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LA CRUZ QUE SALVA

de la cruz

Nos encontramos en el cuarto domingo de cuaresma, ya se va acercando cada vez más la celebración del Domingo de Ramos y la Semana Santa.

Estas semanas hemos estado preparando nuestro corazón para poder recibir a Jesús ese día con un corazón limpio, un corazón bien dispuesto, un corazón encendido en el amor a Dios.

El Evangelio de hoy nos va preparando también en esa dirección y nos anima a mirar a Jesús, a mirarlo a Él que es el que nos va a salvar, el que nos está preparando nuestra morada en el Cielo, el que está preparándonos nuestra felicidad.

Y ¿a dónde miramos? ¿A dónde nos dirige la mirada el Evangelio de hoy? Hacia la Cruz.

Dice Jesús:

“De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto para que todos los que creen en Él tengan vida eterna”

(Jn 3, 14-15).

No sé si te acuerdas de la historia de Moisés y la serpiente en el desierto.

Retrocedemos muchos años y nos vamos al periodo en que Moisés guiaba a los israelitas que habían salido de Egipto por el desierto para llegar a la tierra prometida.

Sabemos que esa relación del pueblo con el Señor tenía sus altos y sus bajos. Había momentos en que el pueblo se cansaba de estar dando vueltas por el desierto, entonces alegaba contra el Señor.

Había una vez, por ejemplo, que se quedaron sin agua y alegaron porque no tenían agua y el Señor, después de un tiempo, les da agua. O alegan porque no tienen comida y el Señor les da el Maná.

En una de esas ocasiones el pueblo comienza a alegar contra Dios. En el libro de los Números, se narran esos alegatos.

“Dice el pueblo: “¿Por qué nos hicieron salir de Egipto para hacernos morir en el desierto? Aquí no hay pan ni agua y estamos hartos de esa comida miserable”.

Entonces, Dios envió al campamento donde estaba el pueblo serpientes para que mordieran a la gente y así empezaron a morir muchos israelitas.”

Los judíos se arrepintieron y pidieron perdón.

“Entonces Dios le dijo a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera en un lugar alto donde, para que cada vez que la gente era mordida por una serpiente, podía mirar esa serpiente de bronce y quedaba, instantáneamente, curada”

(Num 21, 5-9).

La serpiente de bronce curaba la salud, curaba esa picadura de la serpiente.

PONER LA CRUZ EN ALTO

El Señor nos invita a mirarlo a Él como ese que sana todas las enfermedades, no solo las picaduras de las serpientes, no enfermedades del cuerpo, sino la enfermedad del alma más terrible, que es el pecado.

La serpiente, desde lo alto salva a los que la miran, pero lo único que, de verdad salva, lo que de verdad redime al hombre, es la cruz de Cristo.

Jesús nos invita a cada uno de nosotros a poner la Cruz en lo alto, para que nosotros podamos salvarnos y para que mucha gente, todos los que están a nuestro alrededor, puedan mirar a la Cruz y así sanar las heridas del corazón, sanar su alma, para que pueda entrar en la felicidad eterna en el Cielo.

Ahora viene la pregunta del millón: ¿Cómo poner la cruz de Cristo en lo alto? ¿Cómo ponemos a Jesús, su cruz, en la cima para que todos puedan mirar a Jesús y puedan ser curados? ¿Para que todos puedan enamorarse locamente del Señor?

La respuesta parece sencilla, pero exige un compromiso importante por nuestra parte.

«NO TENGÁIS MIEDO»

La forma de poner la cruz de Cristo en lo alto para que todos puedan mirarla es a través de nuestro testimonio de cristianos coherentes o, más bien, que luchan por ser coherentes, que luchan por vivir su vida cristiana en todo ambiente, en toda circunstancia.

Eso no significa que tengamos que ser personas perfectas, claramente, sino personas que luchan por vivir su vida del mejor modo posible. No tengamos miedo a dar testimonio. El mundo necesita testigos, necesita personas que den testimonio.

San Alberto Hurtado, un santo chileno, decía que eso es lo que el mundo necesita: testigos, personas que vivan, que encarnen la fe, que muestren que es posible ser personas cristianas, ser personas buenas; que es posible llegar al Cielo.

San Juan Pablo II animaba a todos los cristianos a no tener miedo. “¡No tengáis miedo!” gritaba en esos discursos a los jóvenes, a los mayores y a las familias.

“¡No tengáis miedo de dar testimonio!”

Los cristianos que no tienen miedo son los que pueden ayudar a muchos a mirar hacia la Cruz, abrazarla y salvarse a través de ella.

El mundo necesita cristianos que actúen sin miedo, no personas insensibles o temerarias que no le tienen miedo a nada porque son imprudentes, sino personas que de verdad se saben acompañadas siempre por el protector más grande, por el mejor amigo: el Señor.

CONSCIENTES DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Jesús es nuestro compañero, por eso podemos ir sin miedo a la vida, sin miedo a la muerte, porque Jesús nos acompaña. Él es nuestro mejor amigo y quiere lograr lo mismo que nosotros.

Quiere que nosotros logremos poner su Cruz en la cima de todas de nuestras actividades para que mucha gente pueda, a través de esa Cruz, sanar sus heridas, sus enfermedades.

No tenemos miedo porque Cristo nos ama hasta la muerte, hasta el extremo. Eso también queda reflejado en el Evangelio de hoy. Jesús le dice a Nicodemo en esta escena que estamos contemplando que

“Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”

(Jn 3, 16-17).

¡Qué esperanzadoras estas palabras! Podemos todo, no tenemos miedo porque el Señor nos ama hasta el extremo de entregar su vida por nosotros. Dios entregó a su propio Hijo por amor al hombre.

“Señor, en este rato de oración que estamos terminando, primero te queremos dar las gracias por haber hecho todo lo que hiciste por nosotros y por seguir haciendo tantas cosas por nosotros; por dejar disponible tu gracia, por ayudarnos siempre en todo momento.

Te pedimos ayuda para ser cada vez más conscientes de esa compañía, para ser más conscientes de que Tú moriste por nosotros. De que nos amas tanto y que nunca nos dejarás solos”.

ME DA LO MISMO

Había un sacerdote que una vez contaba de sí mismo, cuando él era adolescente, que una vez había ido a confesarse y que el sacerdote que lo había confesado le había dicho que había visto que no era tan consciente de la redención, del amor que Dios le tenía, que quizá estaba un poco metido en la tibieza.

Entonces le dio como penitencia, al final de la confesión, que fuera delante de un crucifijo y mirándolo fijamente dijera varias veces: “Señor, Tú moriste por mí y a mí me da lo mismo”.

Este sacerdote contaba que ese había sido el comienzo de su vocación. Cuando empezó, a la segunda, tercera o cuarta vez a decir esta oración, a conmoverse interiormente y a darse cuenta de todo el amor que le tenía el Señor.

“Señor, Tú moriste por mí y a mí me da lo mismo”.

“Te pedimos Señor en este rato de oración que nos ayudes a ser cada vez más conscientes de ese amor que nos tienes para poder poner esa cruz, tu Cruz, en lo alto, para que muchas personas puedan mirarte y ser salvadas por Ti”.

Se lo pedimos también a nuestra Madre santísima, Reina de los apóstoles.

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