Hoy vamos a celebrar la fiesta de la presentación del Niño Jesús en el Templo.
Es un bonito misterio del santo rosario, como recordamos y que nos lleva, efectivamente, a pensar en esa humildad tuya, Señor, que se expresa en tantos pasajes del Evangelio, pero ahora en este en concreto.
Que la Virgen María y san José te presenten en el Templo ofreciéndote a Dios, pero al mismo tiempo pagando una especie de rescate.
Era lo que estaba prescrita en la ley judía y lo hacen como buenos judíos que son: ofrecer a Dios, al hijo primogénito, al hijo primero, al hijo mayor, que sea eso: Señor, te lo ofrezco, Tú me lo has dado, te lo agradezco.
En sacrificio, como a Él no te lo vas a quedar, te dejo algo que sí te puedes quedar o, en todo caso, que yo no me puedo llevar. Y eso que te dejo, es el “precio”, que pedía la ley judía.
En el Evangelio lo explica. Leo el texto de la ley judía.
«Todo primogénito varón será consagrado al Señor. Y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones»
(Lc 2, 23-24).
O sea, lo que yo no me voy a llevar, no me llevo de regreso a mi casa, son estas tórtolas o pichones porque no tengo plata para más. Se trataba de una familia pobre.
Como sabemos, en el Evangelio se lee que intervienen aquí dos personas que son especialmente llamativas: Simeón y Ana. Son los dos que queda constancia que se dan cuenta de que entras Tú, Señor, al Templo.
Habría mucha otra gente, es llamativo (como digo), tu humildad. Haces un ingreso como uno más al lugar donde se reza, al lugar donde uno se puede encontrar con Dios. Y tan como uno más que casi nadie se da cuenta.
DARSE CUENTA
Ese darse cuenta, aquí es donde me quería detener para nuestra oración de ahora. Darse cuenta tiene mérito, porque o nos podemos acostumbrar o tener una noción, pero no terminar de deglutir el bocado -por decirlo así- terminar de creérmelo llevando esa fe hasta las últimas consecuencias.
O sea, es distinto aceptar, Señor, que Tú estás de verdad en cada hostia y, por lo tanto, en cada sagrario; y, por lo tanto, en cada comunión.
Es distinto hacer como si estuvieras o sencillamente pensar que eso es un simbolismo, pero que no es tan así, es distinto.
Simeón y Ana se dan cuenta. Este darse cuenta -que es fe viva- a mí me recordaba unas palabras de san Juan Pablo II. Dice
“en realidad, todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos con profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios”.
Mira qué bonito y qué profundo. Esta sí que es una fe llevada al extremo. Está diciendo que todo lo que pasa, todo lo que leo, escucho, todo lo vivo, tiene una pista, un sabor, en el fondo, un autor que es Dios.
Para verte Señor detrás de todo lo que me pasa y de todo lo que pasa, yo debo tener una fe viva en que Tú eres el Dios que sostiene todo y el autor de la historia.
Esta fe viva es lo que creo que el evangelio de hoy nos propone cultivar y sobre todo pedir, porque no podemos nosotros, a punta de esfuerzo, crecer en la fe, pero sí podemos pedirla.
AFIRMACIÓN DE UN PAGANO
Tengo una anécdota que leí hace poquito. Dice:
“Intervenía Gandhi en una asamblea en Calcuta con unos quince mil hindúes venidos a tratar de una serie de temas nacionales de importancia.
Se habló durante tres horas. Llegó el momento de la intervención del personaje central, Gandhi y la tensión no es fácil de describir. Lo único que dijo en medio de un gran silencio fue lo siguiente:
‘A quien más debo y a quien más deben los hindúes, es a un Hombre cuyo pie nunca ha pisado el suelo de la India. Este hombre es Jesucristo’”.
La afirmación provenía de un pagano. Probablemente la mayoría o todos los que estamos ahora haciendo este rato de oración, sí sabemos hasta qué punto somos deudores del Señor. Precisamente, porque tenemos fe, sí sabemos.
Esta persona sin fe llega a esa conclusión: todo te lo debo a Ti, Señor.
Me parece que es un día espectacular para que nosotros, a lo largo de las horas de hoy domingo, podamos irte pidiendo, Señor: auméntame la fe, quiero creer más en Ti, con más madurez, con más consecuencia. Quiero ser más coherente con esta fe que tengo en Ti.
Eso significa creer de verdad. Voy a abrir mi corazón, voy a acogerte, Señor, como Simeón o como Ana.
Es muy bonito el fijarnos, por ejemplo, en Simeón, que pronuncia unas palabras (que no sé si saben, pero todos los sacerdotes tenemos el deber de rezar todas las noches). Dice así (aparece en el Evangelio de hoy):
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos. Luz para alumbrar las naciones y gloria de tu pueblo Israel»
(Lc 2, 29-32).
He leído todo este himno, pero lo que está diciendo es: ya me puedo morir Señor, porque ya te vi.
¡Qué encuentro más esperado! ¡Qué encuentro mejor aprovechado, más valorado! Ojalá que sean así nuestros encuentros contigo, Jesús.
Vamos a pedir a la Virgen Santísima que nos ayude a que así sea.