AMARTE CON NUESTRO POBRE CORAZÓN
Hace pocos días celebramos la solemnidad de la Anunciación, ese momento concreto de la historia en el que Dios baja a la tierra atraído por el peso de su amor.
Tú, Señor, te haces pequeño para que podamos recibirte, para que no nos abrume tu grandeza y seamos capaces de amarte con nuestro pobre corazón. Esto es lo que en teología se denomina la “kénosis”, el anonadamiento, ese ‘vaciarse’ de este Dios tan bueno, hasta el extremo de despojarse voluntariamente de toda su gloria.
Es a lo que nos dirigimos en estas últimas semanas de Cuaresma, a que también nosotros nos ‘vaciemos’ de lo que nos impide amar con plenitud a Dios y a los demás, y a que nos bajemos de esos ‘falsos pedestales’ en los que nos subimos por culpa de nuestra soberbia, y para eso hemos tenido que bajar a Dios del puesto de honor en nuestras vidas, y esto es parte de la tragedia.
Como ya sabes, la kénosis de Cristo tiene su máxima expresión en la Cruz. Allí está despojado de todo. Pero no se trata de un momento puntual de su vida, sino de algo para lo que se había preparado, y de lo que nos había dado muchos ejemplos a lo largo de su paso por estas tierras.
UN DIOS PEQUEÑO QUE CABE EN NUESTRO CORAZÓN
Por ejemplo, las parábolas, son una muestra de ese ‘abajarse hasta nuestra inteligencia’. Dios, que es la sabiduría infinita, se amolda a nuestra pobre cabeza y nos explica lo complejo, lo profundo, lo desconocido, a nosotros, que nos creemos saberlo todo, hasta el punto de reclamarle a Dios porque las cosas no siguen nuestra lógica. ¡Vaya ironía!
Yo me lo imagino como a una mente brillante como Einstein que intenta explicar la teoría de la relatividad a un niño de cinco años. ¡Qué paciencia la que hace falta! Pero creo que ese niño tendría más humildad que nosotros, y aceptaría lo que se le explica, haría un esfuerzo por asimilarlo a su modo, y estaría asombrado y hasta agradecido.
Quizás recuerdes aquella anécdota de un campesino anciano pero con mucha fe en Dios, y que apenas sabía leer y escribir, y que fue abordado por un escritor muy sabio, muy culto que era ateo.
El escritor ateo, al ver al anciano campesino entrar en la Iglesia, le preguntó desafiante:
—¿De qué tamaño es tu Dios?
A lo que el campesino creyente respondió:
—Mi Dios es tan grande, tan grande, que no cabe en tu cabeza, pero tan pequeño, tan pequeño, que cabe en tu corazón
UN DIOS INFINITO
El escritor, al escuchar estas sabias palabras, se quedó sin respuesta. Así es el Dios en el que creemos, un Dios infinito, a quien ni el universo mismo puede contener. Pero es un Dios humilde, que se abaja, y se pone a nuestro nivel, para así elevarnos a su infinita altura.
Hoy te contemplamos, Señor, en una de esas tantas ocasiones en las que has tenido compasión de nosotros y de nuestra pobre inteligencia, y nos hablas con categorías que no te hacen falta, pero hablas así para que te entendamos.
A Ti, Señor, te bastaba tu propia autoridad para que los judíos creyeran lo que les decías, pero te volviste a abajar a sus categorías, te acomodaste al modo de pensar de los que te oían, incluso te adelantaste a las objeciones que te iban a hacer.
Para ellos, si Tu dabas testimonio de ti mismo, tu testimonio no era verdadero (cfr. Jn 5,31), pero para que te creyeran, según su mentalidad, les dices:
«Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí»
(Jn 5, 32).
Y AÚN ASÍ NO TE CREYERON…
¿Qué necesidad había de decir esto? ¿Acaso no les está hablando el mismo Verbo de Dios? Esto lo haces basicamente porque sabes que para un judío el testimonio de una persona en su propia causa era considerado inválido.
De hecho dice el Deuteronomio:
«Un solo testigo no es válido contra alguien en cualquier falta o delito, sea cual fuere el delito que ha cometido. Solo por la declaración de dos o tres testigos será firme una causa»
(Dt 19,15).
Y por eso, para ellos -los judios-, este era uno de los motivos legales para no creerte.
En el Evangelio de hoy, te vemos, Señor, recurrir (aunque no hacía falta) a cuatro testimonios que den peso a lo que dices: a san Juan Bautista, a los milagros, al testimonio de Dios Padre y por si fuera poco, a las Sagradas Escrituras, concretamente, a las palabras de Moisés.
No hacía falta… pero se los dices explícitamente:
«No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que ustedes se salven»
(Jn 5, 34).
UN DIOS TAN BUENO
Es decir que todo este discurso era para ver si por casualidad se ablandaban sus corazones y creían en Ti. De nuevo vemos un Dios que se abaja a nuestras categorías sin tener necesidad y aún así, se consigue con una pared inquebrantable. No me refiero solo a los judíos de aquella época.
El final de esta historia lo conocemos, y ya sabemos que estas palabras de hoy cayeron en saco roto: porque ni te creyeron, ni te siguieron y prefirieron quitarte de en medio porque eras un obstáculo a sus propios planes, a sus propias creencias, y a sus propias seguridades. ¡Y este Dios tan bueno, que hace de todo para salvarnos!
CREER EN VIDA
De hecho, en otro pasaje del Evangelio vemos algo similar: el rico Epulón se dio cuenta de que tuvo muchas oportunidades en su vida para salvarse, para creer, y ya era demasiado tarde. Una vez muerto, quiere que sus seres queridos no sufran la misma suerte.
Le pide a Abraham que envíe a Lázaro a sus hermanos como una señal clara para la conversión. Y la respuesta de Abraham es fulminante:
«Ellos tienen a Moisés y a los profetas; que los oigan (…) Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán incluso si alguien resucita de entre los muertos»
(Lc 16, 29.31).
El pasaje termina en seco y nos hace pensar que Epulón no tenía nada que objetar: Dios les había dado más de lo necesario para creer y convertirse, pero ante un corazón endurecido, nada hay que hacer. Dios es capaz de llegar hasta el extremo, donde se consigue con el límite de la libertad humana, de nuestra propia libertad.
¿TE PONEMOS EN DUDA, SEÑOR?
Por eso, el Evangelio de hoy nos viene muy bien en esta recta final de la Cuaresma: Nosotros también hemos recibido motivos para creer en la autoridad de Dios y aun así seguimos poniéndola en duda…
Un Dios que nos habla de conversión, de penitencia, de la posibilidad de llegar al Cielo a través de la Cruz, de un modo de vivir que no siempre concuerda con lo que nos propone el mundo, pero que sí es el modo más seguro para ser plenamente felices…
Y nosotros, seguimos poniendo todo eso en duda. ¡Ni aunque venga Moises, ni aunque vengan las Sagradas Escrituras, ni aunque venga Juan el Bautista vamos a creer si nuestro corazón sigue duro: ¡Qué dureza la de nuestro corazón!
VOLVAMOS A DIOS
Por eso, que hoy nos conmovamos ante un Dios tan bueno que hace por nosotros lo que a Él no le hace falta. Que no abusemos de un Dios tan paciente, que una y otra vez pone los medios para que libremente queramos salvarnos.
Y que no tengamos miedo de acercarnos a un Dios tan misericordioso, que aún nos da un par de semanas más, para que volvamos a Él como un hijo pródigo, para que volvamos a la casa del Padre… Y para que podamos acompañarle también en el Calvario.