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¡GRACIAS!

GRACIAS

En la misa de hoy se nos presenta un evangelio que me parece que es muy bonito y que nos puede servir para comenzar este rato de oración. Está Jesús conversando con unos discípulos. No sabemos bien cuál era la situación…

Quizá estaba predicando, quizá estaba caminando con ellos, yendo de un lugar a otro. Parece que es lo más probable, por lo que vamos a decir ahora: porque se acercan a Él diez leprosos, se quedan a una distancia prudente porque no podían acercarse a las ciudades.

No podían acercarse a las personas, tenían que ir anunciando su presencia, porque su presencia era un peligro para todos los demás. Tenían esa enfermedad contagiosa que iba corrompiendo la carne -los leprosos- y tenían que alejarse, porque esa enfermedad era muy contagiosa.

Entonces se acercan, pero a una distancia prudente y le empiezan a gritar a Jesús: – ¡Señor, Señor, cúranos, límpianos, sálvanos! Y Jesús compadeciéndose de ellos, porque el corazón del Señor, siempre al ver el dolor, al ver el sufrimiento, según parece, se remueve interiormente y quiere comunicarse con ellos. Quiere hacer algo por ellos, porque quiere curarlos, quiere que ellos sean felices, así como quiere que tú y yo seamos felices.

Esa es su principal misión con nosotros, que seamos felices para siempre, que lleguemos al cielo.

Compadeciéndose el Señor los mira y les dice:

“vayan a presentarse al sacerdote.”

(cfr. Lc 17, 14),

vayan a presentarse a quien corresponde. Ellos sin dudarlo, sin detenerse a preguntar por qué tenían que presentarse ante el sacerdote y por qué no los curaba ahí mismo, se fueron. Fueron a hacer lo que les decía el Señor.

Ante esa fe de esos diez hombres, de esos diez leprosos, ante esa obediencia, sin dudas, sin reparo, cuando van de camino se curan totalmente. Su piel queda sana, como la de un niño, como la de un niño recién nacido.

LA ALEGRÍA DE LOS LEPROSOS

No dice el evangelio a donde se fueron los diez leprosos, pero al parecer cada uno se fue a su casa o a los suyos a compartir esa noticia tan maravillosa. Ahora tenían su piel limpia, ahora podían volver a la sociedad. Estaban dichosos, felices.

Nos podemos imaginar esa felicidad tan grande que uno tiene cuando se saca de encima un problema que creía que era imposible de resolver, una cosa que era muy difícil, en la que uno había vivido en mucho tiempo una situación dolorosa, un sufrimiento, una enfermedad, algo que de repente, de un segundo a otro, se va.

Entonces estos diez leprosos, o más bien nueve de ellos, desaparecen. Cada uno debe haber partido a su lugar, su ciudad, su casa, a estar con su familia. Pero uno vuelve, uno que además era samaritano; o sea, que no era judío, que no era del pueblo de Jesús.

Se da cuenta de que lo que a él le sucedió, no es no es una casualidad, sino que es un regalo que viene de una persona muy concreta, de una persona específica. Su curación ha sido provocada por el Señor, por Jesús.

Él, antes de partir hacia su casa a compartir la noticia, antes de hacer cualquier otra cosa, dice, tengo que ir a darle las gracias a la persona que me curó, a la persona que me sanó. Mi piel está limpia porque Jesús lo quiso. Tengo que agradecerle y vuelve corriendo y se postra delante del Señor, se postra a los pies del Señor, a los pies de Jesús y el Señor valora muchísimo ese gesto.

El Señor le pregunta dónde están los otros nueve:

“¿No eran diez los que se curraron? ¿Dónde están los otros nueve?”

(Lc 17, 17).

Sólo volvió este samaritano y luego le dice:

“Anda, tu fe te ha salvado.”

(Lc 17, 19).

SER AGRADECIDO

Me parece que este evangelio es muy bonito y que podemos aprovecharlo mucho para nuestra propia vida.

Te propongo que pienses en esas cosas concretas que el Señor ha hecho por ti, que Jesús te ha dado, son muchísimas, seguramente. Sí, es verdad, en nuestra vida hay cosas que son difíciles, dificultades, cosas que uno considera que no son buenas, enfermedades, sufrimiento…

Pero, muchas veces, esas cosas que nos pasan, esas cosas que consideramos malas, no nos dejan ver lo bueno que nos ha dado el Señor. No nos dejan valorar nuestra vida, nuestra familia, las cosas que tenemos, las cosas que compartimos con los demás, la sociedad en la que vivimos.

Esas cosas vale la pena reconocerlas de vez en cuando. Ir diciéndole al Señor:
– Señor, gracias. Gracias por todo. Gracias por todo lo bueno, por todo lo que me gusta en primer lugar.

Y uno puedo ir pensando, sí, en esas cosas materiales quizá, en esas oportunidades que tiene: el estudio, el trabajo, la vida misma, la vocación, si uno está casado. Por mi cónyuge, ya sea mi marido, mi mujer, por mis hijos.

Si no estamos casados y somos solteros, bueno, por la vida en que el Señor me ha dado, por las oportunidades que me da de amar. Algunos, como los sacerdotes, estamos entregados totalmente al Señor, vivimos el celibato; otras personas están buscando con quien compartir su vida.

Bueno, sea cual sea esa situación, esa situación es un estado buenísimo, ¿no? Y en el que el Señor quiere que busquemos la santidad. Es un regalo de Dios.

Gracias por todo lo que nos gusta, por todo lo bueno. Gracias también, aunque esto nos cuesta un poco más decirlo, por todo lo que parece malo. Por esos sufrimientos, gracias, por esas dificultades, gracias, Señor.

AGRADECER LO DESCONOCIDO

Por esos obstáculos que vemos en el camino, gracias, Señor. Porque sabemos que tú sabrás sacar cosas buenas de todo lo que nos pasa.

Gracias, Señor, también por todo lo que yo no sé qué me has dado. ¿Cuántas cosas son las que no sé? ¿Cuántas cosas tengo en mi vida que no tengo idea que me las dio el Señor?

Quizá, no sé, no he sabido o se me han olvidado o son tantas que no nos damos cuenta. San Josemaría nos animaba a agradecer mucho al Señor por esas cosas desconocidas, porque son muchas.

¿Cuántas veces, quizás, nuestro Ángel de la Guarda nos ha salvado de un peligro grande? ¿Nos ha protegido de una tentación, nos ha ayudado a rechazar algo que nos iba a apartar de Dios?

O en la en la forma de un buen amigo, de alguien nos ha dado un buen consejo.
Gracias, Señor, por todas esas cosas que no sabemos, por todas las cosas que me das sin que yo me dé cuenta.

Gracias, Señor, por quedarte en la Eucaristía. Es el mejor regalo que me puedes dar. Yo puedo ir a verte, puedo ir a tocarte, puedo ir a comerte. Señor, gracias por quedarte en la Eucaristía, por querer quedarte físicamente presente en el mundo.

Gracias por todas las personas que están a mi alrededor. Quizás tienes familia, gracias por esa familia. Quizás no tienes familia, vives solo. Bueno, gracias por esas personas con las que comparto mi día a día, por mis colegas, por esas personas con las que me encuentro en el camino.

GRACIAS POR LA VIRGEN, NUESTRA MADRE

Gracias por la creación, que es un reflejo de tu bondad, Señor. Toda la naturaleza, todos los lugares donde me encuentro, gracias, Señor, por la creación. Gracias por el bautismo que me abren las puertas del cielo. Gracias por haberme dado la posibilidad de conocerte, de tratarte, la oportunidad de hablar contigo (como este rato de hablar con Jesús, ¿no?)

Puedo hablar contigo, Señor. Puedo dedicarte estos momentos para comunicarme contigo. Finalmente, pero no porque sea no menos importante, como se dice en inglés last but not least. Al final, pero no por eso menos importante, al contrario, quizás es lo más importante: ¡Gracias por la Virgen!

Gracias por María, nos la diste desde la cruz, ahí tienes a tu Madre. Señor, gracias por la Virgen. Muchas gracias por darme una madre tan buena, por darme una madre que me protege, que me quiere, que me consuela, que está siempre a mi lado.

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