Leeremos en la liturgia de la misa de hoy a san Mateo (que ya lo hemos leído antes hace pocos días):
“En aquel tiempo Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces, una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: “Ten compasión de mí Señor, Hijo de David, mi hija tiene un demonio muy malo”. Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: “atiéndela que viene detrás gritando”. Él les contestó: “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”.
Ella los alcanzó y se postró ante Él y le pidió: “Señor, socórreme”. Él le contestó: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Pero ella repuso: “Tienes razón Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Jesús le respondió: “Mujer qué grande es tu fe, que se cumpla lo que deseas”. En aquel momento quedó curada su hija”.
(Mt 15, 21-28)
Un diálogo maravilloso que acabamos de leer. Hay que tener cuenta que geográficamente, nos traslada el Evangelio a dos ciudades: Tiro y Sidón son dos ciudades fenicias de aquella época en la costa del Mediterráneo, hoy perteneciente al Líbano (a quien encomendamos con todo cariño por la tragedia que han sufrido hace unos días).
Era en tiempo de Jesús. (Estas ciudades estamos fuera de Palestina, caen fuera de los dominios de Herodes). Antipas, que perseguía al Señor, junto con los judíos y quizás el Señor se retira para evitar la persecución y atender, de modo más intenso, a la formación de sus apóstoles que iba con ellos.
Eso hace resaltar en aquella mujer, su condición de mujer pagana con lo que quiere -digamos así- mayor relieve su fe en el Señor (porque eran regiones donde eran politeístas).
EL SILENCIO DE JESÚS
También, en el Evangelio, se narra unos casos semejantes como el caso del Centurión, aquel que le pide al Señor una curación.
Lo primero que vemos, es que nos puede desconcertar un poco el silencio de Jesús, a tal punto que suscita la intervención de los apóstoles y, ciertamente, si no supiéramos el final de esta historia, un final que el Señor quería y que buscaba para enseñanza nuestra. Sería prácticamente inexplicable que pensáramos en un Dios con misericordia infinita.
Con aparente dureza, Jesús consigue afianzar la fe de aquella mujer y, ese silencio del Señor no se trata de insensibilidad ante el dolor de aquella mujer.
“He venido a las ovejas descarriadas la casa de Israel”.
Esa frase no es contraria a la universalidad de la doctrina de Jesús.
EL SEÑOR HA VENIDO A TRAER SU EVANGELIO AL MUNDO ENTERO
pero directamente Él sólo predicaría, como sabemos, a los judíos, el pueblo escogido. Y los apóstoles, después, por mandato de Cristo, se encargarían más tarde de evangelizar a todo el mundo.
El mismo san Pablo, en sus frecuentes viajes, al principio predicaba primero a los judíos. “Las migajas…” En su sencillez y humildad, a esta mujer le bastaba poco. Las migajas le bastan, sólo quizás una mirada del Señor, alguna palabra del Hijo de Dios.
Lo llama “Hijo de David”, que es una frase utilizada en el Antiguo Testamento para el Mesías y eso queda admirado por una respuesta de fe tan grande.
Efectivamente, le dice:
“Que se cumpla lo que deseas”,
no solamente: “que tu hija se cure”, ¡Lo que deseas! Gran elogio:
“Mujer, qué grande es tu fe”.
Señala a esta mujer humilde como ejemplo de fe, una gran fe.
NO PERDER EL ÁNIMO NUNCA
Su insistencia en invocar para la intervención del Señor es para nosotros también un estímulo siempre a no perder el ánimo nunca, a no desesperar; ni siquiera alguna prueba dura de la vida que se nos presenta.
Jesús no cierra los ojos ante las necesidades de Sus hijos y, a veces, pareciera como insensible a sus peticiones. Es sólo para ponernos a prueba, para templar nuestra fe. La oración es siempre fecunda, siempre.
También nosotros estamos llamados a crecer siempre en la fe. Decirle como a los apóstoles, que vean los milagros grandes, milagros con sus ojos los veían y le pedían al Señor que aumentara su fe: auméntanos la fe.
Nosotros, al crecer en la fe, nunca estamos suficientemente repletos de fe, ni mucho menos. Hay que siempre pedir más, pues siempre podemos más. Tenemos nuestros altibajos -todos los tenemos-, queremos abrirnos más con libertad, ese don de Dios, de la fe, a tener confianza y gritar al Señor: “Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino cuando alguna vez se nos pierda”.
LA FE NOS ABRE A CONOCER A JESÚS
El Papa Benedicto XVI nos decía una vez que:
“la fe nos abre a conocer y acoger la identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como fuente de vida, para vivir una relación personal con Él”,
que todos queremos, deseamos y procuramos vivir y que
“ese conocimiento de la fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino y, en definitiva, es un don de Dios que se revela a nosotros no como una cosa abstracta, sin rostro y sin nombre; la fe responde, más bien,”
-nos decía-
“a una Persona que quiere entrar en relación de amor profundo con nosotros y comprometer toda nuestra vida.
La Persona es el mismo Jesucristo que es Dios y Hombre verdadero.
“Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día vemos pasar -del hombre viejo al hombre nuevo- del hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la gracia y a la acción de Dios; al hombre espiritual (cf. 1 Co 2, 13-14) que se deja interpelar por la Palabra del Señor y abre su propia vida a su Amor)”.
(Benedicto XVI, Ángelus 14 de agosto, 2011)
Nuestra oración, como la de aquella mujer, con esas cualidades: fe, confianza, perseverancia y humildad. Ayer teníamos un ejemplo vivo de ello, nuestra Madre santa María: aprender de ella, pedirle: Señora, que se me peguen tus virtudes y, sobretodo, a la hora de hacer oración, de pedir que sea con esa fe como la tuya, esa confianza, con perseverancia y con esa humildad, que en esto tú eres un ejemplo y sigue siendo para todos nosotros tus hijos.