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EL FINAL

final

Se acerca el final del Año Litúrgico, nos quedan dos semanas y la Iglesia nos anima a meditar las realidades últimas, las verdades eternas. Cada domingo repetimos en el Credo:

“Y de nuevo vendrá con gloria, para juzgar a vivos y muertos”…

Y como se acerca el fin del año, la Iglesia nos anima a meditar en esto, en el Final.

Dice el Evangelio:

“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: ‘Cuando lleguen aquellos días después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes, con gran poder y majestad. 

Y El enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra, a lo más alto del cielo. Entiendan esto con el ejemplo de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las hojas ustedes saben que el verano está cerca. Así también cuando vean ustedes que suceden estas cosas, sepan que el fin ya está cerca, ya está a la puerta. 

En verdad que no pasará esta generación, sin que todo esto se cumpla. Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse. Nadie conoce el día ni la hora, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, solamente del Padre’”

(Mc 13, 24-32).

La escena que describe el Evangelio es sobrecogedora, pero pensar en la vida eterna no es para asustarse; al contrario, debería dilatar nuestro corazón y aumentar nuestra esperanza. El miedo, la falta de paz cuando meditamos sobre el más allá, no encaja, no cuadra con nuestra realidad de ser hijos de Dios.

Como decía san Josemaría:

“¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?”

(San Josemaría, Camino 746).

Esta debería de ser nuestra ilusión: sacarle una sonrisa a Dios y sonreír nosotros, por supuesto, como dos grandes amigos que se ven la cara después de mucho tiempo. Aquella escena sólo se puede resumir con la palabra gozo, ¡es un gozo!

Pero bien, hay final y eso está fuera de discusión, es algo evidente. Ahora, como el fin del mundo nos puede costar meditar en él, porque, no sé, nos parece lejano…

Pero el fin nuestro, el de nuestra propia vida, ese sí que nos suena más cercano, porque tarde o temprano llegará y no es bueno vivir de espaldas a ésta verdad.

EL PUNTO MÁS IMPORTANTE DE NUESTRA EXISTENCIA

Cuenta una biografía del Papa Francisco, que su abuela siguió siendo el gran amor de Bergoglio. En la década de 1970, ya viuda y frágil, cuando la cuidaban unas monjas italianas, la visitaba con frecuencia. Y cuando estaba a punto de morir, Jorge la veló junto a la cama, abrazándola hasta que la vida abandonó su cuerpo.

”Nos dijo, contaba una de las monjas, que en ese momento su abuela se encontraba en el punto más importante de su existencia, está siendo juzgada por Dios. Este es el misterio de la muerte. Minutos después, se levantó y se fue, con la misma serenidad de siempre”.

Esas palabras del entonces cardenal Bergoglio, nos pueden servir, ‘el punto más importante de nuestra existencia’. Y a ese punto, a ese instante, vamos a llegar con lo puesto, con nuestras obras, con lo que vamos haciendo todos los días, cada día. Por eso, meditar estas realidades nos ayudan.

No se trata de infundir miedo, al contrario, son una oportunidad, como lo decía santa Teresita del Niño Jesús:

“La vida es tu navío, no tu morada”. 

Y es que la meditación de las Verdades Eternas, la conciencia de que estamos de paso, conociendo el peso eterno de nuestros actos, nos ayuda a ver, con luz nueva, la importancia de las cosas que hacemos cada día: de la virtudes, de la humildad, la generosidad, hacer un favor, sonreír y el enfoque de la lucha cambia.

Porque, ¿qué esfuerzo nos puede parecer duro? ¡Toda lucha vale la pena! ¡Todo esfuerzo! Porque después, el Cielo, miedo, no ¡Esperanza! Es más, san Josemaría copiaba en un punto de “Camino” lo que le había escrito un obispo amigo suyo, con el que se estaba hablando de estos temas, por lo menos así parece.

“Me hizo gracia que hable usted de la ‘cuenta’ que le pedirá nuestro Señor. No, para ustedes no será Juez –en el sentido austero de la palabra- sino simplemente Jesús”

(San Josemaría, Camino 168).

No nos agobiemos, démonos cuenta, simplemente Jesús.

AMAR A JESÚS

¿Será Jesús? ¿Serás Tú Jesús? Con el que he hablado tantas veces en estos diez minutos de oración, al que le he ido contando mis cosas, al que he buscado para recibir consejos, con el que he reído cuando he tenido una alegría; con el que he llorado también, cuando he tenido una tristeza.

Tú y yo nos podemos imaginar ver a Jesús: su rostro, su mirada. Ver su cuerpo, (porque tiene cuerpo humano), es ver perfecto Dios y perfecto Hombre y escuchar el timbre de su voz…  poder darle un abrazo.

Y es que, una vez más, lo importante es amar a Jesús y que no nos suene a palabra gastada, porque además, no nos olvidemos, se trata de amar con obras. Y eso va a ser lo importante, eso va a ser lo que vamos a llevar puesto.

Que no nos falte cada día un ¡Jesús, te amo! Y que también, que no nos falte preguntarnos cada día: ¿Hoy qué he hecho por amor? Eso es importante, también pensando en el juicio particular que tendremos con nuestro Señor.

San Juan de la Cruz decía:

“En la tarde te examinarán en el amor”. 

Y tú y yo, nos lo podemos preguntar todos los días. Por supuesto, ese amor tendrá sus altos y sus bajos. Nuestras luchas tendrán sus altos y sus bajos, pero van a ser con Jesús; o sea, de la mano de Él, siempre con Él.

NUESTRA ESCENA FINAL

Si vivimos así, esa escena final de nuestra vida la vamos a poder resumir con unas palabras que escuché en un momento, desconozco al autor de estas palabras, pero que me parece a mí que describen. Tal vez, la escena de una forma muy realista y muy, muy consoladora.  Este hombre decía:

“Cuando te vea por primera vez, Dios mío ¿Qué te sabré decir? Callado esconderé mi frente en tu regazo y lloraré como cuando era niño. Tus ojos miran todas mis llagas. Te contaré después toda mi vida, aunque ya la conoces. Y Tú, para dormirme, lentamente me contarás un cuento que comienza: Érase una vez un hombrecillo de la tierra y un Dios en el Cielo que le amaba con locura”.

Ese es el final… Ese es el final. Para mientras, nosotros nos preparamos para ese momento. En esta vida, de un hombrecillo de la tierra, que la vive con un Dios que le contempla desde el Cielo y que le ama con locura.

¡Que vivamos así! Es cierto, aquí no vemos a Dios directamente, pero le podemos ver a través de la Eucaristía. Viendo de ahí, en la Eucaristía y recibiendo en la misa del domingo, le podrías decir lo que dejó escrito santo Tomás de Aquino en un himno dedicado a la Eucaristía.

“Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria”

(Adoro te Devote).

Que se la repitamos y que nos demos cuenta de qué corto es el tiempo para amar. Que nosotros queremos aprovechar el tiempo y cortar con todo lo que no va. Aprender a vivir para Dios y de cara a Dios, cada día, cada instante, porque me espera Él, Jesús, simplemente Jesús.

Ojalá que yo haya sabido transformarlo en el amor de mi vida. Con Jesús, nos vamos a encontrar con su Madre y eso va a ser uno de los grandes consuelos del Cielo.

Hay mucha gente que acude a la Virgen con el título de ‘Abogada nuestra’, pensando tal vez en el juicio, que ella va a interceder por nosotros, pero me parece a mí, que incluso pensando en el juicio, no tanto abogada nuestra, sino Madre nuestra.

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