La escena del evangelio de hoy arranca con algo muy humano. Jesús, Tú Señor, eres perfecto Dios y perfecto Hombre. Todo lo humano es tuyo, también esas cosas tan básicas como el hambre.
Sientes hambre, seguro, pero en lugar de pensar en tu hambre e irte a un rincón a conseguir algo de comer para aguantar el tirón, piensas en la gran muchedumbre que te sigue y que no tiene qué comer, así que llamas a tus discípulos y les dices:
«Me da mucha pena la muchedumbre, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer; y si los despido en ayunas a sus casas desfallecerán en el camino, porque algunos han venido desde lejos»
(Mc 8, 1-3).
Sientes hambre, todos sienten hambre. Algunos de los discípulos deben haber comenzado a salivar sólo de escuchar la palabra comida, comer…
Esta es una señal humana y, al mismo tiempo, un signo de humanidad. Porque la cuestión de la comida no se agota en el alimento.
Para los animales, comer es algo simplemente biológico, fisiológico, cuestión de supervivencia; pero los humanos somos capaces de disfrutar la comida.
No sólo comemos: cocinamos (y algunos hacen de eso un arte), preparamos la mesa también y los platos, nos reunimos con otros y compartimos.
Una buena cena con amigos, condimentada con una conversación agradable, es un verdadero descanso para el alma. Ahora, una comida de trabajo, entre sándwiches, prisas y conversaciones urgentes, es un puro trámite en el que, al menos, agradeces poder llevarte algo a la boca.
«¡Bienaventurado el que coma en el Reino de Dios!»
(Lc 14, 15),
le dijo un hombre a Jesús. ¡Y tenía razón! Comer al lado de Jesús, comer con Él, es como comer en el Reino de Dios.
Algo así se debe haber sentido, en esta ocasión en la que,
«… tomando los siete panes, después de dar gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los distribuyeran; y los distribuyeron a la muchedumbre. Tenían también unos pocos pececillos; después de bendecirlos, mandó que los distribuyeran. Y comieron y quedaron satisfechos…»
(Mc 8, 6-8).
Como dicen: “¡Barriga llena, corazón contento!”
LA EUCARISTÍA
Pero aquí hay algo más, porque este banquete es una imagen de la comida más gozosa, un adelanto del banquete celestial; o sea, de la Eucaristía.
Esa comida es la que tú y yo tomamos cuando vamos al Banquete Eucarístico. No la convirtamos en una apresurada comida de trabajo, que no son sándwiches lo que se nos ofrece, sino el mismo Dios.
No vayas con prisa, disfrútala, saboréala, porque es tu descanso en el camino.
Nos la ofrece Jesús a ti y a mí. Se la ofrece al mundo entero.
En aquella ocasión eran unos cuatro mil. Todos acabaron satisfechos, agradecidos. Comentarían aquel suceso, que fue un auténtico milagro, por el resto de sus vidas.
Ellos tuvieron la suerte de estar ahí. Tú y yo tenemos la suerte de poder estar ahí cada misa. Disfrútala, saboréala. No vayas con prisa, llega con tiempo, aprovecha cada minuto. Lo que tiene lugar es un auténtico milagro y puedes alimentarte de él…
… LAS HAS REVELADO A LOS PEQUEÑOS
Contaba un capellán de colegio, la visita que hizo con algunos alumnos a un cottolengo de la obra de Don Orione.
“Los niños tenían doce años y quedaron profundamente removidos al conocer la experiencia de las limitaciones físicas y mentales de aquellos internos, como también de la caridad de aquellas personas que los atienden material y espiritualmente.
Se encontraron con una legión de niños discapacitados, a punto tal que, los que mejor podían desenvolverse eran los que tenían síndrome de Down profundo. Había muchos en sillas de ruedas o en cunas con parálisis cerebral desde el nacimiento.
El lugar, en las afueras de la ciudad, era un conjunto de casas y pabellones con un pequeño ‘campus’ arbolado y repleto de flores. (…)
A las 10.45 hs. comenzaron a sonar incesantemente las campanas de la capilla rodeada por los edificios. El tañido (de la campan) fue extenso, unos quince minutos. El repiqueteo incesante era ejecutado por un niño que, pese a su capacidad motriz, mentalmente tenía limitaciones notables.
Sin embargo, aunque el sonido aturdía por su intensidad y duración, era amenizado por el entusiasmo y la fe con que aquel niño agitaba las cuerdas del campanario, pues parecía querer invitar a todos los habitantes de aquella provincia al acto de culto.
Con aquello consiguió la participación de todos los habitantes: los enfermos y el personal de aquel sitio.
El sacerdote visitante, que debía celebrar la misa, miraba desde la puerta de la capilla hacia el jardín que separaba el templo de los pabellones de enfermos, observando los desplazamientos del ejército de discapacitados que aparecían de todas partes (edificios, huerta, jardín, árboles, etc.) ayudándose entre sí: empujando la silla de ruedas de otro, sosteniendo al modo de bastón a quien caminaba con dificultad, etc.
Todos marchaban con decidido silencio hacia la casa de Dios. ¡Era emocionante! A las 11.00 hs., puntualmente, ya estaba la capilla repleta con todos los enfermos, el personal sanitario, los niños del colegio y los docentes y padres que los acompañaban en esa visita.
A derecha e izquierda del altar había dos monaguillos. Eran dos enfermos con síndrome de Down profundo.
El de la izquierda manejaba las vinajeras y el lavabo, mientras que el de la derecha estuvo toda la ceremonia sujetando una campana con el objetivo de hacerla sonar en el momento de la consagración, lo que llegado el momento hizo de modo torpe pero tierno.
Este niño se puso junto al sacerdote como si fuera un con celebrante y desde allí siguió toda la misa con gran expectación y aunque su mirada estaba perdida, aferraba intensamente con una mano la campana y con la otra planchaba sin cesar unos pequeños pliegues del mantel del altar.
Todos los enfermos seguían con profundo silencio y piedad el acto de culto. Todos respondían a los diálogos litúrgicos con precisión y energía singular; lo hacían incluso con mayor decisión y exactitud que los niños de aquella escuela que visitaban ‘azorados y conmovidos’ aquel sitio.
Todos los enfermos y el personal se acercaron a comulgar con emoción. Y, por sobre todas las cosas, todos manifestaban una consciencia notable de que estaban ante algo sagrado, importante, decisivo para ellos y para el mundo.
La expectativa que generaba la misa en aquellos cincuenta enfermos fue una imagen imborrable, una lección existencial de catequesis que supera al mejor tratado de la Eucaristía como misterio de la fe.
Al terminar la misa, el sacerdote habló con la directora del establecimiento y la felicitó por la organización, devoción y notable preparación litúrgica de los enfermos. Y, ella, refiriéndose a la puntualidad dijo: ‘Si se trata de lograr que vayan a comer, es imposible conseguir que obedezcan todos y siempre hay quienes caprichosamente llegan tarde.
Si se trata de lograr que acudan con puntualidad a higienizarse en el horario previsto, también es imposible; pero, si escuchan la campana avisando la misa, todos abandonan lo que están haciendo de modo inmediato y se ponen en marcha y ayudan con serenidad a los más lentos o que tienen otras dificultades para que se puedan desplazar’.
Y al escuchar el testimonio de esta directora, vino a la mente de aquel sacerdote, al modo de auténtica moción del Espíritu Santo, las palabras de la oración de Jesús: ‘Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños.’”
(En presencia de Dios, enero, Pedro José María Chiesa).
¡Ahí lo tienes! Lecciones de cincuenta enfermos que acuden con mayor gusto al Banquete de la Eucaristía que al comedor para sus tiempos de comida, lecciones de cuatro mil personas que tienen hambre y rodean a Jesús en el Evangelio; lecciones que pedimos a nuestra Madre, mujer eucarística, que nos ayude a aprender.
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