Nadie es profeta en su tierra
Nos cuenta San Juan en el evangelio de la Misa de hoy, que volvía el Señor desde Jerusalén, donde había estado durante las fiestas, hacia su tierra en Galilea.
Había pasado Jesús por Samaria, y lo recibieron bien porque muchos galileos habían estado durante las fiestas también en la Ciudad Santa y habían visto cómo Jesús enseñaba, los prodigios que hacía. Sin embargo, el Señor les decía:
“Si no ven un signo, ustedes no creen” (Jn 4, 48).
Y en eso llega desde Cafarnaún un funcionario real que tenia a su hijo que se estaba muriendo. Cafarnaún estaba a casi 40 km de Caná, donde había llegado Jesús, en Galilea, y este hombre en cuanto se enteró que Cristo había vuelto a su tierra, se fue para pedirle ayuda, para pedirle que hiciera algo por su hijo.
Y además de esas palabras de Jesús que nos relata San Juan:
“Si no ven signos y prodigios ustedes no creen” (Jn 4, 48),
también añade el evangelista que Jesús mismo había atestiguado:
“Un profeta no es estimado en su propia patria” (Jn 4, 44).
Y, sin embargo, este hombre, venido desde Cafarnaún, sí cree. Recorrió un camino largo en busca de ayuda, de Jesús, apenas Él había vuelto.
Y ¿cuál es la diferencia entre este funcionario y los que no creían en el fondo de su corazón en Jesús? ¿Qué tiene este hombre que conseguirá el milagro de la curación de su hijo que los demás no tienen?
La necesidad nos hace acudir a Dios
Lo que él tiene es una necesidad muy grande: su hijo está muriendo. Y seguramente ya agotó todos los recursos a su alcance para poder curarlo -habría recurrido a médicos, tratamientos- y todo en vano… por eso va a Jesús. Se siente impotente ante la situación, no quiere de ninguna manera que su hijo muera, y entonces está yendo a buscar el auxilio divino.
Pareciera que, al palpar la propia debilidad, al sentirse tan impotente, a este hombre se le abre una puerta a la fe, cosa que sucede muchas veces. No deja de ser una puerta, por así decir, libre porque quizá el funcionario podría haber maldecido su suerte y se podía haber deprimido, resignado y podría haber pensado: bueno, ya no hay nada qué hacer. Y, sin embargo, va a buscar en Jesús la ayuda de Dios.
Recuerdo un verano, mientras vivía en Roma, en el que pude estar tres semanas en Holanda. Y en los primeros días, en recorrer los pueblitos y las rutas, me vino como una impresión un poco fuerte de pensar: “Acá la gente no necesita a Dios. Está todo perfecto, está todo ordenado, prolijo, no hay suciedad y pobreza, no hay basura, no hay calles con baches, todo está bien. No necesitan a Dios, acá ya se arreglan solos”.
En contraste quizá con otros lugares del mundo, donde la gente pareciera que vive de milagro ¿no?, que le falta todo: no tiene salud, seguridad, alimento, estabilidad económica… Y con qué facilidad en esos casos quizá a uno le sale acudir a Dios. Mirar para arriba y clamar: ¡Dios mío ayúdame!
La historia de Joe
Eso es lo que le pasó a un famoso guionista, según leía hace pocos días, que después de una vida muy alejada de Dios, también muy poco ejemplar, a raíz de una enfermedad por lo que le habían sustituido parte de la garganta por un tubo y le habían prohibido que tomara alcohol y fumara, cuenta este hombre, que se llama Joe Eszterhas -no sé si lo pronuncio bien- que le pasó lo siguiente.
Dice: “Un mes después de la operación, sentado en un banco e inmerso en un repentino calor abrasador, deliraba. “Me estado volviendo loco. Estaba muy nervioso. Temblaba. No tenía paciencia para nada. Gritaba a mi esposa Naomi y los niños. Mi corazón palpitaba acelerado. No tenia apetito. No podía tragar nada.
“La razón de tal estado de ánimo era obvia: “Cada terminación nerviosa exigía un trago y un cigarrillo”. Entonces Joe decidió escapar. “Salí de casa y empecé a caminar. Caminaba tan rápido como podía. Era demasiado viejo para correr. Intentaba superar con esta marcha mis deseos y adicciones. trataba de superar el pánico. luchaba por superar la autodestrucción. Intentaba superar la muerte.
“Pasan los minutos y Joe, vagando por el barrio, siente que se desploma. “Comencé a llorar. Sabia que estaba hiperventilado. Me senté en un bordillo. Las lágrimas descendían por mi rostro. Observe cómo acababan en el suelo, salpicando. Mi corazón latía con tanta fuerza que bloqueaba todo a mi alrededor, excepto mis sollozos. Me parecía que ya no era humano. Escuché mis propios gemidos. Parecía un animal herido”.
“Y es justo en ese momento, cuando llegó lo inesperado. “Podía oírme a mí mismo balbucear algo. Sentí que lo estaba diciendo. No me podía creer lo que había dicho. No sabia por qué lo había dicho. Nunca antes lo había dicho. Me escuché repitiendo una y otra vez: “Por favor, Dios, ¡ayúdame!”.
Sabía por los hechos que no podía decirlo, como no podía decir nada más. Mi laringe había desaparecido casi por completo. Este tubo diabólico fue colocado allí. Ni siquiera hubiera podido susurrar, y mucho menos decir algo. Pero claramente me escuche decirlo y luego repetirlo una y otra vez”. Por favor, Dios, ¡ayúdame! Rezaba, pedía, suplicaba ayuda. Suplicaba a Dios que me ayudara.
“Y pensaba para mi: “¿Yo? ¿Pidiendo a Dios? ¿Suplicando a Dios? ¿Rezando? No había pensado en Dios desde que era un niño, pero me sentía pidiéndole ayuda todo el tiempo, mientras gemía de dolor. Y de repente mi corazón se calmó.
Las terminaciones nerviosas dejaron de torturarme. Dejé de temblar y de tener espasmos. Mis manos dejaron de bailar… Me levanté de la acera. Abrí los ojos”.
(Conversión de Joe Eszterhas, 24 horas para el Señor 12-13 de marzo de 2021. Preparado por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización).
Bueno, así cuenta cómo, un nuevo comienzo de vida prácticamente, en sí el testimonio.
Dos enseñanzas del evangelio de hoy
Yo la verdad ante este evangelio del funcionario real que se acerca a Jesús, ante este testimonio también de un hombre al borde de la desesperación que es salvado por Dios, “pensaba como en dos conclusiones a las que podríamos llegar en nuestra oración, en nuestro diálogo con Vos, Jesús”.
La primera es que ya se ve que la necesidad -la que sea-, nos abre una oportunidad de acudir a nuestro Padre Dios. Experimentar nuestros límites puede ser motivo de diálogo con Dios, de pedir ayuda.
Es lo que hacia tantas veces el pueblo elegido, que acude al Señor en momentos de necesidad, ya sea porque en el desierto les faltaba comida, porque les faltaba para beber, o cuando estaban acechados por otro pueblo…
Y, que yo sepa -al menos que yo recuerde- Dios no les hace un reproche. ¡Ah! Ustedes ahora se acuerdan de mí, ahora me vienen a buscar, cuando están en problemas, cuando las papas queman. No, sino que acoge siempre, a ese pueblo que va a buscar ayuda y se humilla. Y es una reacción de fe acudir al cielo cuando nos sentimos débiles, en cosas grandes o también cosas chiquitas.
Y la segunda conclusión que saco es: que yo no sea tan insensato de olvidarme de Dios cuando las cosas van bien. Que no cometa esa insensatez porque, simplemente al ver el resultado de mi trabajo, de mis esfuerzos o simplemente que las cosas me salen, que no me olvide Dios.
“Quizás es cuando más necesito mirar hacia arriba para darte gracias, Señor, para procurar que todo eso que tengo, lo que hago, lo que emprendo, lo que me sale bien, que tenga su fin en tu gloria. Porque de otro modo correría el riesgo de perder la fe, y con ella perder el sentido de todas esas cosas.
Vamos a terminar, que se nos acabó el tiempo, pidiéndole a nuestra Madre Santa María, consuelo de los afligidos, que acudamos mucho a Dios a través de la intercesión de nuestra Madre, en las buenas y en las malas, para que siempre nuestra fe pueda guiar nuestros pensamientos y nuestras acciones.