Hoy hacemos oración escuchando a Jesús, a Ti Señor, hablar de la oración:
“¿Quién de ustedes que tenga un amigo y acuda a él a medianoche y le diga: «Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle», le responderá desde dentro: «No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos»? Les digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.
Así pues, yo les digo: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá; porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”
(Lc 11, 5-9).
Estas palabras son maravillosas. Pero, ojo, porque yo he visto -y yo he caído también en ocasiones- en grandes equivocaciones, interpretando estas palabras como una especie de fórmula secreta, en el sentido de que si hago A, entonces sucede B.
La oración no es eso. La oración, en primer lugar, es diálogo con Dios. No es como la fórmula adecuada o el método infalible para conseguir sacarle al Señor lo que quiero o lo que se me antoja.
Por eso me gusta el siguiente cuento que leí hace poco. Dice así:
“Un piadoso musulmán rezaba todos los días suplicando a Dios una gracia. Se colocaba siempre en el mismo rincón de la mezquita y oraba. Fueron tantos los años que pasaron que dejó estampadas las marcas de sus rodillas en el mármol del suelo. Pero Dios parecía no oír su oración.
Un día, por fin, se le apareció un ángel y le dijo: “Dios ha decidido no concederte lo que pides”. Al escuchar el mensaje, el buen hombre comenzó a dar gritos de alegría, a saltar de gozo y a contar lo que le había sucedido a todos los que se le acercaban.
Uno le preguntó sorprendido: “¿Y por qué te alegras, si Dios no te concederá lo que tantos años has pedido?”. “¡Es verdad -responde él-; me lo ha negado; pero ahora sé que mi oración llegó hasta Él! ¿Qué más puedo desear? ¿Qué me importa haber recibido o no lo que le pedí? Lo que cuenta es que Dios me escuchó”.
[Y ¡es cierto! De entrada, eso es lo increíble: Dios me escucha. El cuento nos hace ver que] ése es el sentido auténtico de la oración. Así concebida, la oración de petición es casi independiente de su resultado. (…) En la oración no se trata de manipular a Dios para que se acomode a mis gustos personales.
No podemos dar consejos a Dios, sino rezar convencidos, desde el comienzo, de que Dios ya nos ha atendido y ha respondido a nuestras plegarias”
(Rvdo. Chinaglia, Pedro, Cuentos para pensar, cuento No. 29).
DIOS ESTÁ DENTRO DE TI
O sea, Dios está y nos escucha, a ti y a mí. Y no sabemos que nos escucha porque nos dé todo lo que pedimos; la oración me lleva a darme cuenta que está y que me escucha. Y está más “cerca” y más “atento” de lo que creemos. Ya el hecho de que no nos conceda siempre lo que le pedimos, no significa que esté lejos o que no nos quiera escuchar.
Ni siquiera (por seguir con la escena que propones Tú, Señor, en la parábola) tengo que ir a tocar la puerta de la casa de otro, porque es mi propia casa. Yo habito la casa de Dios. O, visto desde otro ángulo, Dios habita mi casa… Y esa es mi dicha: mi Dios es el Dios cercano. Te lo voy a decir como lo dice la Escritura:
“¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros…?”
(Dt 4, 7)
¡Qué maravilla! Piénsalo: ¿qué más puedes pedir?
En una ocasión, el predicador de la casa pontificia, Raniero Cantalamessa, decía que
“a un cristiano moderno que vuelve a descubrir la necesidad y el gusto de la oración y que a veces siente la tentación de ir lejos, hasta Oriente o que va buscando por ahí, fuera de sí mismo, lugares de oración y guías espirituales, yo le diría: ¿Adónde vas? ¿Dónde estás buscando? (…) Dios está dentro de ti, ¿y tú lo buscas fuera? La oración está dentro de ti, ¿y tú la buscas fuera?
Yo mismo me encontraba una vez en África, en una aldea donde el agua siempre había sido algo precioso que las mujeres tenían que ir a buscar lejos y traer a casa con esfuerzo. Un día, un misionero que tenía el don de “sentir” la presencia del agua dijo que tenía que haber un manantial debajo de la aldea y empezaron a cavar un pozo.
Cuando terminaron el último trozo y descubrieron que efectivamente había agua, a los africanos les pareció tal milagro que estuvieron danzando al son de tambores toda la noche. ¡El agua corría debajo de su casa y no se habían enterado! Para mí fue una imagen de lo que nos ocurre a nosotros con la oración”
(Rainiero Cantalamessa, La vida en Cristo).
O sea, esto es lo que descubrimos y no deja de ser justo eso lo que pedimos: que Dios me escuche, que esté conmigo, que no me deje. Las otras cosas que puedes pedir están sujetas a estas primeras.
Puedes pedir un mejor trabajo, encontrar novia (o novio), que te vaya bien en las notas, o lo que sea: pero nada de eso te sirve si no estás con Dios. Porque a un hombre sediento le sirve el agua, no le sirve que le demos un vaso para beberla si éste está vacío.
Visto así, la misma oración es ya la respuesta de Dios a las necesidades más profundas de nosotros los hombres.
NUESTRO PADRE DIOS SIEMPRE NOS ESCUCHA
Y, encima, resulta que no sólo es que Dios esté cerca, sino que ¡resulta que es mi Padre! El pleno convencimiento de esta realidad colma cualquier necesidad de seguridad, de cariño, de confianza ¡de tantas cosas! Porque no me escucha el empleado anónimo de un call center espiritual. Me escucha mi Padre, que es Dios.
Y yo creo que es por eso por lo que Tú, Jesús, continúas diciendo:
“¿Qué padre entre ustedes, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si ustedes, siendo malos, saben dar a sus hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?”
(Lc 11, 11-13)
¡Es mi Padre! “Ya -podría decir alguno- pero es que yo no lo siento”. O podríamos decir: “lo veo con claridad por un momento, pero luego pasan los días y me acostumbro; es como que se me olvida…” Dejo de sentirlo.
Y seguía diciendo Cantalamessa:
“Pronto vuelve el momento en el que el creyente dice «¡Abbá!» [o sea, dice: papá] sin «sentir» nada y lo sigue repitiendo únicamente por la palabra de Jesús. Este es el momento de recordar que, cuanto menos feliz hace a quien lo pronuncia, tal vez hace más feliz al Padre que lo escucha, porque está hecho de pura fe y abandono. (…)
En realidad, cuando hablamos de la exclamación «¡Abbá, Padre!», solemos pensar sólo en lo que esta palabra significa para quien lo pronuncia, en lo que significa para nosotros. Nunca pensamos en lo que significa para Dios que la escucha y en lo que produce en él.
En fin, no pensamos en la alegría de Dios cuando le llamamos papá. Pero el que es padre sabe lo que se siente al oírse llamar así con el inconfundible timbre de voz del niño o de la niña de uno. Es como convertirse en padre cada vez, porque cada vez este grito te recuerda quién eres; evoca la parte más íntima de ti mismo. Jesús lo sabía [Tú lo sabes, Señor], por eso llamaba con tanta frecuencia a Dios «Abbá» y nos enseñó también a nosotros a hacer lo mismo. Cuando llamamos papá a Dios, le damos una alegría sencilla y única: la alegría de la paternidad. Su corazón «se conmueve», sus entrañas «se estremecen de compasión» al oírse llamar así (cf. Os 11,8). Y todo esto, repito, podemos hacerlo aún cuando no «sentimos» nada”
(Raniero Cantalamessa, La vida en Cristo).
Por eso te digo: no dejes de hacer oración, no dejes de llamar Padre (papá) a Dios. Ese es tu tesoro. Eso es lo que más necesitas. Y eso es lo que ilusiona a Dios. Se lo podemos pedir a nuestra Madre, santa María, que es maestra de oración.