Entonces, uno fariseos y escribas de Jerusalén se acercaron a Jesús y le dijeron: “¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros antepasados y no se lavan las manos antes de comer?”.
Jesús llamó a la multitud y les dijo: “Escuchen y comprendan. Lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella”
(Mt 14, 22-36).
JESÚS NOS LIMPIA CON SU SANGRE
O sea: lo que llevamos en el corazón. Ese corazón que se ensucia, aunque sea con el polvo que levantamos al andar por el camino. Estamos claros: la limpieza que más importa es la del alma, la del corazón. Y tú, Jesús, has venido a traerla: esa limpieza.
No te haces ascos: quieres llegar al fondo: quieres limpiar, quieres sanar… Y Jesús limpia con su Sangre… Esa sangre que sigue brotando de su corazón amorosísimo, que palpita por cada uno de nosotros. Palpitando hasta la última gota…
Esa limpieza, hoy por hoy, la realiza especialmente a través de sus sacerdotes. Sobre todo, a través del Sacramento de la Confesión. Donde el sacerdote palpa el amor de Dios por las almas.
Donde es testigo privilegiado de la misericordia, y donde se da cuenta que con esto “no se pierden ni siquiera las batallas perdidas” (El hombre de Villa Tevere, Pilar Urbano) y vuelve la paz al alma que queda limpia.
Limpia y agradecida de que Dios le ha haya dado este poder a los hombres; el de perdonar los pecados.
Y se entiende un poco mejor, entonces, que el santo Cura de Ars haya dicho que “El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”.
UN CORAZÓN A LA MEDIDA DE CRISTO
Hoy celebramos a san Juan Bautista María Vianney, patrono de todos los sacerdotes, al que simplemente se conoce como el Cura de Ars. Un hombre de origen humilde, aún analfabeta a los 17 años, poco dado a los estudios (y no por falta de esfuerzo), pero con un corazón a la medida del de Cristo.
Que, de niño, alguna vez confesó a su madre: “Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas” (2016)
Se sabe que no fue alumno brillante en el seminario. Había quien se planteaba si se le podrían conferir las sagradas órdenes: ¿sería realmente idóneo? El vicario general de la diócesis (…) fue benévolo y -el tiempo lo demostró- muy acertado.
Se limitó a preguntar si Juan María Vianney era piadoso, y se le dijo que sí; si era devoto de la Virgen María, y también la respuesta fue positiva; si sabía rezar el rosario: por supuesto que sí: -“Sí; es un modelo de piedad.”-“¿Un modelo de piedad?
Pues bien, yo lo admito. La gracia de Dios hará lo que falte”. Y la gracia de Dios hace maravillas…
Hace poco leí un testimonio en el que una joven decía: Un amigo me contó una vez que algunos pastores atan las patas de las ovejas que se alejan del redil. ¡Qué cruel! pensé. Luego, me explicó que se las cargan sobre sus hombros hasta que llegan a su destino: de ese modo, la oveja aprende a mantenerse en el redil, y comprende el afecto que les tiene el pastor.
La historia de mi vida es algo parecida, comentaba la joven.
CON ILUSIÓN EN EL CAMINO
Así fue Juan Bautista María Vianney al pueblo al que lo habían destinado. Ya le había advertido el obispo: “No hay mucho amor de Dios en aquella parroquia, usted lo infundirá”. Allá que fue…
“Al acercarse a la aldea de su destino, era tanta la niebla que el buen cura pierde la orientación. Estando extraviado por aquellos campos, tiene la fortuna de encontrarse con unos niños pastores que están cuidando sus ovejas. Se acerca a ellos para preguntarles el camino de Ars.
Uno de los chavales, llamado Antonio Grive, se lo indica. Amiguito –díjole el Reverendo Vianney–, tú me has mostrado el camino de Ars; yo te mostraré el camino del cielo.
Después el joven pastor le dice, que el lugar donde se halla es justo el límite de la parroquia, e inmediatamente el joven sacerdote se pone de rodillas y reza. (…) Allí permanecerá ya para siempre, hasta su muerte el 4 de agosto de 1859.
Y cinco días después, el 9 de agosto, moría aquel niño Grive –ya convertido en un honorable padre de familia–. Su santo párroco cumplía su promesa, le enseñaba el camino del cielo”. (Agosto 2017, con Él, Fernando del Moral)
Como a la oveja perdida, había tenido la suerte de encontrarse con el amor del corazón de Jesús.
Claro que ese amor tiene su fuente en el mismo Jesús, en Ti Señor. De esa fuente bebía este santo Cura. Y te pedimos que sea así con todos los sacerdotes, y con cada uno de nosotros.
EL CURA QUE REZA
“El buen cura llegó a un pueblo comido por las envidias, el juego, la bebida y las relaciones ilícitas. Su receta fue, sobre todo, cuidar las cosas de Dios -y cuidar al mismo Dios.
Mejoró la iglesia, compró un nuevo Sagrario, ornamentos y, con frío o calor, pasó innumerables horas en oración. La gente lo sabía, porque veían una pequeña luz brillar dentro de la iglesia: Es el cura que reza, -decian.
Además, celebraba la Misa con una piedad sobrecogedora. La gente asistía conmocionada” (Agosto 2016, con Él, Fulgencio Espa).
Y se sentaba en el confesionario. Confesaba. ¡Vaya si confesaba! Aquel pueblito empezó a ver cómo sus pocas calles se llenaban de gente venida de todos los rincones de Francia primero, y luego de toda Europa. Colas y colas… Gente sencilla y gente famosa.
Aquel curita a base de amor a Dios, comunicaba el amor de Dios. Aquel santo cura de la parroquia de Ars, por un don especial de Dios, (un don que ya se ve que el Señor le quiso dar gracias a su exquisita correspondencia) asistía a la misericordia de Dios.
El buen pastor alcanzaba a las ovejas perdidas a través de él, veía volver al hijo pródigo (penitente tras penitente) a la casa del Padre.
TU Y YO, ¿QUÉ HEMOS HECHO ESTOS DÍAS?
En estos días curiosos, en los que la confesión se complica… ¿Tú y yo qué hemos hecho? Si puedes: al confesionario. Si no puedes: pues no te pierdas el encuentro personal con Jesús a través de un buen acto de contrición, de petición de perdón.
Todos tenemos nuestras luchas, nuestros pecados. Eso no es noticia. La noticia, lo verdaderamente importante es, lo que hacemos ante eso.
Pensemos en el hijo pródigo: esa vuelta al padre, esa conversión, ese pedir perdón. Es una forma de amar a Dios. Pero también una forma de dejarse amar por Él.
“El corazón del hijo pródigo tenía aún mucho por descubrir. Cuando aún estaba lejos, le vio su padre y se compadeció. Y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos”
(Lc 15,20).
San Josemaría se conmovía al contemplar esta imagen: Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con san Pablo: Abba, Pater!, Padre, ¡Padre mío!
Porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío.
UN PADRE QUE CORRE A NUESTRO ENCUENTRO
“No es solo que su padre sea bueno, es que sigue considerándole hijo, el hijo de su alma. No es que no quiera castigarnos, es que quiere abrazarnos fuerte, y llenarnos de besos, y susurrarnos al oído: «Hijo mío, hija mía,…»” (Las carreras de Dios).
Esto es lo que veía el Santo Cura de Ars a diario. Pidámosle por la santidad de todos los sacerdotes. Pidámosle nos ayude a aprovechar la confesión, y los actos de contrición, de manera que Dios nos de un abrazo fuerte, nos llene de besos.
Y escuchemos como nos susurra: “Hijo mío, hija mía,…”.
Y amándole nos dejemos limpiar, nos dejemos amar, por Él. El cura de Ars, gran enamorado y gran confesor, estará contento de ayudarnos.