TE CUENTO UN CUENTO…
Hoy, Jesús, comienzo este rato de oración contándote un cuento que leí hace poco.
“Uno de los cuentos de Andersen comienza con la historia de un espejo mágico construido por unos duendes perversos.
El espejo tenía una curiosa particularidad, y es que al mirar en él, sólo se veían las cosas malas y desagradables, nunca las buenas. Si se ponía ante el espejo una buena persona, se veía siempre con aspecto antipático.
Y si un pensamiento bueno pasaba por la mente de alguien, el espejo reflejaba una risa sarcástica.
Pero lo peor es que la gente creía que, gracias a aquel maldito espejo, podía ver las cosas como en realidad eran.
Un día, el espejo se rompió en infinidad de pedazos, pequeños como partículas de polvo invisible, que se extendieron por el mundo entero. Si uno de aquellos minúsculos cristalillos se metía en el ojo de una persona, empezaba a ver todo bajo su aspecto malo.
Y eso es lo que sucedió a un chico llamado Kay. Estaba una noche mirando por la ventana y, de repente, se frotó un párpado. Notó que se le había metido algo. Su amiga Gerda, que estaba con él, intentó limpiarle el ojo, pero no vio nada.
Sin embargo, a partir de entonces, Kay ya no era el mismo de siempre. Cambió su carácter. Sus juegos ahora eran distintos. Aparentaban ser muy juiciosos, pero su actitud era siempre crítica, ácida, distante.
Veía ridículo todo lo positivo y bueno. Le gustaba resaltar lo malo, poner de relieve los defectos de todo. Y aquel odioso cristal, que tanto había cambiado su modo de ver las cosas, se fue deslizando desde el ojo hasta llegar al corazón, que se enfrió tanto como su mirada, y se convirtió en un témpano de hielo. Y entonces ya no le dolía.
El chico acabó recluido en un frío castillo, y allí vivía, persuadido de que era el mejor lugar del mundo. Su amiga lo buscó de un lugar a otro durante un año. Y tuvo que superar muchas dificultades hasta que al fin lo encontró.
Vio entonces cómo el chico se entretenía coleccionando trocitos de hielo y componiéndolos con diseños muy ingeniosos. Era el gran rompecabezas helado de la inteligencia”.
Dejo ahí el cuento, ya te contaré como acaba.
AMAR A LOS DEMÁS
Pero no podía evitar contártelo porque escuchaba lo que decías hoy, Señor, ante la pregunta importante que te hace un doctor de la ley. La hace para tentarte, pero no por eso deja de ser importante.
«—Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?»
Todos escuchaban porque la respuesta a una pregunta importante es todavía más importante.
Y Tú respondiste:
«—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: —Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».
Pensaba en el cuento porque, escuchándote, se me venía a la cabeza aquel comentario que hace el apóstol san Juan en una de sus cartas:
«Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano»
(1Jn 4, 20-21).
OBRAS SON AMORES
Me acordaba de esto porque san Juan habla de “ver”. Y el cristalito en el ojo de Kay, o en nuestro ojo, afecta lo que vemos. Y como no te vemos es como que no nos afecta Contigo…
Por ahí hay gente que por no verte también se molesta. Te echan la culpa de mil cosas y preguntan: “¿dónde estaba Dios?”. Pero pienso que la mayoría no se hace problemas.
Bueno, el problema es no verte y olvidarte; pero eso es otra historia. Problema también es que no te vemos y decimos con facilidad que te amamos (como dice san Juan), pero luego no hacemos nada al respecto.
Bien nos podrías decir lo que alguna vez le susurraste a san Josemaría como un cariñoso reproche:
“obras son amores y no buenas razones”.
Por eso, coincido con el apóstol que dice que es muy fácil decir
«Amo a Dios»
y quedarme tan tranquilo mientras no amo al que tengo al lado. Y vamos por la vida con rencores, juicios temerarios, pequeños y grandes enfados o indiferencias.
Podemos terminar siendo de esas personas a las que dan ganas de decir que sean un poco “menos católicas”, porque hablan en tu nombre y van con bandera de creyentes, pero luego son ariscas, quejonas, de trato difícil, complicados…
VER A LOS DEMÁS POR SUS CUALIDADES
“Quizá en la vida ordinaria, a bastantes personas les ha pasado algo parecido [a lo del cuento]. En determinado momento, su mirada cambió. (…) Y al cambiar su mirada, cambió también su corazón.
Empezaron a ver a las personas por sus defectos en vez de por sus cualidades. Empezaron a ser envidiosos, a pensar mal, a sufrir con los éxitos ajenos, a ser victimistas. (…)
Quizá el problema es que el corazón está ya un poco frío y apenas nos duele, como le pasaba a Kay. Pero no por eso deja de tener y necesitar arreglo. Un cambio difícil, pero posible.
En el cuento [y ahora sí que te cuento el final], fueron las lágrimas de Gerda las que se abrieron camino hasta el corazón de su amigo, que también comenzó a llorar, y lo hizo de tal modo que, el maldito cristal, salió arrastrado por sus lágrimas.
También a nosotros nos puede ayudar mucho una mano amiga, una persona que supere los obstáculos que sean necesarios, hasta hacernos comprender lo triste de nuestra actitud.
La vida a veces es dura y difícil, pero lo es, sobre todo, por ese cúmulo de prejuicios que nos han entrado por la mirada, y han ido descendiendo hasta el corazón.
Y sólo ese llanto del alma nos hará valorar ese error y superarlo” (Carácter y acierto en el vivir, Alfonso Aguiló).
SENTIR AMOR POR TODO EL MUNDO
Jesús, quita los cristales de mis ojos. Que en conversación Contigo, en mis ratos de oración, tus palabras se abran camino hasta mi corazón.
Que tus lagrimas hagan brotar las mías de manera que el maldito cristal salga arrastrado y vea a los demás como Tú los ves. Y que yo, libre ya de cristales, pueda ayudar a otros a querer también.
Por eso, también pensaba que nos podía servir terminar este rato de oración, con lo que relata la protagonista de una novela acerca de su madre.
Dice que:
“Su ejemplo era un continuo desafío para mis reacciones egoístas. Un día, exasperada, le pregunté ¿cómo era posible que sintiera amor por todo el mundo? Y su respuesta me dejó perpleja. Me contempló, asombrada, como si yo fuera un ser de otro planeta.
Y me dijo: “Hija mía —y golpeó con suavidad mi frente, como si quisiera despertarme—, ¿de dónde sacas que yo siempre siento eso? El amor verdadero no siempre se siente, se practica”.
Ella solía decirme: “Actuar es la mejor forma de querer, hija. No es necesario que sientas amor por ellas —recalcaba—; sencillamente, ayúdalas. Verás qué pronto las quieres”.
Yo le llevaba la contraria, y le hablaba de personas a las que no podía querer, y ella me replicaba: “Cuando sientas odio hacia una persona, acuérdate de su madre, de sus hijos o de cualquier ser que la haya querido como tú quieres a los tuyos.
Trata de ponerte en su pellejo e inmediatamente dejarás de odiar”. Me insistía en que no hay posibilidad de amar sin rechazar el egoísmo, sin vivir para los demás, y que una vida sin querer a los demás es peor que un erial en tinieblas” (El volumen de la ausencia, Mercedes Salisachs).
Acudimos a nuestra Madre, santa María, para que golpee con suavidad nuestra frente, y nos despierte de manera que aprendamos a querer a los demás con obras y de verdad.