Hace un par de días leí esta sinopsis de un libro:
“Los seres humanos tenemos un alto nivel de autonomía y muchas veces podemos pensar que ahí reside nuestro principal valor: en la soltura con la que nos movemos sin ayuda de nadie.
Sin embargo, aterrizamos en este planeta, rodeados de múltiples y prolongados cuidados, en algún momento deberemos cuidar a otros y pasaremos momentos en los que nos tendremos que dejar cuidar, incluso sin esperar al tramo final de nuestra vida”
(Isabel Sánchez, Cuidarnos: En busca del equilibrio entre la autonomía y la vulnerabilidad).
Ahí voy a empezar -no lo he leído todavía, voy arrancando.
Me dio para pensar. Jesús, ahora que estoy hablando con Vos, yo estoy listo para cuidar a quien haga falta. Pero dejarme cuidar, eso hay que pensarlo. ¿Será que yo estoy dispuesto a dejarme cuidar? ¿A dejarme, por ejemplo, alimentar? ¿A dejarme ayudar para levantarme de una silla o de la cama?
Y no me quiero, Señor, ni imaginar dejarme ayudar a arreglarme, a bañar… Es que no lo quiero ni pensar. Pero tendría que estar dispuesto, tendría que estar preparado para eso. No sé si uno se pueda preparar para eso, para dejarse cuidar.
Cuando nacemos, nacemos absolutamente dependientes de otra persona: papá y, sobre todo, mamá. Y cuando estemos mayorcitos, viejitos, ancianitos, también nos van a tener que cuidar. Pero ese momento puede llegar antes.
¿ESTOY DISPUESTO A DEJARME CUIDAR?
Señor, quería comenzar este rato de oración con esa pregunta: ¿Estoy dispuesto a dejarme cuidar? ¿Estoy preparado para que me cuiden?
Ayer estuve visitando a Pipe. Es un niño de seis añitos, hijo de un buen amigo mío. Tiene otros cuatro hermanitos -son cinco hermanos. Tuvo una alergia y lo tuvieron que hospitalizar, entonces pasé a saludarlo.
Ahí estaba su papá, que además me dijo: “Padre, tienes una tarea: armar este rompecabezas de 60 piezas que yo me demoré 11 minutos y medio. A ver cuánto te demoras”. Y me puse ese reto y estuve allí con Pipe armando el rompecabezas. Me demoré… ¡el doble! Más de 20 minutos. No estaba tan sencillo, Señor, estaba difícil.
Ahí estuve acompañando un rato a Pipe. Luego llegaron sus hermanos del colegio. Su hermano mayor le traía un chocolate, que se lo comió inmediatamente. Luego pasó su hermana. Tenían que salir uno y otro para que pudieran entrar a la habitación.
Y fue muy bonito, Señor, la verdad, ver cómo llegaban con un cariño, con una ilusión de poder verlo, de poder estar con él un ratico…
Cuidar a una persona está bien, es atractivo. Tendría que ser atractivo, pero dejarse cuidar… Un niño de seis años quizá se deje cuidar nomás, pero ya conforme va creciendo… 15, 20, 30, 40.
EL TIEMPO JUNTO AL ENFERMO ES TIEMPO SANTO
Recordaba también un mensaje del papa Francisco que hace unos años -no recuerdo qué año dio este mensaje, pero decía:
“Sabiduría del corazón es estar con el hermano. El tiempo que se pasa junto al enfermo es un tiempo santo”
(Mensaje del Papa Francisco en la Jornada Mundial del Enfermo 2015).
Señor, me da mucho qué pensar. “El tiempo que se pasa junto al hermano –voy a quitar la palabra enfermo- es un tiempo santo”. El tiempo que dedicamos a una persona, Señor, es santo, es un tiempo santo. ¿Y por qué? Porque para eso viniste Tú, Jesús:
“Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”
(Lc 22, 27).
O también:
“No he venido a ser servido, sino a servir”
(Mt 20, 28).
A eso vino Jesús. Señor, pero también me tengo que dejar servir. Sobre todo cuando no pueda ser autónomo o cuando esté vulnerable.
En Roma tuve una experiencia muy bonita, la verdad, muy formativa. En algún momento cuidé un verano a un sacerdote que pasaba los 90 años. Mayor, tenía que andar en silla de ruedas y éramos un equipo de varias personas que lo cuidábamos. A mí me tocaba pasar la noche en la zona de enfermería donde vivía y allí cerquita estaba este sacerdote.
Una noche se despertó, yo lo escuché, me levanté y estaba buscando unas tijeras. Entonces le dije: -¿Por qué necesita unas tijeras? – Es que no siento las piernas. No es que se las quisiera lastimar, pero sí de pronto, chuzarlas un poquito o poner ahí el metal sobre sus piernas para ver si la sentía o no. Me impresionó.
Luego le acompañé, le hablé un momento, le levanté un poco las piernas y ya se fue calmando y calmando hasta que se durmió. Bueno, de esas hay muchas anécdotas con este buen sacerdote que dos años después murió. Murió con 94 ó 93 años, no recuerdo.
Tuve Señor la oportunidad de cuidar, pero si yo me quiero poner en esa situación, es difícil. De pronto de mi mamá o de algún hermano o alguna hermana. Pero tendríamos también que tener la capacidad de dejarnos cuidar de cualquier persona que nos quiera cuidar, que nos pueda cuidar.
DEJARNOS CUIDAR
Señor, yo te pido que me otorgues esa gracia de comprender el valor del acompañamiento, con frecuencia silencioso, de las personas que dedican tiempo a sus hermanas, a sus hermanos, a sus amigos… La cercanía, el afecto, que muchas personas se sientan amadas, consoladas por la compañía de alguien que está ahí y que no está mirando el reloj, que no lo hace para buscar una paga, una retribución, sino que lo hace gratuitamente. Dejarnos cuidar.
Continúa el Papa en ese mensaje:
«Estamos apremiados por la prisa, por el frenesí del hacer, del producir, y nos olvidamos de la dimensión de la gratuidad, del ocuparse, del hacerse cargo del otro. En el fondo, detrás de esa actitud, hay frecuencia una fe tibia que ha olvidado aquellas palabras del Señor que dice: A mí me lo hicisteis”
(Mensaje del Papa Francisco en la Jornada Mundial del Enfermo 2015).
Pero que también me lo deje hacer. Dejarme ayudar.
Señor, nos has dado una misión a los cristianos, a tus hijos. ¿Cuál es la misión que tengo yo? Y podríamos poner esa palabra: cuidar, acompañar, servir. El título de este libro que me estoy comenzando a leer: Cuidarnos. Qué bonita misión, cuidar al otro.
¿A quién? Al que tenga adelante. Al portero con el que me cruzo en las mañanas cuando llego al trabajo, a una señora que está haciendo aseo en un pasillo del colegio (estoy pensando en mi colegio), a una profesora, una alumna, una mamá… Hay que estar ahí, para acompañar, para cuidar, para servir. Qué palabra tan bonita: acompañar.
SER AGRADECIDOS CON LOS QUE NOS ACOMPAÑAN
La semana pasada terminó el torneo de tenis de Madrid y escuché las declaraciones de la campeona, una polaca, Iga Swiatek, que mirando a su equipo le decía: “Oigan, ustedes, ahí en la tribuna, gracias por acompañarme estas dos semanas en el torneo. Gracias por acompañarme”.
Señor y yo tengo que ser agradecido también a las personas que me acompañan. Que me acompañan a una cita médica, que me acompañan a comer en algún momento cuando no llego a la hora de comer, a comprar algo que necesito o que me acompañan a descansar un fin de semana, a dar un paseo.
Hay que ser agradecidos. Tenemos que ser agradecidos con esas personas que nos cuidan y dejarnos cuidar. Que vean en nosotros la cercanía de Dios.
Leía también esta misma mañana la primera carta de san Pedro y decía:
“No temáis ante sus intimidaciones ni os inquietéis, sino glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza”
(1Pe 3, 14-15).
¿Y cómo damos razón de nuestra esperanza o de nuestra fe? Con el amor, con el servicio, con la capacidad que tenemos de cuidar y de dejarnos cuidar.
Bueno pues Jesús, seguimos hablando contigo. Seguimos este día hablando con Jesús. Y le pedimos ayuda a la Virgen, a esta mujer que no dudó un instante en irse corriendo a prisa, con festinazione, a cuidar a su prima Santa Isabel.
Madre mía, que nos ayudes a cuidar a las otras personas, pero también a dejarnos cuidar, a tener esa humildad y esa disposición de reconocer la vulnerabilidad y de dejarnos cuidar.
Gracias Padre Santiago por hacernos reflexionar sobre esos 2 grandes actos de caridad cuidar y acompañar
Gracias Padre Santiago por hacernos reflexionar sobre esos 2 grandes actos de caridad cuidar y acompañar