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DEBERÍAN TENERNOS ENVIDIA

envidia buena

Señor Jesús, recordamos que, en cierta ocasión, ante el rigorismo de los fariseos, Tú dejaste claro de que de muy poco sirven las abluciones, los ritos externos, si no van acompañados de una limpieza del corazón,

“porque del interior del corazón de los hombres [decías], proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez”

(Mc 7, 21-22).

Pues ¡vaya lista! Se trata, evidentemente, de una lista de pecados -algunos, hay que reconocer que son pecados muy vergonzosos- que manchan el corazón. Pero para que no quede como una forma meramente poética, cuando se nos dice que manchan el corazón es porque también hacen más daño a la persona que le da rienda suelta -aunque sea por algo de gusto o de placer- que al prójimo.

Hay un ejemplo claro que es el de la envidia. Ese sentimiento que a veces es muy violento, sumamente violento y que aparece sin buscarlo. Puede parecer a veces poco grave; uno no ve la gravedad de la envidia inmediatamente, porque uno dice: bueno, no es tanto como matar o no es tanto como la soberbia, por ejemplo. Pero poco a poco la envidia va petrificando el alma.

La envidia nos dificulta ser agradecidos con lo que Dios nos ha dado en el pasado y además nos cuesta confiar en que Dios proveerá lo verdaderamente necesario y bueno en el futuro. Y por eso, la envidia, cuando le damos cabida en el corazón, nos entorpece el presente y se cumple a la perfección eso que solía decir el gran profeta de México, el pensador mexicano que suelen llamar el Chavo del 8:

“La envidia nunca es buena; mata el alma y la envenena”

(Roberto Gómez Bolaños, El Chavo del 8).

ENVIDIA BUENA

Dicho esto, a veces pareciera que Jesús nos habla de una “envidia buena”. Aquí reconozco que ni siquiera sé si sería bueno decir que hay una “envidia buena”, es el nombre que le voy a poner. Pero el hecho es de que se trata de esa envidia buena que los demás deberían tenernos a nosotros los cristianos, por lo privilegiados que somos.

En primer lugar, por el privilegio de encontrarnos con Dios con tanta facilidad en medio de las circunstancias ordinarias; esto es una cosa que es un privilegio. En el trabajo, en el estudio, en el descanso, en las alegrías y también en el dolor.

Y se trata de algo tan normal que tan fácilmente nos acostumbramos. Pero qué grande es Dios que con su encarnación asumió nuestra naturaleza humana, pero también todos nuestros afanes nobles y ahora todo lo que no sea pecado puede ser ocasión de un encuentro con Dios.

Yo creo que esto es un privilegio que tenemos los cristianos: el saber que todo lo que no es pecado -que de hecho son muchísimas cosas- yo las puedo convertir en una ocasión de amar a Dios y de encontrarme con Dios.

Es decir, que yo con las dos neuronas que Dios me dio, puedo decir: bueno, si esto no es pecado, esto que estoy haciendo, esto que estoy viviendo, esto que estoy pensando, tiene que haber algún modo en el que esto me ayude a encontrarme con Dios. La gente debería tenernos “envidia de la buena” por este privilegio.

Tú, Señor, cuando hablabas con los judíos les aseguraste:

“Abraham, vuestro padre, se llenó de alegría porque iba a ver mi día; lo vio y se alegró”

(Jn 8, 56).

Y nosotros, Señor, que te vemos, qué privilegiados somos ¿no?

DIOS PUEDE ESTAR EN TODO

O en aquella otra ocasión en la que le dijiste a tus discípulos:

“Bienaventurados los ojos que ven lo que ustedes están viendo. Pues les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes están viendo y no lo vieron; oír lo que están oyendo y no lo oyeron”

(Lc 10, 23-24).

“A esto me refiero cuando digo que Tú, Jesús, a veces pareciera que hablas de una “envidia buena”, la envidia que tantos deberían tenernos por ese don maravilloso de ser cristianos y de tener un trato tan natural contigo, Señor”.

Y por si no estamos convencidos del todo, podemos sumarle también ese discurso del Pan de vida, que en parte estamos escuchando en la misa de hoy.

Son palabras muy fuertes, son palabras ante las que no podemos quedar indiferentes. De hecho, algunos discípulos tuyos, al escucharlas se escandalizaron porque lo que escucharon de verdad era muy fuerte, no era algo metafórico. Se dieron cuenta de que no se trataba de un símbolo nada más, sino que Tú los invitabas a ellos y a nosotros a comer tu carne y a beber tu sangre:

“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre”

(Jn 6, 43).

Y se escandalizaron algunos de esos discípulos, ¿no? Y Señor, de hecho, dice el evangelista que desde ese momento muchos dejaron de seguirte.

Parte de esas palabras, como te decía, tú que estás haciendo este rato de oración conmigo, esas son las palabras que escuchamos en el evangelio de hoy:

“Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo para que el que coma de él no muera”

(Jn 6, 49-50).

EUCARISTÍA: EL VERDADERO MANÁ

¿Cuántas personas, entonces, deberían también envidiarnos porque tenemos acceso a este pan del cielo? El pan que de verdad da la vida. Si los judíos en el desierto se alegraron de ese prodigio del maná -del pan del cielo-, deberían ellos también envidiarnos, porque nosotros sí que tenemos acceso al verdadero maná, al verdadero pan de los ángeles.

De hecho, decía San Pío X, que si los ángeles pudieran sentir envidia, nos envidiarían por la Santa Comunión.

Vaya, ¡son palabras mayores! Pero como sucedió en el desierto, lamentablemente a nosotros nos sucede también que somos capaces de acostumbrarnos hasta a lo más excelso, a lo más prodigioso.

Los judíos se acostumbraron al milagro del maná y dijeron:

“Nos acordamos del pescado que estaríamos comiendo de balde en Egipto y de los pepinos, de las sandías, de los puerros, las cebollas y los ajos; pero ahora nuestra alma está reseca, no vemos nada más que maná”

(Nm 11, 5-6).

Esto es tragicómico, porque le tienen envidia a los egipcios. Anhelan la vida de los egipcios, la vida de esclavitud más que el depender del Dios libertador y proveedor.

PERDÓN SEÑOR

“Te pedimos Señor perdón por acostumbrarnos al pan de vida. Incluso también nosotros le podemos tener algo de envidia a los que tienen más tiempo libre que nosotros, porque nosotros en cambio, tenemos que ir a misa el domingo o buscar y hacer malabares para ir a misa entre semana.

Perdón por acostumbrarnos al don más grande del cielo. Es un regalo totalmente inmerecido, pero ya sabemos que sin ese regalo no podemos vivir.

Ayúdanos Señor a valorarlo. Que no caigamos en la misa como un paracaidista. Que sepamos llegar con anticipación para así irnos asombrando ante lo que estamos a punto de presenciar, aunque lo hayamos presenciado ya millones de veces.

Señor, con tu ayuda, sabremos desviar las distracciones: los gestos de la gente a mi alrededor, la gente que estornuda, la gente que se pone de pie, que se sienta, que camina, el niño que llora…

Que yo sepa desviar las distracciones de los juicios sobre el modo en que el sacerdote celebra la misa, sobre el modo en que predica o capaz la música litúrgica que me ayuda o que no me ayuda o cualquier otro pensamiento peregrino que venga justo en ese momento”.

¿CUÁNTO VALE UNA MISA?

De por sí, vale oro.

“Ayúdanos, Señor, a tener el alma lo más limpia posible, con un buen examen de conciencia, con el sacramento de la reconciliación. Y que no falten las comuniones espirituales para fomentar ese deseo de unirnos a Ti en la comunión.

Jesús, que cuando apenas acabemos de recibirte, guardemos el máximo recogimiento. Ese es el momento de menos Marta y más María. Aunque estemos en una iglesia repleta de gente, Señor, ayúdanos a buscar ese momento a solas contigo dentro de nosotros.

Y que en ese momento cumbre, aunque nos reconozcamos indignos de recibirte en nuestra casa, podamos decir con certeza: Gracias, Señor; los ángeles deberían tenerme envidia. Tantas personas que no te conocen deberían también envidiarme. Y aquí estoy yo, Señor, luchando para no caer en el acostumbramiento”.

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