HACÍA MILAGROS
El Evangelio de la Misa de hoy, del Evangelio de san Juan, nos habla de los últimos episodios de la vida de Jesús, en la cual llega hasta el punto más álgido, más tremendo de la historia. Esa reacción que tienen los escribas y los fariseos.
Jesús había ido creciendo a lo largo de su vida pública. Había crecido su fama por todas las maravillas que hacía, porque curaba los enfermos, recibía a los pecadores, porque hacía milagros continuamente.
Y todo esto, en vez de llevarlos, a aquellos hombres a tener fe, en aquel hombre que manifestaba realmente un enorme poder a través de sus obras.
Jesús decía:
«Si no crees en mí, créanle a mis obras».
Él hacía obras y le preguntaban en un momento:
«¿Qué obras haces tú para que te creamos?»
Y Jesús hacía cualquier cantidad de milagros. El que peor les cayó a todos ellos, fue la resurrección de Lázaro.
Así como a la gran mayoría de las personas que tenían el corazón sano, ese milagro les sirvió para convertirse, a ésta gente que tenía el corazón endurecido, fue todo lo contrario.
Y decían:
«Éste hombre hace muchos prodigios, hace muchos milagros. Van a venir los romanos, van a acabar con el templo y con el pueblo judío. Es necesario que este hombre muera» (Cf.)
La envidia que aquellos hombres tenían, los lleva precisamente a valerse de la Ley como un argumento en contra de Jesús. Entonces, yo quiero detenerme precisamente en este uso inapropiado de la Ley.
La Ley de Moisés, traía una serie de requisitos, una serie de ceremonias que había que realizar, de purificaciones, de abluciones, preceptos y prohibiciones.
EL USO DE LA LEY
Había muchas cosas que estaban legisladas en la vida de los judíos, muchas cosas que estaban prohibidas y otras cosas que eran obligatorias.
Aquellos hombres habían utilizado la ley, ellos la sabían al dedillo, conocían todas esas cosas y cargaban sobre los hombres, sobre el vulgo, sobre los ignorantes, porque ellos pensaban que solamente los ‘escribas y los fariseos’ eran los conocedores de la ley.
El pueblo, era un pueblo ignorante. En cambio ellos, conocían la ley, pero se valían de la misma ley, para para mantener su autoridad frente a los demás; y más que su autoridad, hacían valer su poder.
Los antiguos distinguían entre ‘potestas y auctoritas’. La potestad la tenía la persona que detentaba el poder. Las auctoritas eran precisamente la autoridad moral, que tenían aquellas personas que sabían hacer algo.
Es como la autoridad que tiene un médico, y cualquier profesional en la profesión en la que se desempeña, porque sabe, es una autoridad. Y aunque no le mande nada a nadie, aunque no le ordene nada a nadie, por sus conocimientos tiene autoridad.
Hay muchas personas que sin tener ninguna autoridad ejercen el poder.
El padre Castellani tiene una anécdota muy simpática, es de un hombre que venía huyendo y alguien quería preguntarle qué es lo que le estaba pasando, de qué se estaba escapando.
Y le preguntaban: ¿Qué pasa? ¿Viene un terremoto?… Y el tipo seguía corriendo. ¿Qué pasa? ¿Viene la peste? ¿Qué pasa? ¿Que hay asaltantes? ¿Qué es lo que sucede?
Y éste hombre seguía corriendo, no se detenía para contestar nada. Entonces, el que le interroga, descubrió que detrás venía un ‘necio con poder’.
Bueno, es tremenda esta anécdota, porque es cierto, hay personas que detentan el poder y que son necias, en el sentido más estricto de la palabra, no saben…
EL ABUSO DE PODER
Son personas que no utilizan el poder para el servicio de los demás, sino que lo utilizan para su propio servicio. Y esto puede suceder en el ámbito civil, en los gobiernos, en las empresas e incluso dentro de las instituciones religiosas y dentro de la Iglesia Católica.
¡Es tremendo! Porque es cierto que la ley, el mal uso, puede llevar a grandes injusticias.
Hay un adagio latino que dice: ‘Summum ius summa injuria’, que no es algo que vaya en contra del derecho, o en contra de la mala utilización de la ley. Se puede utilizar la ley; y cuánto más estricta es la aplicación de ésta, más daño se puede llegar a hacer.
No es que la ley sea mala en sí misma. Es malo el uso o la aplicación de la ley cuando no se la subordina a la justicia.
La justicia no depende de la ejecución estricta de la ley, sino que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. La ley tiene que estar al servicio de la justicia, no la justicia subordinada a la letra de la ley.
San Pablo ya lo decía, que:
«La letra mata y que el espíritu vivifica».
Hay muchas oportunidades en las cuales, la aplicación de la ley estricta, produce esas enormes injusticias.
Por eso, es tan importante saber que tiene que haber esa aplicación, y que no cualquier aplicación de la ley, es por sí misma buena.
EL ORDEN Y JUSTICIA
Esto también sucede en el ámbito moral. Decía el Papa Francisco, nos hacía referencia a cuando nosotros queremos predicar las cosas de Dios, nos perdernos en una maraña de disposiciones, de reglamentaciones. Si no que tenemos que ir a lo que es más importante. Ir al núcleo del Evangelio.
Tenemos que ir al amor que Dios nos tiene cuando nos crea, y nos redime… Al amor que Dios nos tiene cuando nos perdona. A ese amor que tenemos que tener como respuesta, a lo que hemos recibido del Señor.
Tenemos que ir a la fe, a la esperanza. Ir al mensaje nuclear, porque no podemos perder el tiempo con muchas cosas secundarias.
Nos dice el Papa que se corre el riesgo de perdernos en una especie de maraña de legislación. Tiene que haber leyes en el mundo, tiene que haber un orden.
La finalidad de la ley es poner un orden. Pero cuando ese orden se saca de quicio, y se transforma en un valor que está por encima de la justicia, de la libertad y de la dignidad del ser humano, ahí deja de tener su valor, es cuando la verdad queda oscurecida.
En el caso de Jesús, la verdad queda absolutamente oscurecida. Esa aplicación de la ley a rajatabla, es la que utilizan aquellos hombres del Sanedrín para terminar acabando con la persona divina de Jesús.
Lo que lleva a Jesús a la muerte, es por sí el designio divino, ya estaba escrito.
Pero desde el punto de vista de los acontecimientos, se desencadenan de una manera absolutamente injusta, porque terminan acusando al Hijo de Dios de cosas que efectivamente no ha hecho, y lo terminan acusando precisamente, porque es el Hijo de Dios, porque Él demuestra que está por encima de la letra de la Ley.