Icono del sitio Hablar con Jesús

¿CUÁNTO VALES?

¿CUÁNTO VALES?

“Cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está mandado en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor; y para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones, según lo mandado en la Ley del Señor”

(Lc 2, 22-24).

Con estas palabras introduce san Lucas la escena de la fiesta que celebramos hoy: la Presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén. Pero me quería detener aquí.

Resulta que después de la purificación tenía lugar la presentación y rescate (así como lo oyes: rescate) del primogénito. En el Éxodo estaba escrito:

“El Señor dijo a Moisés: Declara que todo primogénito me está consagrado. Todo primogénito de los hijos de Israel, lo mismo hombre que animal, me pertenece siempre”

(Ex 13, 1-2).

O sea: el primer hijo pertenecía a Dios. Para retenerlo: había que pagar un precio por él. Por eso se daba la ofrenda.

“Esta ofrenda de todo primer nacido recordaba la liberación milagrosa del pueblo de Israel de su cautividad en Egipto y la especial soberanía de Dios sobre él. Todos los primogénitos eran presentados, entregados, a Yahvé y luego eran restituidos a sus padres.

Los primogénitos del pueblo habían sido destinados (…) a ejercer las funciones sacerdotales; pero más tarde, cuando el servicio del culto fue confiado únicamente a la tribu de Levi, esta exención se compensó con el pago de cinco siclos para el mantenimiento del culto. [Cinco siclos era el equivalente a la paga por unos veinte días de trabajo]

San José pagó dos tórtolas o dos pichones que habrá sido más barato que eso, porque la verdad es que no tenía dinero.

La ceremonia consistía, de hecho, en la entrega de estas monedas al Templo. (…) No era necesario llevar a Jerusalén al recién nacido y presentarlo en el Templo; bastaba con que el padre entregase el impuesto sagrado en la sinagoga del lugar donde vivía”

(Vida de Jesús, Francisco Fernández-Carvajal).

HIJO DE DIOS

Pero José y María quisieron llevar al Niño al Templo. “Te llevaron Señor.” ¿Por qué? Yo creo que era, simplemente, la plena consciencia de que este Niño no les pertenecía. Iban ir a presentarlo al Señor al Templo, a pagar la ofrenda, pero sabiendo que el Hijo de Dios era eso: Hijo de Dios. No era de ellos.

No había tesoro en la tierra que fuera capaz de pagar lo que aquel Niño significaba para Israel y para el mundo. Solo el mismo Dios era capaz de acoger a Jesús, con todo su valor, en su regazo. Y Dios estaba en el Templo. Me parece lógico.

Ahora, no pases por alto el hecho de que Jesús nos da ejemplo en cada escena de su vida. También en esta. Dios nos dice, te dice: “No te perteneces, sino que me perteneces. Desde que has venido al mundo eres mío.”

Es una realidad abrumadora. Pero es así: no nos pertenecemos, tú y yo no nos pertenecemos. Somos de Dios. Es más, san Pablo dice que

“hemos sido comprados a gran precio”

(cfr. 1 Cor 6,20)

¿Qué precio? El que Él ha pagado: su sangre, su vida; un precio de Cruz.

Y es que para Dios vales mucho. Nos dice: “No te perteneces, sino que me perteneces. Desde que has venido al mundo eres mío. Vales mucho, vales todo.”

¡Qué triste que, en muchas ocasiones los hombres no nos damos cuenta de lo que valemos a los ojos de Dios!

UN VIEJO CRUCIFIJO

Me recordaba de lo que se cuenta que sucedió por allá por el año 1834. De como un modesto pintor asistía a una subasta de objetos de arte en la que se ponía a la venta un viejo Crucifijo, sucio y polvoriento, por el que un individuo ofrecía una cantidad bastante baja.

Al pintor le dolieron las bromas que hicieron algunos de los presentes a costa del Señor y se animó a ofrecer un poco más de dinero para quedarse con la talla, cosa que le resultó muy fácil pues nadie pujó ni un franco más.

Al día siguiente se puso a limpiarlo con un cepillo y encontró grabado a sus pies el nombre de Benvenuto Cellini, el gran artista florentino. La Cruz, según se supo después, procedía del saqueo popular del palacio de Versalles durante la revolución francesa. Y, hay que decirlo, el rey pagó por ella una cantidad elevadísima de dinero al modesto pintor.

No sabes lo que vales, hasta que te ves limpio, purificado, rescatado por la sangre de Cristo. Dios nos limpia, y nos ve, y nos dice: “Eres mío. Vales mucho, vales toda mi sangre.”

“Gracias Dios mío. Pero dame consciencia de esto, porque se me olvida, me ensucio con facilidad, es como si no me valorara y me fuera a revolcar en la suciedad del pecado…”

A Ti, Jesús, se te habrán escapado con mucha pena aquellas palabras que dijiste en una ocasión:

“No den las cosas santas a los perros, ni echen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y al revolverse los despedacen”

(Mt 7,6).

Y pienso que las habrás dicho pensando en nosotros. Como diciendo: “eres demasiado valioso como para que te eches a perder en cosas tan bajas, tan ruines…”

SOMOS DE DIOS

La fiesta de hoy nos recuerda: no nos pertenecemos, somos de Dios, somos valiosos a sus ojos, no nos rebajemos al pecado, a la mediocridad…

Toda tentación no deja de ser una tentación que propone justo eso. Por eso me gustan aquellas palabras de san Josemaría:

“El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer —que nada vale—, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad”

(Camino 708).

Eso: no te dejes (no nos dejemos engañar), vales mucho. Claro, la pérdida del sentido sobrenatural hace que esto se pierda completamente de vista. La dignidad de hijos de Dios se pierde de vista cuando Dios desaparece del horizonte.

Le daba una gran pena cuando me lo contó, a mí me dio mucha pena escucharlo también. Resulta que un hombre de mediana edad (incrédulo, anticlerical; te lo digo desde ya por lo que voy a contar) se cruzó con aquel sacerdote joven, recién ordenado (con cara de niño).

Era una mañana de verano en algún rincón de Europa, las calles vacías. Él venía de celebrar Misa caminando por la calle cuando se cruzaron sus caminos. Este hombre le miró con cara de cierta sorpresa -tal vez ante la juventud, no sé, me parce por lo que contaba- y la cara de sorpresa rápidamente muto en cara de desprecio mientras le lanzó aquella frase hiriente: “¡Jo, macho! [perdón por la expresión, pero así lo contaba] ¡Qué desperdicio!”. Al joven sacerdote le dio lástima aquel pobre hombre. Él se sabía dichoso, pero pensó: “pobre, no sabe lo que se pierde”.

Y yo me pregunto: “¿por qué habrá quienes no te valoran Señor? ¿o que no se valoran a ellos mismos, porque en lugar de darle a todo lo suyo el valor más grande, que es el valor sobrenatural (el divinizar, el santificar) piensan que no vale la pena…?
Jesús Niño, es presentado en el Templo al Dios de Israel, a su Padre Dios. Él mismo es la mayor ofrenda que jamás pudo ofrecerse en aquel Templo.

Tú y yo estamos hechos también para Dios. Somos poca cosa, pero a los ojos de Dios somos la ofrenda más valiosa, le pertenecemos.

Jesús fue llevado al Templo en brazos de su Madre. Pidámosle a Santa María, nuestra Madre, que nos presente ante Dios para dejarnos mirar por Él y caer en la cuenta de lo que realmente valemos.

Salir de la versión móvil