Hoy estamos de Solemnidad. Juan Bautista es uno de esos pocos casos que la Iglesia celebra dos veces en el calendario litúrgico, tanto el nacimiento, como la partida al cielo de un santo (ahora mismo el otro caso que me viene a la mente es el de la Virgen María porque también celebramos su natividad y su partida al cielo: La Asunción de la Virgen).
Este privilegio que tiene el Bautista tiene sentido porque nuestro Señor dijo que
“No ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista”
(Mt 11,11)
Hoy celebramos la Solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista. La fecha se debe a que, cuando el Ángel Gabriel anunció a María que sería la Madre de Dios, también le dijo que su prima Isabel ya tenía seis meses de embarazo, porque lo que tres meses después de la fiesta de la Anunciación y seis meses antes de Navidad, la Iglesia celebra el nacimiento de san Juan Bautista.
También su concepción se produjo de modo extraordinario para que se notase claramente la intervención de Dios.
Y es asombroso porque como la vida empieza desde la concepción, encontramos un hilo conductor a lo largo de esa existencia terrena de Juan Bautista: mostrar la grandeza de Dios.
Como decíamos, el modo en que se produjo su concepción fue un milagro, sus padres eran avanzados en edad, ya la llamaban estéril, como ya lo anunció el ángel Gabriel:
“la que llamaban estéril está ya en el sexto mes”
(Lc 1,36)
Su concepción muestra la grandeza de Dios.
Cuando nace y es presentado para su circuncisión, a su padre Zacarías se le destraba la lengua y comienza a alabar la grandeza de Dios.
Ya adulto, se retira al desierto y vive en un acto de abandono absoluto en la Providencia divina, alimentándose con muy poco (¡Dios es grande! ¡Dios proveerá!).
Y dedicará sus días a ganar almas para el cielo, predicando la conversión de los pecados al pueblo de Israel.
DEDICÓ SU VIDA A MOSTRAR LA GRANDEZA DE DIOS
Toda su vida dedicada a mostrar al mundo la grandeza de Dios.
Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que si Juan Bautista hubiese querido tatuarse una frase que resumiera su vida sería: “conviene que Él crezca y que yo disminuya”. Porque para mostrar la grandeza de Dios, es necesario reconocer la propia pequeñez.
De hecho, la Iglesia quiere que nos demos cuenta de que esta lógica se puede apreciar también en las fechas.
Los nacimientos del Bautista y de Jesús coinciden con los solsticios, que en en el hemisferio norte, son el solsticio de verano para Juan el Bautista y el solsticio de invierno para Jesús.
A partir del solsticio de verano (natividad de Juan), las horas de luz durante el día disminuyen, mientras que a partir del solsticio de invierno (natividad de Jesús), las horas de luz aumentan. “Conviene que Él crezca y que yo disminuya”. En este caso concreto con la luz durante el día.
NOSOTROS TAMBIÉN PODEMOS MANIFESTAR LA GRANDEZA DE DIOS
Ojalá también nosotros sintamos esa invitación de Dios a través del Bautista. También nosotros estamos llamados a manifestar en nuestras vidas lo grande que es Dios, y para eso reconocer nuestra pequeñez.
Y si Dios quiere también nosotros vivamos según este leitmotiv de “conviene que Él crezca y que yo disminuya”, no es porque nos quiera con autoestima baja, o con los brazos caídos. <
Al contrario, nos quiere alegres, optimistas, humildes, sabiendo que la humildad es la verdad como decía Santa Teresa y que si que tenemos cosas muy buenas, pero son dones de Dios, para gloria de Dios.
Hay un episodio de la vida de Juan Bautista que nos demuestra que estas palabras no son unslogan.
Lo recoge el evangelio de San Juan en su primer capítulo.
Estaba el Bautista con dos de sus discípulos y vió pasar a Jesús. Y sorprendentemente, en un acto de absoluta humildad, señala a Jesús y dice lo que todas las veces escuchamos en la Santa Misa:“Este es el cordero de Dios”. Juan sabía que al hacerlo, iba a “perder” a sus discípulos”.
Pero “la humildad es la verdad”, dirá Santa Teresa. Y la verdad es que en realidad esos discípulos nunca fueron suyos, siempre fueron de Dios. Por eso no tiene reparo en “entregarlos” a quien verdaderamente pertenecen.
PARA DIOS TODA LA GLORIA
San Josemaría nos recomienda vivir también con esta premisa. Sin sucumbir ante la tentación de robarle nada que pertenezca a Dios:
‘»Deo omnis gloria». –Para Dios toda la gloria. –Es una confesión categórica de nuestra nada. Él, Jesús, lo es todo. Nosotros, sin Él, nada valemos: nada. Nuestra vanagloria sería eso: gloria vana; sería un robo sacrílego; el «yo» no debe aparecer en ninguna parte’
(Camino 780).
Conviene que Él crezca y que nosotros disminuyamos.
Pero no es hacer menos, no es quedarse de brazos cruzados, vivir mediocremente. De hecho, es todo lo contrario.
A Dios le interesa hombres y mujeres que sean excelentes apóstoles, excelentes profesionales, excelentes estudiantes. Pero que sepan reflejar con todas sus palabras y acciones, que lo bueno que tienen, lo bueno que hacen, merece ser atribuido a Dios, que en su infinita misericordia, reparte sus dones como conviene.
QUE SE NOTE QUE TRATAMOS A JESÚS
Es más, con la vida del Bautista aprendemos que el panorama de vida corriente para el cristiano va más allá: “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (Camino 2).
Que la gente diga: “este tiene un trato muy íntimo con Dios”.
Es decir, que todo lo hagas por amor a Jesús, que todo lo hagas como lo haría Jesús, que todo lo hagas para que se luzca Jesús.
Vamos a pedirle este favor a nuestra Madre del cielo, porque mirando su vida, también podemos aprender, como el Bautista, a redirigir todo a Dios.
Cuando visita a su prima Isabel, escucha los elogios que le dirigen y “despeja el balón”, entona el Magnificat en el que reconoce que quien se ha lucido en realidad ha sido Dios, que “se ha fijado en la humildad de su esclava”.
Unos años después, cuando inicia la vida oculta del Señor, ella se encuentra también presente en las bodas de Caná y reconduce todo hacia Jesús:
“haced lo que Él os diga”.
JESÚS ES COMO EL SOL Y MARÍA COMO LA LUNA
Por eso la Iglesia ha comparado numerosas veces a María con la luna. La luna es bella, causa admiración, los poetas le han dedicado sus mejores versos. Pero ella no sería nada sin la luz del Sol. El sol tiene luz propia. Igual Jesús. La luna, no. Tampoco María, pero refleja la luz del sol. Jesús es como el sol y María, es como la luna.
Por eso a ella le pedimos que, también nosotros, en lo mucho o poco que podamos brillar en la vida cotidiana, no le robemos la atención al verdadero protagonista, como el Bautista, que desde su concepción supo mostrar la grandeza de Dios.
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