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EL RIESGO DEL AMOR

Cristo. LA CARIDAD, PLENITUD DE LA LEY

Yo no soy un experto en finanza y capaz estoy a punto de decir una barbaridad, pero creo recordar que, hace mucho tiempo, alguien me explicó, alguien que sí sabía, que a grosso modo, un inversionista se mueve entre dos extremos cuando tiene que elegir dónde colocar su dinero: por un lado están las inversiones de bajo riesgo, que no darán mucho retorno, pero la posibilidad de perder el dinero son mínimas (p.ej., comprar bonos de la deuda pública de ciertos países muy estables).

Y en el otro extremo están las inversiones de alto riesgo, que, como su nombre indica, traen consigo mucha incertidumbre porque tienen una alta probabilidad de perder lo invertido, pero si el negocio sale bien, la ganancia se multiplica poderosamente (por ejemplo, ciertas criptomonedas).

Esto, que es un principio básico en las finanzas -según tengo entendido- tiene ejemplos también en la vida corriente. Y pensaba justo en un negocio de alto riesgo que requiere una gran inversión, pero que sí sale bien, aporta grandes dividendos.

Se trata de tener y criar hijos. Este “negocio”, cae perfectamente en la categoría de alto riesgo, porque el tiempo y el dinero invertido es elevadísimo durante muchos años y, además, hay un factor de riesgo sumamente potente que es: la libertad de los hijos… que le añade más incertidumbre al asunto, ¿no?

Unos padres pueden criar exactamente igual a todos sus hijos: llevarlos a la misma escuela, darle la misma comida, dedicarles el mismo tiempo y cariño, y pueden perfectamente salir distintos entre sí.

Pero es un negocio que vale la pena. Es verdad, el riesgo existe, pero la posible retribución hace que ese negocio valga la pena.

PARÁBOLA DEL SEMBRADOR

En estos días el Señor nos presenta un caso similar de inversión. Llevamos escuchando por partes la parábola del sembrador, que conocemos muy bien. Sale el sembrador a sembrar, vamos a decir sale a hacer una inversión. Se dedica con generosidad a su proyecto: le dedica tiempo y espera con ilusión.

Lanza la semilla en todos lados por igual, sabiendo que la tierra la recibirá de distinto modo: unas caerán en el camino, otras entre pedregales, una parte caerá entre espinas y finalmente habrá un puñado que será recibido por la tierra buena y dará fruto.

Obviamente, como bien escuchamos en la parte de esa parábola que corresponde a la Misa de hoy, el Señor no está dando lecciones de finanzas ni de agricultura. Se refiere a un proyecto que le interesa mucho más: que todos los hombres reciban la posibilidad de crecer y llegar hasta el cielo.

Claro, este proyecto se parece más al de criar hijos, porque entra en juego la libertad personal de cada uno. Muchos hombres reciben básicamente la misma oportunidad, pero cada quién elegirá libremente el modo de recibirla y el modo de corresponder.

Por eso, cuando el Señor hoy explica la parábola del sembrador, presenta cuatro escenarios posibles.

“A todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino.

Lo sembrado sobre terreno pedregoso es el que oye la palabra, y al momento la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropieza y cae.

Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda estéril.

Y lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta.”

(Mt 13,18-23).

DAR FRUTO

Llama la atención que, en todos los casos, el Señor incluye la expresión “lo sembrado”, en los cuatro casos, como para que no queden dudas de que se intenta ofrecer a todos la oportunidad de dar fruto, aun sabiendo que no todos rendirán el mismo provecho.

La parábola se refiere a los modos de recibir la palabra de Dios, el modo de recibir la voluntad amabilísima de Dios.

El rango es amplísimo, va desde quienes no hacen ni el mínimo esfuerzo por hacer oración, pasando por los que la hacen dependiendo de cuántas ganas tengan ese día o los que dedican tiempo, pero no se preocupan por sacar propósitos de mejora, propósitos de santidad a partir de la oración; hasta el otro extremo de quien busca que en todos sus ratos de oración (con o sin ganas), sea verdadero diálogo con Dios.

Esta parábola también puede aplicarse a la Eucaristía, que es ofrecida a todos generosamente, pero con desigual recepción. Hay un himno que tradicionalmente reza la Iglesia en la Solemnidad del Corpus Christi, llamado “Lauda Sion”.

En dos de sus estrofas, este himno, nos recuerda también está realidad de que, aunque el Señor se ofrece en la Eucaristía a todos, hay distintos escenarios de quien recibe el cuerpo de Cristo, dice así:

“El Cuerpo de Cristo lo reciben los buenos, y lo reciben los malos:// pero con desigual fruto: // para unos la Vida, para otros, la muerte. // Es muerte para los pecadores y vida para los justos: // mira cómo un mismo alimento tiene efectos tan contrarios”.

Jesús se ofrece a todos generosamente, como el sembrador lanza a volea su semilla, y espera que tú y yo lo recibamos lo más dignamente posible, con el alma limpia por la confesión, con la mayor reverencia y devoción posible, de modo que la comunión de su cuerpo sea para nosotros, verdadera fuente de vida; como la vida que crece en el campo.

EL AMOR DEL SEÑOR

El Señor conoce el riesgo de que haya quienes lo reciban distraídos, con acostumbramiento, con indiferencia, sin el alma limpia, incluso quienes no desean comulgar. Pero decide apostar por ese grupo de almas que sí quieran recibirlo con las mejores disposiciones posibles; ojalá, tú y yo estemos dentro de ese grupo.

La pregunta es: ¿Por qué el Señor decide correr ese riesgo? De los cuatro escenarios, incluso el último que es el mejor, no todos van a dar el cien por ciento, unos van a dar el treinta, otros el sesenta, otros el cien…

¿Por qué correr ese riesgo? La única explicación es el amor que nos tiene, que le hace esperar contra toda esperanza. Como un padre o una madre que van más allá del cálculo humano. Siembran con amor con alto riesgo, esperando recibir amor en algún momento.

Fíjate que cuando este negocio sale bien, los frutos que se recogen son estupendos. Hoy, por ejemplo, celebramos a santa Ana y a san Joaquín, padres de la santísima Virgen María. Qué alegría les dio ver una hija así. Lo cosechado dio fruto.

Y con esa misma ilusión de padre y madre, Dios insiste en sembrar amor generosamente en cada uno de nosotros.

Porque si tú y yo nos decidimos a recibir ese amor de Dios y a corresponder generosamente, todo el esfuerzo habrá válido la pena. Las oportunidades que nos da en cada confesión, los consejos que nos da en los ratos de oración (cuando lo hacemos bien buscando el diálogo), las gracias que nos alimentan en cada comunión, y todas las personas que Dios ha dispuesto para guiarnos hacia Él. Todo eso habrá valido la pena.

Nos encomendamos a san Joaquín y santa Ana, a la santísima Virgen María, para renovar este deseo de entrega a la amabilísima voluntad de Dios.

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