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JESÚS, TEN PIEDAD DE MÍ

las almas

UN PERSONAJE MÁS

Nos ponemos en presencia de Dios para hacer este rato de oración. Que no haya distracciones, que hoy domingo sea verdaderamente el día del Señor. Que se note en  este momento que te vamos a dedicar exclusivamente a tí Señor.  Si es posible, teniendo delante el Sagrario o un crucifijo.

Porque el evangelio que nos propone la liturgia de la Iglesia para la Misa de hoy es uno de esos que nos interpelan y ojalá nos lleven a asombrarnos de esa infinita bondad y misericordia del cielo.

San Josemaría nos recomendaba (lo hemos dicho muchas veces) meternos en las escenas del evangelio «como un personaje más» y hoy tendremos que hacerlo haciendo un esfuerzo para mirarnos en el espejo y vemos nuestra cara completamente cubierta de grandes llagas. Hoy nos toca ser unos leprosos en la época de Jesús.

Y al verte llegar a lo lejos, Señor, porque la Ley nos prohíbe acercarnos a los no leprosos, te gritamos a todo pulmón: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!».

TEN COMPASIÓN DE MÍ

Estamos avergonzados por la impureza de nuestras llagas, y más con el contraste con tu pureza y la belleza de alma que transmite tu mirada, Jesús. Y ahora nos damos cuenta de que lo que nos avergüenza más, no es la apariencia externa, sino la de nuestra alma. Esa alma nuestra que está afeada por una lepra peor.

Si los demás se dieran cuenta de esta lepra interior, probablemente nos rechazarían con asco, con indignación, con rabia (capaz alguno ya lo hace). Pero Tú, Jesús, eres diferente. Y ahora cobra más fuerza el grito anterior: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de mí, porque soy un pecador!».

Sorprendentemente, con esta voluntad de buscar sinceramente tu misericordia, ya tú Señor puedes hacer muchísimo, ya puedes actuar.

Dice el salmo:

«El Señor siempre está cerca de los que le invocan con verdad

(Sal 145, 18).

Y comprobamos que es cierto: quien te busca, quien te busca con sinceridad, con verdad,  te encuentra.

Invocamos tu nombre y obtenemos lo que deseamos, porque Jesús quiere decir Salvador. Nos atrevemos a decir: «Apiádate de nosotros», porque conocemos la magnitud de tu poder. No te pedimos oro ni plata, sino la salud y purificación (si es posible, la de cuerpo) pero nos interesa más la salud y purificación  de nuestra alma.

MIRÁNDONOS AL ESPEJO

Te llamamos Maestro porque te consideramos como lo que eres: Dios; y sólo Dios puede sacarnos de esta miseria en la que estamos actualmente. No nos queda otra opción que asumir que nuestra alma sufre de una enfermedad que sólo Tú, Jesús, puedes curar. Es evidente que nos queremos curar. Iniciamos este rato de oración mirándonos al espejo y para eso hace falta mucha humildad. Porque la soberbia nos va a hacer pensar o que no necesitamos mirarnos en el espejo porque ya sabemos como somos o si lo hacemos será para reafirmarnos en lo hermoso que somos.

Mirarnos al espejo es,  hacer un sincero examen de conciencia. No solo para darnos cuenta de que hay cosas feas y desagradables en nosotros sino sobre todo, para que nos demos cuenta de que podríamos estar mejor. Mirarnos al espejo y ver la propia lepra no es para desanimarnos ni para bajar nuestra autoestima, ni siquiera porque llevamos mucho tiempo en esta condición lamentable o hayamos intentado de todo en el pasado y nada haya funcionado. Mirarnos al espejo,  hacer examen de conciencia, es un paso necesario de sinceridad.

Dice el apóstol san Juan:

“Si dijéramos que no tenemos pecados, nosotros mismos nos engañamos, y no hay verdad en nosotros”

(1Jn 1,8).

Por eso este mirarnos al espejo no se trata sólo de admitir, sino -repito- de darnos una nueva oportunidad como tú Jesús se la das a estos leprosos del evangelio de hoy (como nos la quiere dar a nosotros). Es darnos cuenta de la misericordia de Dios que nos dice: “podrías estar mejor”. Imagínate a Dios que es el que te encuentras del otro lado del espejo que dice: “Ya te he visto como eres, podrías estar mejor, quiero que estés mejor”.

BASTA UNA PALABRA

En el evangelio de hoy, quienes curan a los leprosos no son los sacerdotes, es el mismo Jesús. Y esto aplica también para el sacramento de la confesión.Lo sabemos por la fe. Tú, Jesús, podías haber sanado a estos pobres leprosos inmediatamente. Lo decimos en la Misa todo el tiempo: “Una palabra tuya bastará para sanarme”.

Una palabra tuya bastaba, en el evangelio de hoy, para sanar a  estos leprosos. Pero te has querido valer de instrumentos y en el evangelio de hoy es evidente que no se curan por mérito de los sacerdotes, sino en parte por la obediencia de aquellos leprosos que te hicieron caso cuando les dijiste: “vayan a presentarse al sacerdote”.

Al mandarles que fuesen a los sacerdotes ya les dabas a conocer que debían ser curados. Por esto dice el evangelista: «Y aconteció que mientras iban quedaron limpios».

¡Qué maravilla de evangelio! Aquí das a conocer en adelanto eso que sucede en cada prodigio del sacramento de la reconciliación. Hoy el matiz está en que es necesario reconocer la propia condición, si es necesario reconocer que estamos cubiertos de lepra hasta el último rincón. Pero también la necesidad de acudir a ti, Señor, para que se produzca el milagro. No basta con hundirse en la miseria de decir: que malo soy, que asqueroso soy. Y la humildad aquí es indispensable.

LA VERDADERA SANACIÓN

Imagínate por un momento ¿Qué sería de estos leprosos si tuvieran una condición mental que les impide darse cuenta de su enfermedad? Supongamos que se creen una mezcla de Adonis con Hércules y Cristiano Ronaldo, humildad poca. Y si llegasen a admitir que necesitan alguna cura, en todo caso dirían:  me curo a mí mismos.

O retrasarían el acudir al médico porque no están tan graves. O pasarían el tiempo de médico en médico hasta que finalmente consigan a alguien que les diga: estás perfecto ¡Y son leprosos! Por eso esta situación es tragicómica. Y lo peor es que probalemente nos pase a tí y a mí.

Por falta de examen, o de sinceridad en el examen. Retraso de la confesión porque no tenemos conciencia de pecado grave. Falta de confianza en los sacerdotes, por una visión meramente humana que nos hace creer que son ellos (y no Dios que actúa a través de ellos), para nuestra salvación. O saber que tenemos un pecado que confesar y que afea nuestra alma, pero seguimos buscando que alguien nos diga “que no es para tanto”.

Señor ¿a quién queremos engañar? Lo que nosotros queremos es alcanzar la verdadera sanación del alma que sólo Tú puedes darnos con las condiciones que quieras. Demasiado haces con no tener repugnancia de nosotros. Tú eres diferente a los demás. En ti no hay rechazo sino esa misericordia auténtica, la de verdad. No la que nos dice: “No te preocupes, no pasa nada…” Sino la misericordia  que nos dice: “puedes estar mejor”.

Hay un último detalle que en el evangelio de hoy refuerza esto último. “Uno de ellos, al verse curado volvió alabando a Dios (…) Y este era samaritano”. De aquí se puede deducir que nada impide que Dios pueda sanar a los hombres, ni siquiera ser samaritano, (que ya sabemos cómo se llevaban con los judíos), ni siquiera el no tener ni un espacio de su ser libre de lepra. Lo importante es que haya buena intención, un buen propósito y humildad. Humildad para reconocernos, para acudir a Dios y para que Él nos cure a su manera y no como queremos nosotros.

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