con los ojos prestados de Dios.” (El hombre de Villa Tevere, Pilar Urbano).
Uno muere como vive. No hay más secretos. Así es la vida, y por eso así es la muerte. Los expertos en la Vida, (la vida con mayúscula) son los santos. Por eso son también los expertos en cómo se muere. Porque, con todo respeto, pero mueren con estilo. Como todos, pero de una forma especial. Hay un algo. No por nada se dice que mueren en olor de santidad…
Pues san Josemaría “siente cada día más próximo su fin terreno y ofrece la vida por la Iglesia, por el Santo Padre y por el Opus Dei. Sin embargo, todos esperan (…) que el Señor le concederá más años de vida, y protestan filialmente cuando vuelven a oírle decir: Ya se me hace de noche…” (Misión cumplida, H. Azevedo).
SAN JOSEMARÍA SE ENCUENTRA CON JESÚS
“Ese día, ese día final, el 26 de junio de 1975, se levanta muy temprano, como siempre. Se viste la sotana nueva porque piensa salir de la casa. Hace media hora de oración, como acostumbraba cada mañana. (…) Ese es el arranque de su quehacer. A las 7:53 celebra la misa -en honor de la Virgen María- (…) Después de la acción de gracias, el desayuno frugal (…) hojeando la prensa.
“Habla con dos hijos suyos y les encarga que visiten al doctor Ugo Piazza, el médico de Pablo VI” (para esta y las siguientes citas del relato cfr. El Hombre de Villa Tevere, Pilar Urbano) para que le digan, que le recuerden al Santo Padre, que él ofrece su vida todos los días por la Iglesia y por el Papa.
“A las 9:35 sale -acompañado por el beato Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría- hacia Castelgandolfo. Otro conduce. (…) Y aunque es temprano, por la carretera aprieta ya el calor. Rezan una parte del rosario”.
Va a visitar a un grupo de hijas suyas. Está en un rato de tertulia con ellas, son muchas y de muchos países. Pero han transcurrido unos veinte minutos cuando se siente indispuesto…
“Descansa un poco y, en cuanto le parece que está mejor, se levanta decidido a irse. Le insisten para que permanezca más tiempo reponiéndose”. Pero se niega. Se despide de Jesús en el Sagrario y vuelve a Roma. Una de las que estaban allí ese día me comentó que mientras san Josemaría se subía al carro les dijo un adiós bastante inusual, porque siempre se despedía con otras palabras… y les hizo un gesto mirando por encima de las gafas, que solía hacer cuando les hacía una broma… Todas se quedaron, no sé, como bien impresionadas -en el buen sentido, pero notaron que había algo distinto.
¡Qué corto es el tiempo para amar! Y a Josemaría Escrivá se le escapaba el tiempo como el agua entre las manos. Él, que había enseñado a tantos a vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte.
Llegó a su casa, llamada Villa Tevere. Subió dos pisos por las gradas. El beato Álvaro comentó alguna vez que no sabía de dónde había sacado las fuerzas para subir esas gradas. Saludó al Santísimo en el oratorio haciendo una genuflexión pausada, diciéndole en sus adentros un “Jesús te amo”, como se lo había dicho tantas veces.
Se dirigió al ascensor y subió al piso donde se encontraba su cuarto de trabajo, donde le esperaban todos los días papeles con asuntos fáciles o difíciles de resolver, alegres o dolorosos. Es sorprendente que se dirija ahí y no a su habitación para descansar y reponerse…
Pues él, que aprovechaba el tiempo para acercarle almas a Dios y para tratar a Dios, valiéndose de lo más ordinario, aprovechando cada segundo, cada movimiento, había enseñado a tantísima gente a valerse del uso de la manecilla de una puerta para abrir y cerrarla con cuidado, cuidando las cosas pequeñas.
Y mientras lo hacía, decir una jaculatoria, dejar pasar al Ángel Custodio y cuando entraba en la habitación, voltear a ver a la imagen de la Virgen que había ahí.
Pues con sus últimas fuerzas físicas, volvió a abrir aquella puerta para entrar en la habitación y en aquel momento no le esperaban papeles, sino Dios con los brazos abiertos para llevarle al Cielo.
Así mueren los santos. Se encuentran con Jesús, ven su rostro y confirman una vez más que todo ha valido la pena. Que no es un juez, sino simplemente Jesús.