Madre mía Inmaculada, san José… acudimos a estas dos personas que hoy en la noche están, especialmente, emocionadas porque va a nacer Jesús. Vemos a la Virgen ya a punto de reventar y a san José que la acompaña.
Mañana es Navidad, hoy en la noche nace el Niño Jesús.
Nos hemos venido preparando durante estas semanas de Adviento y hoy leemos en el Evangelio, en la víspera de Navidad un pasaje que es de los más bonitos que hay en toda la Biblia.
Un pasaje que nos explica quién es el que va a nacer. Es el pasaje de la Anunciación, cuando el ángel Gabriel fue enviado a la Virgen para decirle que el Hijo que tendrá, será hijo de Dios; que el Espíritu Santo vendrá sobre ella.
La saluda como la “llena de gracia” y la Virgen acepta:
“Hágase en mí según tu palabra”
(Lc 1, 28. 38).
Lo recordamos todos los días a las doce cuando rezamos el Ángelus. Es una de las escenas -como te decía- que nos explican quién es Jesús, pues el Hijo de Dios. Es Hijo de Dios y también es verdadero Dios y verdadero Hombre.
Como decíamos, es un pasaje que hemos de meditar muchas veces y la Iglesia nos lo propone hoy, pero también lo leíamos esta semana, lo leímos el miércoles y lo leímos también el 8 de diciembre.
Como que es de esas historias que nunca nos vamos a cansar de meditar y que Dios siempre nos puede enriquecer y ayudar a entender mejor el misterio de Dios con los hombres.
JESÚS ES EL CENTRO DE TODO
El miércoles pasado lo leíamos en el contexto de las promesas que se cumplen, en la primera lectura, una profecía de Isaías:
“Oye pues, casa de David. (…) El Señor mismo les dará una señal. He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un Hijo y le pondrán el nombre de Emanuel, que quiere decir: Dios con nosotros”
(Is 7, 13-14).
Leíamos cómo ya desde la antigüedad, ya hace cientos de años, antes de que naciera Jesús, se hablaba de Él de diferentes maneras.
Hay muchísimas profecías que se cumplen en Jesús, pues Él es el centro de todo. Todo nos habla de Él, pero hay unas muy evidentes como esta:
“La Virgen concebirá y dará a luz un Hijo y le pondrá por nombre Emanuel, que quiere decir: Dios con nosotros”.
El 8 de diciembre leíamos también este pasaje de la Anunciación, precisamente, el día de la Inmaculada Concepción, cuando el ángel va y le dice:
“Llena de gracia”.
Llena de gracia, en ti no hay pecado, en ti no cabe el pecado y tú estás siempre atenta a las palabras de Dios, tú confías en Él, tú le obedeces, nos muestras lo que es la santidad.
Todos los días meditamos este pasaje cuando rezamos el Ángelus; cuando rezamos los Misterios Gozosos es el primero: La Anunciación.
El día de hoy, la liturgia nos invita nuevamente a detenernos en esa escena, pero ¿qué matiz podemos aprender ahora si decíamos que el miércoles pasado leíamos esta escena en términos de que Dios cumple sus promesas?
Una profecía muy antigua que se cumple y el 8 de diciembre lo meditábamos deteniéndonos más en la Virgen que es Inmaculada y que es santa, que es obediente a los planes de Dios.
EL REY DAVID
Hoy ¿qué enseñanza podemos obtener?
Vamos a la primera lectura, ahí nos encontramos con otro gran personaje que es el rey David.
El rey David que estaba en su casa, una casa muy bonita, muy elegante -porque era el rey, estaba en el palacio- de repente entiende que él está en un gran palacio y que el Arca de Dios está en una tienda.
Dice: “no es posible que yo esté en un palacio y que el Arca de Dios esté en una tienda, voy a hacerle un templo”. No se lo habían hecho porque estaban en guerra antes y no había habido paz, no había habido oportunidad de construirlo.
Tiene este gran deseo, este buen deseo de construirle un templo a Dios, un templo que Él no construirá, sino su hijo Salomón.
Pero es la enseñanza como el templo de Dios. En ese templo, Dios escucharía a su pueblo; en ese templo se ofrecerían esos sacrificios agradables a Dios.
Pero en ese templo Dios no habitaría todavía. El templo donde Dios habita es lo que leemos en el Evangelio, es el cuerpo santísimo de su Madre. Dios empieza a vivir ahí en su vientre. Dios se hizo Hombre, Dios hizo un templo perfecto: la Virgen Inmaculada.
De ella toma su cuerpo, toma carne y sangre. Ahí es el primer lugar donde Dios está en el mundo y nos muestra Dios dónde le gusta estar. Le gusta estar en un lugar donde no hay pecado.
Sin embargo, en este mundo hay pecado y Tú Señor vienes precisamente a destruirlo, quisieras que no hubiera pecado en nosotros.
HUMILDAD Y DEVOCIÓN
Nosotros te recibimos cada vez que comulgamos, te recibimos realmente.
“Yo quisiera Señor recibirte, con aquella pureza, humildad y devoción con que te recibió tu santísima Madre”.
Hoy meditamos el nacimiento de Jesús. Nos estamos preparando ya para ese nacimiento que va a pasar dentro de poco tiempo.
Vemos el nacimiento, vemos a la Virgen mirando a su Hijo que está en el pesebre; vemos a José que está ahí; los animales, los pastores, los reyes magos y todos podrán contemplar al Niño, quizá alguno sostenerlo en sus manos y abrazarlo, adorarlo y contemplarlo.
Nosotros queremos también estar ahí y lo podemos hacer porque Tú Jesús estás presente en la Eucaristía.
Es quizá la enseñanza o el propósito que podemos obtener de este rato de oración: “Señor, Tú habitas, vienes a habitar en este mundo y estás aquí entre nosotros desde entonces. No te has ido, estás presente y yo te puedo contemplar en la Eucaristía”.
A san Josemaría le gustaba mucho detenerse en esa verdad, cómo es que Tú te quedas ahí presente, todavía más indefenso en la Eucaristía que cuando eras Niño.
“El más grande loco que ha habido y habrá es Él. ¿Cabe mayor locura que entregarse como Él se entrega y a quienes se entrega?
Porque locura hubiera sido quedarse hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun muchos malvados se enternecerían, sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco: quiso anonadarse más y darse más. Y se hizo comida, se hizo pan. –¡Divino Loco! ¿Cómo te tratan los hombres?… ¿Yo mismo?”
(San Josemaría, Forja punto 824).
“Señor, ahora que tendré la oportunidad seguramente de recibirte más veces en la Sagrada Comunión, quiero recibirte como te recibió la Virgen, que es el templo que Tú hiciste para venir a habitar en este mundo y ya te quedaste aquí para siempre. Yo quiero recibirte como te recibió ella”.
Madre mía, ayúdame a ser cada día, cada vez, un templo mejor para que tu Hijo Jesús pueda venir a mí cuando lo recibo en la Sagrada Comunión.