Hoy la liturgia de la Iglesia nos presenta el jueves de la segunda semana de cuaresma. El Evangelio de San Lucas nos narra la siguiente parábola:
««Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteada espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico… y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Se murió también el rico y lo enterraron. «Y estando en el infierno en medio de los tormentos, levantando los ojos vio de lejos a Abraham y a Lázaro en su seno.
Y gritó: «Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.» Pero ahora le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en esta vida y Lázaro, a su vez, males; por eso, encuentra aquí consuelo mientras que tú padeces.
NI AUNQUE RESUCITE UN MUERTO
Y además, entre nosotros y ustedes se abre un abismo inmenso, para que no puedan cursar aunque quieran desde aquí hacia ustedes, ni puedan pasar; de ahí hasta nosotros.”
«El rico insistió: te ruego entonces, padre, que mandes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.
“Abraham le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen.” El rico contestó: “No, padre Abraham; pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán”. Abraham le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto»»».
(Lc 16, 19-31)
EL DESTINO DEL ALMA
En esta parábola del pobre Lázaro, así como muchos otros textos del Nuevo Testamento, las palabras de Cristo en la Cruz al buen ladrón por ejemplo, hablan de un último destino del alma, que puede ser diferente para unos y para otros.
Nos dice el catecismo que cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna, en un juicio particular, que refiere su vida a Cristo. A través de una purificación, para entrar inmediatamente a la bienaventuranza del Cielo o bien, para condenarse inmediatamente para siempre.
De aquí, se puede aplicar un dicho de San Juan de la Cruz que dice:
“A la tarde te examinarán en el amor”.
EL JUICIO PARTICULAR
Con esta parábola, el Señor nos da una revelación adicional, de la retribución ultra terrena de los hombres.
Y aclara, sobre todo, contra los que negaban la supervivencia del alma después de la muerte en su tiempo. Y de los que también interpretaban la prosperidad material en esta vida, como un premio a la rectitud moral y algunos lo siguen haciendo… “curiosamente”.
Y, al revés, interpretan lo adverso de la vida como un castigo.
El Señor deja claro las enseñanzas: “que inmediatamente después de la muerte, el alma es juzgada por Dios de todos sus actos”. Lo llamamos: “el juicio particular”, recibiendo el premio o el castigo merecido. La Revelación Divina de por sí es suficiente para que los hombres creamos en la existencia del más allá.
Enseña también la parábola esa dignidad de toda persona humana por el hecho de ser persona, independientemente de su posición social, su posición económica, cultural, religiosa, etcétera… Una dignidad que lleva consigo, por supuesto, la ayuda al desvalido de los bienes materiales; lógicamente, también los espirituales.
EL RICO Y LÁZARO
El rico personifica, pues “el uso injusto de la riqueza” por parte de quien las utiliza para un lujo desenfrenado, de modo egoísta, pensando solamente en una satisfacción personal, en este caso: “el tener en cuenta de algún modo, al mendigo que tenía allí a la puerta”.
Y el pobre, -como hacia una vez notar el Papa Benedicto-, representa a la persona de la que solamente Dios se cuida y -que a diferencia del rico-, tiene un nombre: Lázaro, que significa precisamente: “Dios le ayuda”. A quien está olvidado de todos; ¡Dios no lo olvida!
Quien no vale nada a los ojos de los hombres es valioso a los ojos del Señor.
Y la narración muestra como ese mal, inicuo, terreno… es siempre vencido por la justicia divina. Después de la muerte: Lázaro, “el pobre”, es acogido en el seno de Abraham; es decir, la bienaventuranza eterna. Mientras que el rico acaba en el infierno, en medio de los tormentos, -dice la parábola-.
EXISTE UN GRAN ABISMO
Se trata de más de una situación que es “definitiva”, “inapelable”.
Entre tú y yo o entre Lázaro y el rico, existe un gran abismo, por lo cual es necesario arrepentirse durante toda la vida; hacerlo después de la muerte ya no sirve para nada.
El Señor, una vez más, tiene ese cariño especial por los pobres y les levanta de su humillación.
Saber que nuestro destino eterno, está condicionado por nuestra actitud, nos corresponde siempre seguir el camino que Dios nos ha mostrado, para llegar a esa “Vida” (-con mayúscula-), un camino que es de amor. Un amor, no como sentimiento solamente, sino como servicio a los demás, en la caridad de Cristo.
El Señor, no es que condene la mera posesión de bienes terrenos en cuanto tal, pero sí condena y pronuncia palabras muy duras, para quienes utilizan los bienes de este modo, “egoísta”, sin fijarse en las necesidades de los demás. “Entre ustedes y nosotros se abre un abismo”.
EL TIEMPO DE DIOS
Después de la muerte no habrá ya tiempo alguno de penitencia. Ni los malos se arrepentirán y entrarán en el Reino, ni los justos pecarán y llegarán al infierno. Un abismo -digámoslo así-, “infranqueable” entre unos y otros.
En el sentido estricto, pues en el infierno no se puede dar compasión alguna a favor del prójimo. Y es que allí, reinará solamente la ley del odio “contra todo y contra todos”.
Bueno, una gran responsabilidad que sabemos: nuestra vida aquí abajo es el tiempo de Dios. Que nos da para adquirir, para probar el amor de Dios, que guardemos nuestro corazón.
¿Qué debemos probar? Que es más grande el amor de Dios, que el amor hacia cualquiera de sus bienes creados, como el placer, la riqueza, la fama o lo que sea…
¡DIOS MÍO, TE AMO!
Tenemos que probar que nuestro amor también resiste a los males hechos por el hombre, como la pobreza, el dolor, la humillación, la injusticia… Esos altos y bajos, que en cualquier momento debemos decir: ¡Dios mío, te amo! Y probarlo con nuestras obras.
Para algunos, el camino será corto; para otros, largo; para unos, suave; para otros, difíciles. Pero acabará para todos. ¡Todos moriremos! Después de esta vida, saber que tenemos un destino irrevocable, donde cada uno se lo forja, durante su existencia terrena, con el buen uso de su libertad.
Vivamos esta cuaresma con las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales. Como sabemos, nos pueden ayudar también a cubrir nuestros pecados. Le pedimos a nuestra Madre, Santa María, abogada nuestra, que nos asista, allí a la hora en que nos toque el “juicio particular”.
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