“Al entrar en Cafarnaúm se le acerca un centurión rogándole: “Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente”.
Jesús le dijo: “Yo mismo iré a curarlo”.
Pero el centurión respondió: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará””
(Mt 8, 5-8).
Este es el Evangelio de hoy en este lunes de Adviento. Me parece que es bonito pensar cómo vamos a enfocar nuestro Adviento, cómo vamos a empezar a vivir estos días de preparación para la llegada del Niño Dios.
Me parece que una forma de prepararnos en el Adviento es hacer nuestra esa frase del centurión que tanto alaba a Jesús: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará”.
Vamos a ver, cuando pensamos en la relación de Jesús con las personas que le rodean, a veces no nos acordamos de que algunas de ellas tenían bastante prestigio o que tenían alguna situación de poder.
Los fariseos, por ejemplo, eran bien vistas las personas que estaban a su alrededor. Pero en el caso de un centurión… un centurión era un jefe militar de la potencia dominadora.
“Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer con insistencia hasta forzar a Jesús a ir a su casa.
En cambio, se hace pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es ‘manso y humilde de corazón’.
En efecto, Dios, que es amor, llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores”
(Homilía de S.S. Francisco, 29 de mayo de 2016).
EL VICTIMISMO
Cuánta diferencia encontramos en nuestras vidas cuando nos portamos mal con los demás porque muchas veces nos sentimos que somos tratados injustamente.
Porque nosotros tenemos una situación que debería considerarse. Porque o somos mayores o tenemos esa situación de poder o tenemos esta situación… “yo que lo he dado tanto” … esto se llama victimismo.
Cuando uno vive quejándose o uno ve las cosas mal a su alrededor, se llama victimismo
Leía hace poco a Fabián Villena que tenía algunas cosas interesantes sobre este aspecto que me parece que también es a veces espiritual:
“Con el victimismo perdemos lo más valioso que tenemos en la vida: la libertad, la capacidad de responder”.
Porque siempre estamos con el “pobrecito de mí”; con ese victimismo perdemos lo más valioso.
“Tu vida, tu bienestar, tu desarrollo profesional terminan dependiendo de otras personas o de las circunstancias”.
Es más, yo creo que, en general, eso nos lleva a ahorrar energía, que a nuestro cerebro le encanta. Asumir el rol del “yo soy el bueno, los demás son los malos; pobrecito de mí; ayúdenme; atiéndanme; párenme bola…”
Pero el precio que pagas a cambio de eso es que tu realidad no cambia; es que las cosas que están a tu alrededor se hacen más difíciles.
QUERER TODO LO MEJOR PARA NOSOTROS
Muchas señoras a veces (digo las señoras porque la verdad es que lo he vivido con alguna frecuencia) tienen problemas con sus propias madres y les parece que sus madres actúan, a veces, de forma incomprensible o que no son justas.
Se nota cómo estas mismas señoras se van pareciendo poco a poco a sus madres porque han dejado que ese victimismo también vaya entrando, porque ellas se molestan por las mismas cosas y son durísimas al decirlo.
A veces causan unas heridas grandes al querer dejar las cosas arregladas para defender, a veces, sus prebendas o a veces porque les parece que es lo justo.
No digo que sean siempre con mala intención, no, pero qué diferencia con este hombre. No se esfuerza a que Cristo mismo vaya a sanar al siervo enfermo, no quiere un trato preferencial; al contrario, “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará”.
“¿Cuántas veces Señor hacemos lo contrario y queremos eso, todo lo mejor para nosotros?” Aunque eso implique que otros no lo vivan mejor.
A veces pensamos que no podemos hacer las cosas porque no tenemos esas mismas características.
En este libro de Villena (que no es un libro espiritual, pero de todas formas me parece interesante) cuenta la historia de un senegalés que él se topó cuando tenía 27 años.
Él siempre había pensado que la culpa de no haber prosperado en su vida a los 27 años era porque, a los 15, tuvo que dejar de estudiar porque su padre tuvo un crack económico y entonces se tuvo que dedicar, desde esa edad, a vender zapatillas, que era el negocio familiar.
Entonces él siempre había hecho ese trabajo, no había estudiado, no había podido progresar.
VICTIMIZARSE LIMITA
Pero se topó con este senegalés que había aprendido a hablar español, valenciano, había empezado a vender también productos similares al suyo mucho tiempo atrás y estaba creciendo cada vez más, porque buscaba las oportunidades e intentaba hacer cada vez mejor las cosas.
Cuando se dio cuenta de esto, fue un cambio para él; o sea, dejó de sentirse víctima y empezó a buscar cómo mejorar las cosas.
Sentirse víctima es algo que nos limita mucho porque lo que nos hacemos es que alguien más nos solucione los problemas y la gente no está llamada a solucionarnos los problemas.
Cuando te crees demasiado, cuando quieres que todo te lo den solucionado y te quejas cuando no pasa eso, las cosas a veces no funcionan tan bien.
A mí siempre me sorprendió cómo san Josemaría nos animaba a vivir la pobreza, por ejemplo. Dice:
“No tienes espíritu de pobreza si, puesto a escoger de modo que la elección pase inadvertida, no escoges para ti lo peor”
(San Josemaría. Camino punto 635).
“Lo peor… no pues si yo me merezco lo mejor; yo, al contrario, soy el que necesita lo mejor para mí”.
San Josemaría nos hace darnos cuenta de eso: cómo es que lo mejor es para otras personas. “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, una palabra tuya bastará para sanarme”.
NO SOY DIGNO
“Tú Señor sigue ayudando a los demás, yo no necesito el mejor o el privilegio. Señor Jesús, que aprenda a ser manso y humilde, que sepa encontrar, en coger lo peor para mí”.
Esta manifestación concreta de hacer el bien a los demás, el no estarme quejando, el no darme demasiada importancia, el no estar constantemente pensando en cómo van a ser las cosas para los demás; que qué injusto que yo no tenga o que cómo me gustaría ser el mejor… eres lo que eres.
Pídele al Señor esta mansedumbre, este modo concreto de vivir esta entrega.
Ahora que estamos en el tiempo de Navidad, nos enseña clarísimamente a entregarnos de la misma manera que Jesús, que no temió a hacerse Hombre teniendo condición Divina, que se entrega para que nosotros podamos entenderle mejor.
“Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón”
(Mt 11, 29).
Yo no sé si el centurión del que habla el Evangelio de hoy había escuchado eso de los mismos labios de Jesús o de labios de otras personas que repetían eso que Jesús había dicho, pero es una manifestación concreta de mansedumbre.
“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará”.
Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero si Tú estás, si Tú dices una palabra, yo seré salvo.
Ponemos estas intenciones en manos de nuestra Madre la Virgen para que vivamos siempre esa mansedumbre que también caracterizó a nuestra Señora.
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