LA ALEGRÍA DE LA LUZ
Hace un tiempo me conseguí una palabra nueva para mí, de esas que te hacen parecer inteligente y, sobre todo, que te dan puntos extras cuando juegas a Scrabble. Se trata de “nictálope”, que es un término que proviene del griego y que se refiere ‘a la persona o animal que ve mejor de noche que de día’
Es decir, que tiene la capacidad de ver con muy poca luz. Hay varios animales nictálopes que además de necesitar poca luz, se apoyan en otros sentidos para encontrar su camino entre medio de la noche.
Pero en general, los hombres no somos nictálopes, y menos a medida que avanzan los años. Nosotros necesitamos la luz para hacer la mayoría de nuestras actividades. Cuando entramos en un cuarto oscuro, nuestra primera reacción es buscar encender una lámpara.
Y así ha sido siempre. Por eso, en general, la luz es vista como algo muy positivo. Cuando ha habido un apagón y vuelve el servicio eléctrico, la sensación es de alivio, incluso de alegría, especialmente cuando se ha estado mucho tiempo a oscuras.
Y esa alegría es la que transmite el Evangelio de hoy.
Estamos ante el momento de la presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén,
«había un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel».
El evangelista además dice que era alguien muy cercano a Dios:
«El Espíritu Santo estaba con él».
Tal vez por eso es capaz de darse cuenta mejor que otros, de que estaban caminando en tinieblas y que sólo Dios podía traer la luz tan necesaria para sus almas.
Por eso dice
«aguardaba el consuelo de Israel».
El mismo Espíritu Santo le había revelado
«que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor».
LA ALEGRÍA DE UNA ESPERA
Supongo yo, que es una mezcla de alegría y de incertidumbre. Saber que Dios ha prometido algo, pero no tener certeza de cuándo ocurrirá esto.
A nosotros nos sucede con frecuencia: conocemos las promesas de Dios, meditamos su palabra, especialmente en estos 10min con Jesús, sabemos que Dios no puede engañar, pero no tenemos seguridad del modo en que Dios nos hará felices, ni cuándo va a llegar para nosotros esta felicidad plena.
Tal vez por eso nos cuesta perseverar en la fe en esas promesas de Dios.
Nos sucede como al pueblo de Israel, que en su caminar por el desierto, se distrajo del camino de Dios, aun teniendo un larguísimo historial de favores y prodigios del cielo. A la mínima se olvidaban de las promesas de Dios, y no eran capaces de perseverar en el camino.
Pero Dios, en su infinita misericordia no los abandonó, y tampoco nos abandona a nosotros. Nos sigue dando ánimo, pone personas en nuestro camino para acompañarnos y ayudarnos, nos da su gracia en los sacramentos, y nos pide a cambio una confianza en su amabilísima providencia.
Él es la luz que necesitamos para vivir. Y aunque esa luz sólo la contemplaremos plenamente en el Cielo, nos va dando adelantos aquí en la Tierra para que no tropiecen nuestros pasos.
Es lo que tantas veces ha sucedido en nuestras vidas y lo que le sucede al anciano Simeón en el Evangelio de hoy.
Él había sido impulsado por el Espíritu para ir al Templo. Y allí se consiguió con un adelanto del Cielo: ahí está Jesús, en brazos de sus padres.
EL CÁNTICO DE SIMEÓN
Su alegría es máxima: toma al niño en brazos y bendijo a Dios recitando el conocido himno “nunc dimittis”.
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos; luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel».
Y es lógico, encontrarse con Jesús acá en la Tierra es un adelanto del Cielo, y tanto así, que se da por satisfecho. Siente que su vida ha cumplido su fin y por eso dice el “nunc dimittis”, ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz; ya estoy tranquilo…
Sorprendentemente, la historia de Simeón podría ser la nuestra todos los días. Porque nosotros también tenemos acceso a un adelanto del Cielo, si queremos… Es un momento que puede pasar inadvertido a muchas personas que tienen poca fe.
Pero para un alma enamorada de Dios, que busca vivir impulsada por el Espíritu Santo, lo que a los demás le parece sin importancia, para ella, en cambio puede ser un adelanto del Cielo.
Yo me imagino que, ante la llegada de la Sagrada Familia al Templo, no hubo un gran revuelo. No hubo fuegos artificiales, ni una comitiva de bienvenida. Probablemente pasaron inadvertidos para la mayoría de los presentes, como lo que su apariencia indicaba: una familia común y corriente.
Pero para Simeón, ese fue el momento que le dio sentido a su vida. El momento que le dio sentido a toda su existencia. Porque él si supo darse cuenta de a quien tenía delante de sí.
PRESENTE EN LA EUCARISTÍA
Y similarmente ocurre en la Eucaristía. Ese adelanto del Cielo lo tenemos a nuestro alcance todos los días. Es Jesús presente sacramentalmente en la Eucaristía quien puede darnos una alegría tan grande como la de Simeón.
Y esto, cada vez que comulgamos. Jesús, el pan de los ángeles, es lo que puede darle sentido pleno a nuestra vida. Que puede dar una luz cegadora, un disparo de nueve…
Conocí hace tiempo a alguien que me decía: —Padre, hoy ya fui a Misa y comulgué. Y ya por eso, el día de hoy, ya será un éxito, pase lo que pase.
Esta persona hizo propias las palabras del salmista:
«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?»
<(Sal 27,1).
La Eucaristía es nuestro encuentro con la luz. Lamentablemente para muchas personas esa luz pasa inadvertida.
La Iglesia en su inmensa sabiduría nos recomienda acudir al menos una vez por semana, y hay quienes, como la mayoría de las personas en aquel templo, no se dan cuenta de la posibilidad de alegrarse con Simeón.
Prefieren la luz del descanso, de otros deberes importantes, la luz artificial de otras distracciones humanas, pero nada de eso alumbra tanto como la luz de Dios en la Eucaristía.
Hay quienes, sí se organizan y se lo proponen, pueden acudir diariamente a esta luz, a la misa. Lo que nuestra madre Iglesia nos recomienda es un mínimo de una vez a la semana, y para que nos demos cuenta de su importancia, le impone una obligación grave.
ACERCARNOS MÁS…
Pero si nos diésemos cuenta como Simeón de que es un encuentro Contigo, Jesús, que eres nuestra luz, no iríamos a Misa sólo el domingo, o por no caer en pecado grave. Lógicamente no nos conformaríamos con el mínimo de una vez por semana.
es que nosotros no somos nictálopes. Necesitamos de la luz para vivir, para no tropezar, para no perdernos.
Por eso le pedimos a nuestra Madre que, como en el Evangelio de hoy, sea ella junto a José, quien nos favorezca ese encuentro con su Hijo, que nos acerque a su Hijo amado, que es la luz de nuestras vidas.