moy el Evangelio te presenta a Jesús enfrascado en aquella conversación nocturna con Nicodemo.
Yo estoy ahí y escucho aquellos misterios que intentas poner en palabras para que entendamos. Digo que intentas no porque no te salga bien, sino porque a mí, aun así, me cuesta entender…
Bueno, le pasa también a Nicodemo. Así que ya somos dos…
Y me da paz escuchar que pregunta… Ya decía yo: si él que es sabio, no entiende… ¡Ya te imaginas Señor lo poco que estoy entendiendo yo…!
«No te sorprendas de que te haya dicho que deben nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.
Respondió Nicodemo y le dijo: —¿Y eso cómo puede ser?
Contestó Jesús: —¿Tú eres maestro en Israel y lo ignoras? En verdad, en verdad te digo que hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto,
pero ustedes no reciben nuestro testimonio. Si les he hablado de cosas terrenas y no creen, ¿cómo iban a creer si les hablara de cosas celestiales? Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre»
(Jn 3, 7-14).
Te escucho Jesús y esas palabras me generan estupor y curiosidad: las cosas celestiales, las cosas del Cielo…
Para entenderlas hay que haber estado allí. Yo deseo llegar, pero no he estado allí todavía… Me he asomado a través de la Eucaristía, a través de la oración, a través del cariño de la gente. Me he asomado, pero no me he instalado…
Tú Jesús eres de ahí. Esa es tu casa. Aquí estás “de visita”. Explícame Tú, porque yo no termino de entender, de hacerme una idea…: háblame del Cielo…
Me parece que aunque sea de vez en cuando es bueno que tú y yo le hagamos esta petición: “Jesús, háblame del Cielo…”
El Catecismo nos dice que:
“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo (…) y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura” (CIC 1023).
Y los hombres intentamos explicarlo: decimos que “el fin último del ser humano es ese estado eterno (…) que llamamos Cielo: la meta absoluta, el puerto de llegada, el ingreso de la criatura en el corazón del Creador: Será una plenitud de gozo tal, que en la tierra ningún pensamiento humano es capaz de concebir, ya que pertenece a una dimensión infinita.
QUIERO VER A DIOS
Jesús describe ese estado de diversas maneras. En la casa de mi Padre hay muchas moradas, dice Él a sus discípulos, y yo me marcho para preparárselas. Allí se cumplirá el deseo más profundo de nuestro corazón, que se puede expresar así: ¡Quiero ver a Dios!”
(José Miguel Ibáñez Langlois, Jesús).
¡Quiero ver a Dios!
¡Quiero esa visión intuitiva, directa, pura, de Dios! Que soy consciente que no termino de hacerme cargo de lo que es, de lo que será…
Por eso Jesús, háblame del cielo. Y ayúdame a llegar. Quiero verte, quiero estar contigo, quiero llegar.
ESTAR CONTIGO EN EL PARAÍSO
Hace poco leí un comentario de lo que vivimos de cerca durante la Semana Santa: “La frase [la que Jesús dirige al buen ladrón en la cima del Calvario] «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» es de una profundidad abismal.
Todos pensamos que la cosa más importante en ese texto es la mención del paraíso. No, la cosa más importante es conmigo. Conmigo estarás en el paraíso; estar en el paraíso quiere decir estar conmigo —el paraíso no es estar en un lugar, sino estar con alguien—”
(El arte de recomenzar, Fabio Rosini).
Jesús, le hablaste del paraíso en una frase, y en esa estaba contenida la esencia de todo: estar contigo. Quiero estar contigo, quiero verte.
Esa fue la dicha de aquel compañero de suplicio.
Por pura coincidencia repasaba un libro que te recomiendo (aunque ya no estamos en Cuaresma) que se llama “Relatos a la sombra de la Cruz” de Enrique Monasterio. Es muy sugerente.
Pues allí, hay un capítulo muy breve, muy breve, que se llama: “Hoy estarás conmigo”. Te lo leo entero:
“¿Y quién es este? –se preguntaron sorprendidos los ángeles.
No tenía buen aspecto, francamente; pero llegó al Paraíso aquella misma tarde, cuando acababan de abrirse las puertas. No hubo necesidad de pedirle la entrada; le bastó con mostrar las llagas de sus manos; las mismas que tenía Jesús.
Se llamaba Dimas, fue ladrón profesional y acababa de asaltar el Cielo en su mejor golpe”
(Relatos a la sombra de la Cruz).
QUIERO VERTE
Jesús, te lo vuelvo a decir: quiero estar contigo, quiero verte. Yo también quiero ver el paraíso como Dimas. Y, mientras voy de camino: háblame del cielo.
Como dice el apocalipsis:
:“Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: -Esta es la morada de Dios con los hombres”
(Ap 21).
Yo quiero gozar también de ese Cielo, del que gozan Dimas, junto con los santos y tantos parientes y amigos… y desde donde interceden por nosotros…
Tal vez aquí no nos terminamos de enterar, no terminamos de entender, como Nicodemo. Pero, Señor, no dejes de hablarnos del cielo. Poco a poco iremos entendiendo.
BELLEZA INIMAGINABLE
Lo que sucede es que todos nuestros parámetros de comparación son pobres… San Josemaría intentaba ayudar sugiriendonos:
Considera lo más hermoso y grande de la tierra…, lo que place al entendimiento y a las otras potencias…, y lo que es recreo de la carne y de los sentidos… Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. —Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas…, nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! —¡tuyo!— tesoro infinito, margarita preciosísima
(Camino 432).
Es inimaginable. Podemos ser maestros en Israel y meditarlo mil veces y quedarnos siempre cortos. Pero, aunque no seamos expertos, Jesús, no dejes de hablarnos del cielo.
Alguna vez escuché que mientras estamos en este mundo el amor de Dios sigue siendo la fuente de nuestra felicidad y la finalidad de nuestras vidas.
Si no lo sentimos con esa fuerza, es porque nos parecemos a un pequeño clavo cerca de un imán muy grande pero separado por un grueso trozo de madera.
Ahora bien, cuando llega la muerte es como si alguien quitara aquel trozo de madera y entonces el alma descubre (lo siente en toda su esencia) la fuerza del amor de Dios que todo su ser le reclama. El pequeño clavo quiere salir disparado hacia el imán. Porque no hay nada más que pueda saciarle.
¡Qué ciego había estado hasta ahora! ¡Qué insensible!
Pero, a partir de aquel momento, el alma ha visto la luz y ya no está dispuesta a volver a la oscuridad, ha bebido de la fuente y ya no está dispuesta a intentar saciar su sed en una charca sucia, se une a Dios y no hay quien la saque de esa borrachera de amor.
LLÉNAME DE AMOR
Jesús, hazme sensible a Tu llamada, a Tu cercanía, háblame del cielo, lléname de amor.
Es eso: estar contigo, amarte y dejarme amar.
Por eso: ¡Qué sabiduría la de aquellos famosos versos de un poeta desconocido!
Te los dejo para terminar:
No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus afrentas y tu muerte.
y Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Gracias Padre Federico .me encantan sus reflexiones la pasión que pone para hacerlas y esta sobre el anhelo del cielo esta preciosa Dios lo bendiga
Gracias Padre Federico .me encantan sus reflexiones la pasión que pone para hacerlas y esta sobre el anhelo del cielo esta preciosa Dios lo bendiga