Hace unos días estábamos reunidos en una tertulia, un grupo de sacerdotes y yo -que era el menor de todos- escuchaba cómo la sabiduría iba viajando de un lado al otro de la sala.
Estaba yo -como dicen aquí en Venezuela- como pajarito en grama; es decir, mirando de un lado para otro, porque estaba impresionado y, en cierto modo, en la conversación sale a la luz el nombre de un personaje histórico, no reciente sino de hace varios siglos.
Uno de los sacerdotes comentó que a él le costaba muchísimo entender cómo este personaje se hubiese equivocado tanto en algo que ahora nos parece evidentísimo y lo doloroso de que ese error, esa equivocación le hiciera un daño enorme a la humanidad.
En ese momento, otro de los sabios abrió la boca y dijo: “es que su error no fue un error de la razón, sino un error de la voluntad»; dicho en cristiano, que es que no es que no haya entendido, sino que no quiso entender, no quiso conocer la verdad.
A mí esta frase me dejó de piedra, porque en este caso concreto fue así. El personaje en cuestión era sumamente inteligente; es decir, no es que no haya entendido, pero su voluntad quería entender otra cosa y no hubo modo de que entrara en razón.
Perdóname si la anécdota te parece tonta, pero es que no sabría cómo explicarte que algo en mi cabeza hizo clic. Para mí esta frase significó descubrir un nuevo Mediterráneo. Es que su error no fue de la razón, sino de la voluntad.
NO HAY PEOR CIEGO QUE EL QUE NO QUIERE VER
Es algo que había escuchado tantas veces… Finalmente hizo clic en mi cabeza, pero con una fuerza impresionante. Aquello de que:
“No hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere escuchar, ni que se lo repitan miles de veces”.
No sé si te ha pasado, pero cuando se vive con una persona con discapacidad auditiva, hay que llenarse de muchísima paciencia. Pero no solo de paciencia, sino también de comprensión y estar dispuesto a repetir muchas veces lo que haga falta, modulando bien las palabras, disculpando a la otra persona por algo que muy probablemente no sea su culpa.
Recuerdo el caso ahora de una persona muy mayor que necesitaba aparatos para oír mejor y vamos, ¡ni así! Porque sufría de sordera aguda y todo lo escuchaba con dificultad y sufría mucho porque no escuchaba prácticamente nada.
Digo prácticamente nada, porque escuchaba todo con dificultad menos una palabra: playa. Y cuando alguien se la decía, se le paraban las orejas como al mejor sabueso, porque era lo que más disfrutaba en la vida; quería oírla y era capaz de oírla, aunque fuera un susurro.
De nuevo, a veces se oye lo que se quiere y no se oye lo que no se quiere, ni que se lo repitan mil veces.
“Señor, esto me ayudó muchísimo, porque tantas veces en la oración Tú nos hablas bajito, casi susurrando y, si no queremos oír, ni aunque nos hables gritando.
Seguramente Tú comprenderás nuestra sordera, pero también seguramente lo que más te preocupa es nuestra falta de voluntad para oír”.
A veces, es una sordera para cosas que nos incomodan, porque cuando el jefe habla, hay muchos sordos, pero otras veces, es una sordera nuestra para cosas que, evidentemente, nos hacen muchísimo bien y no terminamos de creerlo, ni que nos lo repitan mil veces.
“No hay peor sordo que el que no quiere oír ni que se lo repitan mil veces”.
BIENAVENTURADOS
Pero en el Evangelio de hoy, Dios al menos hace el intento. “Tú Señor Jesús, hoy nos repites varias veces”:
“Bienaventurados, bienaventurados, bienaventurados…”
En el fondo esto es impresionante; es Dios diciéndonos muchas veces que nos quiere felices, que nos quiere bienaventurados.
Dios me quiere feliz y me lo repite varias veces a ver si me lo termino de creer.
A veces me imagino que desde el Cielo la Virgen María, los ángeles y todos los santos nos miran y se preguntan un poco consternados: ¿Y éstos por qué se equivocan tanto si el camino a seguir es evidente?
Pero probablemente, se den cuenta muchas veces: nuestros errores no son de razón, porque el camino es evidente, porque tenemos buena formación, porque tenemos dirección espiritual.
“Porque intentamos hablar contigo en la oración Señor, como ahora, pero que tantas veces el error es de la voluntad, porque no queremos escuchar, no queremos lo que Dios quiere para nosotros”.
Yo creo también que desde el Cielo todos ellos rezarán para que queramos ver, para que queramos escuchar.
“Señor, ¿por qué nos cuesta tanto creer que Tú nos quieres felices, bienaventurados? ¿Por qué nos cuesta tanto querer esa felicidad que nos repites en el Evangelio de hoy?
Yo creo que es porque, aunque todos queremos ser felices, no siempre queremos la felicidad, así como nos la promete Dios.
EL SEÑOR NOS QUIERE FELICES
“Señor Jesús, hoy Tú nos recuerdas que nos quieres felices, pero esas bienaventuranzas que escuchamos hoy vienen con sacrificios que claramente nos repugnan.
Hoy hablas de pobreza, de hambre, de lágrimas, de rechazo, de incomprensión… y ¿qué clase de felicidad es esta? ¿Cómo querer una felicidad así?” Porque estas cosas no las queremos en sí mismas, sino que a Dios no le interesan masoquistas.
Lo que queremos es esa felicidad eterna que Dios quiere para nosotros, que tarde o temprano pasa por la Cruz.
Porque pretender ser cristianos sin la Cruz es como buscar la felicidad, que no es la felicidad eterna que nos promete Dios; esa para la que estamos hechos.
Por eso no se trata de vivir esta vida tristes, como diciendo: “voy a matarme a vivir triste en esta vida, porque sé que en el Cielo voy a ser feliz”.
Es que Dios no quiere masoquistas.
Y nos cuesta entenderlo, pero detrás de todo está siempre la clave del amor, que es lo que le da sentido a todo.
Por amor somos capaces de afrontar incluso la incomodidad, el sufrimiento; también el dolor. Si lo que nos mueve en todo es el amor a Dios, podemos aspirar a un adelanto de esa felicidad del Cielo también aquí en la tierra.
Lo decía san Josemaría con una frase que a mí me encanta:
“Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra”
(San Josemaría, Forja punto 1005).
Dios quiere que aprendamos a ser felices ya en la tierra, como preparación para esa felicidad eterna en el Cielo, a pesar de las propias dificultades de la vida.
Es posible encontrarnos con la Cruz de Cristo; no solamente es posible, es inevitable. Una cruz como Dios quiere que la recibamos y es posible ser felices porque la Cruz no nos separa de Dios, sino que nos une más a Él.
SIEMPRE PODEMOS ELEGIR
A mí siempre me ha parecido muy emotiva esa confesión de san Pablo en la Carta a los Romanos, que pareciera que nos dice a gritos lo que tiene en el corazón:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada?”
(Rom 8, 35).
Estoy convencido de que ni la muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.
Por eso, cuando las cosas nos cuesten, sepamos que siempre podemos elegir: “¿Esto me va a acercar a Dios o me va a separar de Él?
Cuando venga el sufrimiento, ya sea físico o moral, siempre podremos convertirlo en nuestra oración total, una oración agradable a nuestro Padre Dios.
Cuando nos encontremos con la Cruz de Cristo, siempre podremos decidir entre verla con rebeldía, con resignación, con impotencia o seguir aquel proverbio tan sabio que dice en latín: “ad lucem per crucem”: Llegar a la Luz a través de la Cruz.
“Y si acaso ante esa Cruz inesperada y tal vez por eso más oscura, el corazón mostrara repugnancia… no le des consuelos. Y lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: corazón, ¡corazón en la Cruz! ¡Corazón en la Cruz!”
(San Josemaría, Via Crucis, Punto 5).
“Hoy en el Evangelio Señor, Tú nos reafirmas en ese convencimiento, de que siempre podremos vivir aquí en la tierra, abrazados a tu Cruz, un adelanto de la felicidad en el Cielo y de que Dios me quiere feliz.
Cuántas veces no lo hemos dicho en este rato de oración y que vivir así es posible. Y Tú Señor, me lo harás ver si humildemente te lo pido, aunque tengas que repetírmelo miles de veces”.